Ensayo
Quietud y movimiento en Sanguínea de Gabriela Ponce
Verónica Jarrín-Machuca
Número revista:
Tema libre
Todos somos Libidos demasiado viscosas o demasiado fluidas
Gilles Deleuze
Water is something you cannot hold. Like men. I have tried.
Anne Carson
1
Una gota de sangre se desliza por un muslo femenino. Esta es una escena que no sé si leí o imaginé, pero que proyecto en mi mente, en blanco y negro, observando el goteo lento, como un juego entre movimiento y quietud. Guardo esta imagen al terminar la última página de Sanguínea, novela de Gabriela Ponce. No parece casual que tras cerrar el libro, también yo sangre. Esta sincronía me hace pensar en el texto como en un ser orgánico, un cuerpo construido con palabras que late, que respira, que desborda sus fluidos.
Nabokov, en su Curso de literatura europea, decía:
El estudio del impacto sociológico o político de la literatura queda reservado, sobre todo, a quienes son insensibles, por temperamento y educación, a las vibraciones estéticas de la auténtica literatura, a los que no experimentan el cosquilleo revelador entre los omóplatos (insisto otra vez que de nada sirve leer un libro si no se lee con la médula) (1997, p. 109).
Hay novelas que no se pueden leer de otra manera; para mí, Sanguínea es eso, la historia de un desgarramiento que solo se puede leer con la médula, porque también es sustancia líquida, como las lágrimas, como el sudor, como el deseo, que más que temas son flujos de esta narración. Siento que con ese fluir puede conectar una lectura desde el cuerpo, y que se puede abordar el texto desde el afecto:
Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo (Deleuze, 2004, p. 10).
2
El libro se abre para mostrarnos las llagas que dejan en el cuerpo el divorcio, la pérdida y el abandono. Creo que no habría podido seguir con la lectura si detrás de las referencias a la sangre, las babas, el sudor y otros fluidos corporales hubiese detectado la intención de conmocionar al lector con lo abyecto o una obvia voluntad de transgredir las veladuras de un pudor pacato. Ni la sangre, ni la piel que se desprende de los labios o de los dedos de la protagonista son imágenes de abyección, detrás de lo explícito hay una clara propuesta estética para hablar de un cuerpo roto por la pérdida, que intenta reconstruirse. El Yo desgarrado recoge sus partes; para eso debe nombrarlas: boca, piernas, pecho, pezones, cabello, talón. La palabra sirve para trazar un mapa del dolor: “el cuerpo golpeado por las punzadas de esos rastros, haciéndose llaga. Esa es la herida que te corresponde. Nada que hacer, eso me consolaba. Esa idea me consuela hasta hoy: ese dolor que no me abandonaría nunca más era, finalmente, algo mío, algo que con esfuerzo yo había alcanzado” (Ponce, 2020, p. 29).
3
Los humores internos ponen en acción esa máquina fragmentada del sujeto. En la narración, la primera mirada que se ofrece de la protagonista es en movimiento: con sus patines, deslizándose y desplazándose con un deseo acuoso. Desde los primeros momentos, todo es vértigo y fluidos: “Me resbalé en el sudor de ese cuerpo” (p. 11), nos dice. Entra en una relación amorosa con el flujo menstrual entre sus piernas y con el cuerpo volviéndose líquido: “el deseo por su penetración se hizo agua que asomó tibia por la entrepierna” (p. 13). Los humores corporales son una alternativa a la inmovilidad causada por la pérdida, por las relaciones rotas y los celos. Cuando la narradora se siente abandonada por su amante se metamorfosea en agua: “sentí el agua, el aluvión, el granizo salir por el lagrimal, por la nariz, y comenzar a inundar hasta asfixiar, hasta que lo mojado comenzó a tomarse todo y el cuerpo a volverse más pequeño, a disminuir. Cuando regresó, yo ya había desaparecido y él abrazó un pedazo mojado de carne” (p. 45). Esa transformación de cuerpo estático en cuerpo fluido sucede en un espacio al que llama “la cueva”, que es un lugar de tierra húmeda: es lodo, sus paredes gotean, es selva, es bosque en el que crecen musgo, plantas y frutas. La cueva es el espacio del deseo, en el que hay un jardín donde se empoza el agua, quizás un Edén, un espacio perfecto y líquido donde lo estático florece. También el llanto, además de la sangre, es canal que abona el cuerpo; la protagonista se confiesa como un ser de lágrimas que, desde niña, llora todas las noches, luego dirá que ese es uno de sus placeres: “lloré tres días, esa afición mía por el llanto”.
