Ensayo
¿Quién por fuego, quién por agua, quién por Gregorio Samsa?
Luis Borja
Número revista:
Tema libre
“And who shall I say is calling?
And who shall I say is calling?”
Leonard Cohen, Who by fire
Si el tema de la lucha contra el padre se encuentra encarnado en la primera parte de la obra de Javier Vásconez, por sobre todo en el ambiguo espectro de Roldán y su recio rencor contra la única figura paterna que conoce (su conservador abuelo, el temerario Coronel Castañeda), en sus dos últimas novelas publicadas (La piel del miedo y Hoteles del silencio, novelas que componen un compacto díptico), este drama encuentra sus avatares en los personajes de Jorge Villamar y su padre, Rogelio Villamar, ese arruinado periodista borrachín con algo de artista, de galán y de grandeza; y en el caso de los Villamar el tema alcanza su máxima tensión y condensación y se supera de una manera que sin vergüenza podría calificarse de inefable. Algo como un martillo de azúcar o como el tan anhelado hachazo de seda.
Como buen kafkiano (de igual manera se podría decir como buen faulkneriano o como buen shakesperiano), Vásconez comprende que en la relación padre-hijo, en lo que resulte de ella, se juega, de algún modo, también, el destino de la humanidad: acuerdo o discordia entre pasado, presente y futuro. En La piel del miedo el hijo vive la primera crisis de la enfermedad que determinará la forma de su vida y sus ásperos límites como consecuencia de una de las explosiones de violencia de su padre, debida a la traición de su buen amigo Cornelio Enríquez, a la sazón Presidente de la República. Es a través del miedo que Jorge Villamar conocería el sentido de la vida, y ese miedo tendría, a partir de entonces, el rostro de su padre: el rostro de su padre erupcionando como un volcán.
La violencia infligida por el padre es un acontecimiento fundador de la subjetividad de Jorge Villamar. Pero después de la violencia vino el abandono, y el abandono depositó sin ruido el tábano de la soledad y el veneno del miedo en el corazón del niño enfermo. Soledad y miedo. En esa soledad colmada de miedo y esa marginalidad, la madre y la hermana son las primeras ventanas al mundo, y así, de la mano de otras mujeres vendrán también nuevas formas de mirar (en general, como dice con justicia Pedro Ángel Palou, en el universo vasconiano las mujeres “parecen ser los únicos personajes capaces de agencia. Las mujeres siempre independientes, se desplazan a su antojo, vienen y van, toman decisiones sin interferencia de los personajes masculinos que, aunque igual sean consecuencia del desplazamiento, se hallan en una especie de marasmo, detenidos en el espacio y el tiempo”), pues es a través de la mirada femenina que Jorge irá abriendo su exacerbada sensibilidad herida al mundo; de algún modo, serán su principal conexión con la realidad. Su encuentro con las mujeres catalizará siempre alguna forma de la aceptación, la entereza o el coraje.
Al final de La piel del miedo, en un remate memorable, Jorge, después de desprenderse de los elásticos brazos de Fabiola, deambula por la Avenida 10 de Agosto sintiéndose flanqueado y oprimido por el fastuoso muro del volcán, encuentra fortuitamente a su padre y desiste de darle un abrazo en el momento final (un desistimiento que lo libera al tiempo que lo hunde en la indiferencia y algún tipo de sordo rencor) y luego va y se acuesta desnudo sobre una toalla en el piso del Hotel Dos Mundos y afuera llueve y truena y repiquetea y comprende que la sombra del padre es como la sombra del volcán que preside la ciudad, y que esa sombra nos protege al tiempo que nos aterra con esa protección que requiere ciertamente de nuestro terror para obligarnos. Entendemos nosotros también, los que conocemos los Andes: el volcán, el miedo, la realidad.
En Hoteles del silencio, Rogelio, etílico y arrimado a un molino que lo junta con la mugre de la ciudad, recibe las visitas de Jorge, quien cumple con resignado rigor y casi divertida dedicación los deberes del hijo, y comenta con él sobre los extraños sucesos que poco a poco están convirtiendo a la ciudad en un lugar macabro, sin posible viso de remedio alguno. En un momento de acalorado intercambio, sincero, cruel, Rogelio acusa a Jorge de ser un resentido. Yo qué culpa tengo de que seas un enfermo, le dice. Jorge no se destempla, no pierde la compostura y se lo toma con buen humor, embromando al ignoto viejo con un chiste sobre la revista Selecciones. Entonces, en un instante de revelación, comprendemos cómo se pueden zanjar de una vez y para siempre cuestiones que han atormentado a un escritor toda una vida.
(Hay muchas cosas que se han dicho y que se pueden decir sobre la obra de Vásconez (su impoluto manejo de la lengua, del tiempo verbal; su afortunada precisión en la estampa andina, su noción de la sombra, de la apuesta, del coleccionista; su hallazgo de la línea imaginaria y, al interior de ese mismo hallazgo, su singularísima capacidad de borrar otras fronteras (entre odio y amor, locura y cordura, claridad y oscuridad, sueño y realidad, narrador y personaje, narrador y escritor) e interrogar la realidad mediante puertas y ventanas que nos llevan de un contrario a otro; su capacidad de desdoblamiento, de superposición y duplicación, su entendimiento del dolor como si fuera dios, su obsesión por el detalle como si fuera el diablo) pero su fino tratamiento del tema la lucha contra el padre merece, me parece, una atención especial).
Páginas después nos vemos obligados a aceptar que Jorge sea informado de que Gregorio Samsa, aquel extraño hombre que iba por interés y por necesidad de compañía al molino (quiere la grabadora, quiere la música, quiere los mensajes secretos) y cuya voz cascada y entrecortada recordaba las maneras de un insecto, ha matado a su padre. ¿Hay algo más bello, más honorable, me pregunto, que morir a manos de la Literatura?, ¿hay alguna manera más bella, más honorable, de ajustar cuentas y hacer las paces con la figura paterna al mismo tiempo, que la parricida?
No cabe duda de que Javier Vásconez fue uno de los primeros en tomar el oficio de escritor en serio por estos pagos. Es justo reconocerlo como uno de nuestros pioneros (un pionero heredero de una tradición de pioneros heredera de una tradición de pioneros heredera de una tradición). Uno de los que supo ir primero y abriendo el camino. Uno de los que han llegado y sigue llegando más lejos. Por eso es un deber leerlo y releerlo, y en esa misma relectura se vuelve una responsabilidad forcejear contra esa idea primaria, contra esa férula fanática que ha sujetado la relación entre los padres y los hijos rebeldes desde que tenemos memoria humana: contra los padres todo, para los padres nada.
Forcejear y dudar (mejor si a la sombra (volverse esa sombra: aún mejor)).