Todo este torrente de sensaciones se vuelve también flujo en la escritura, a través de una sucesión de anécdotas sobre amigos y amantes. Los recuerdos de la infancia y del pasado son otro cauce que irrumpe en la narración, en digresiones inminentes que se abren paso, se derraman y se entretejen.
4
Roland Barthes, en sus Fragmentos del discurso amoroso dice:
Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa). Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta, las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del torno al hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas) (1993, p. 34).
En Sanguínea el fluir constituye una alternativa al discurso amoroso tradicional de la inmovilidad frente al ausente. Sin duda, el motivo del abandono es una de las arterias que atraviesa este cuerpo narrativo (“Síndrome de abandono diagnosticó el psiquiatra infantil cuando tuve mi primera crisis de insomnio”, dice la protagonista) (p. 46). La partida del esposo de la narradora está prefigurada en otros abandonos: hay un padre ausente, un hermano muerto, amigos que se van, pérdidas sucesivas que se engarzan hasta el divorcio. Frente a todas esas ausencias, la mujer reconoce un deseo de retener y una conciencia de inmovilidad.
Por ejemplo, cuando el marido saca sus objetos personales de la casa, ella escribe: “Él saltó, yo tenía miedo de volar… Es el terror de no ser amada… Salta, algo en él, vuela” (p. 91). Se juega con un imaginario de hombres que se mueven y que tienen algo creciendo dentro de sí, que late, que les hace volar, partir. Incluso, cuando ella se despide del hijo, sostiene: “pensaré en ese ser todo el resto de mi vida. Como en mi hermano. Como en mi marido. Como en el hombre de la cueva. Las pérdidas… Sé que es un hombre, me he hecho a esa idea” (p. 146).
En la relación con su amante también aparece el anhelo de poseer. Un episodio de inmovilidad se desencadena por los celos: “Quise agarrarme de alguna fuerza. Me voy, quise decir; cuántas veces había querido decir me voy, pero nunca lo lograba, yo era lo que quedaba de algo, no había forma de recogerme entera e irme” (p. 46). Hay un momento onírico en el que la narradora se encuentra, o se imagina que encuentra, una caja en la cueva y dice: “La caja tenía un movimiento, el color en realidad tenía un movimiento, el rojo solicita: este hombre tiene una vida, esa vida yo la quiero hacer mía, no quiero amarlo a él, quiero su vida que está hecha de objetos ridículos… qué es amar sino esa primera soledad inmanente puesta en la vida de alguien más” (p. 113).
Sin embargo, esa conciencia estática, ese devenir punto fijo, que mira y desea al que se marcha se reconoce como un cliché del discurso amoroso, quizás solamente posible dentro del universo del melodrama, forma con la que Ponce juega al incorporar recuerdos de canciones y de escenas de telenovelas. La narradora dice que estas han sido su principal fuente de educación sentimental y así explica que su experiencia amatoria esté atravesada por un imaginario en el que el hombre traiciona y la mujer responde con un cachetazo o en el que los galanes de pelo en pecho son epítomes de masculinidad.
La posesividad y el deseo de retener al otro se asumen como formas de un discurso de culebrón que la mujer reconoce, acepta y luego rechaza: “sus manos escribiendo y yo siempre deseando hacerlas mías. Puta posesión, no sirve de nada, por suerte ya no amo así” (p. 84). También en la relación con el amante hay tensión, vergüenza y se repudia el deseo de poseer: “Yo le quise decir aquí me quiero quedar a vivir. Por favor. Y de la vergüenza —por el sentimiento y por el pensamiento y por las lágrimas— salí casi sin despedirme” (p. 15).
El fluir del cuerpo, el movimiento y el deseo son las alternativas a la eterna Penélope abandonada, que espera y teje lazos para retener o recuperar a un hombre (hacia el final, veremos que la narradora evita tejer para el hijo, porque sabe que si teje, no podrá dejarlo partir). Solo a través del movimiento y de los flujos se integran los afectos a la materialidad del cuerpo que se resiste a la pasividad de la espera: “la puta espera, le respondo. Me mataba. Esperar era para mí siempre una posibilidad renovada del fin”, dice la protagonista (p. 76). En lugar de ataduras y retención, el cuerpo, al liberar sus fluidos, permite escapar de la ausencia, y de esa manera, el sujeto puede sentirse “libre del drama, libre del deseo, libre de la cursilería maldita” (p. 84).
Referencias
Deleuze, G. (1993). Mil mesetas. Pre-textos.
Nabokov. V. (1997). Curso de literatura europea. Grupo Zeta.
Ponce, G. (2020). Sanguínea. Severo.