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Cuento

Alhaja

Daniel Ramos

Número revista:

1

La niña tenía ocho o nueve años cuando su padre se la llevó a vivir al bosque de Cotocollao. Su madre, quien había muerto unas semanas después de dar a luz, era la única que guardaba la fecha exacta del nacimiento de la criatura. Su padre, un alcohólico alegre en las noches sin luna y un andrajo delirante bajo el influjo del astro nocturno, solo alcanzó a contarle que el vientre de la madre empezó a hincharse de manera incesante después del parto. Siete días padeció dolores aún más punzantes que los del alumbramiento. Los vecinos murmuraban diciendo que, en una sola semana, la pobre había hecho crecer en sus entrañas un bulto de igual tamaño que aquel que le tomó nueve meses. Así, la agonía se extendió hasta el décimo tercer día, cuando, finalmente, el cerebro se diluyó y cayó en síncope. Esa madrugada, la madre dejó de respirar. La pequeña se había criado en ausencia del padre, junto con una lavandera cuya cristiandad no le permitió dejar abandonada a la primogénita de su difunta amiga. Así vivió los primeros años de infancia, en un cuarto húmedo y poco iluminado del centro de Quito. Fue entonces cuando el padre apareció con la ilusión de conocer a su hija, disculpándose por los años perdidos y explicando que ahora tenía trabajo para dar de comer a la niña. De esta manera, la pequeña viajó un día entero hacia las afueras de la ciudad, donde el padre ostentaba su nuevo puesto de cuidador del bosque de Cotocollao. Esta apartada localidad era considerada como el final de la llanura de Iñaquito, con un territorio que se extendía hasta el Pichincha por el noroeste y hasta el valle de Pomasqui por el norte. Al llegar allí, debajo del hambriento sol de junio, lo primero que recordaría la niña fue sus adoloridos pies que se acercaban a la plaza de Cotocollao. Ya dentro del poblado, un rítmico choque de pilches y cascabeles, y un intrigante ulular que se perdía entre golpes de tambor y soplo de pingullo, llamaron su atención. Lentamente, ante sus ojos que no acababan de enfocar por completo, aparecieron coloridos danzantes envueltos en telas y coronados con plumas. Así, la yumbada la recibía. Fue grande el descontento de la niña cuando el padre, con una fuerte sacudida, le despabiló del profundo estupor ocasionado por los enigmáticos bailes. Ambos siguieron caminando y penetraron con paso ágil el espeso bosque de eucaliptos. Tras media hora, se encontraron con un pequeño solar, rodeado por móviles ramas que rechinaban según los caprichos del viento. Allí, una mediagua de ladrillo los acogió. Para tranquilidad de la pequeña, la diminuta casita se veía limpia y bien construida, con dos ventanitas que se tragaban los primeros rayos de luz del día. En aquel lugar vivió durante más de un año, correteando por los potreros y las acequias que lindaban con el bosque; persiguiendo lagartijas de huían por debajo de las rocas. Supo lidiar con el aburrimiento construyendo gigantescos columpios con largas cuerdas que ataba entre dos árboles. Aprendió a fabricar catas usando pedazos de cuero, tiras de caucho y ramas de eucalipto anudadas en forma de “y”. Pese a las exhortaciones de su padre, ella nunca se atrevió cazar pajaritos con aquellas armas y se limitaba a disfrutar del proceso de confeccionarlas para luego guardarlas y olvidarlas en algún cajón. Sin embargo, el tiempo de ocio era frecuentemente interrumpido por los cuidados que debía darle al padre, quien, totalmente ebrio, trataba de tomar el hacha para cortar la leña. Así, con los pocos conocimientos que le entregó la lavandera, la niña encendía el fuego, cocinaba humeantes sopas de hueso carnoso y arroz de cebada, limpiaba la casa y remendaba la ropa. El padre se limitaba a partir troncos en dos y a beber copiosas cantidades de alcohol. Una tarde, por un descuido mientras preparaba la merienda, la niña derramó la sal. Esta cayó sobre el piso y se esparció por debajo de los muebles. Afortunadamente, el padre estaba dormido hasta la inconsciencia y ella no recibió ningún regaño. Rápidamente, buscó más sal, pero esta se había terminado por completo. Metió sus pequeños brazos hasta el fondo del barril en que la guardaban, pero no logró recolectar ni una pizca. Preocupada por la reacción que tendría su padre al probar una comida insípida por la noche, la niña decidió caminar hasta la plaza del pueblo para pedir un poco de sal en alguna casa. Tomó rápidamente una chalina raída y salió antes de que el sol se pusiera. Cuando había llegado a la mitad del camino, notó que los pajaritos dejaban de cantar y se escondían entre las altas ramas, dispuestos a enfrentar la más insondable oscuridad. En ese momento, se dio cuenta de que la noche llegaba antes de lo esperado. La niña optó por la prudencia, así que dio media vuelta y emprendió el camino de regreso. Sus pasos eran cada vez más veloces y, con ellos, el ocaso caía cada vez más rápido. Con los últimos rayos de sol se sintió perdida, pero a lo lejos le pareció ver su mediagua. Avanzó hacia ella y, antes de entrar, tuvo la fugaz impresión de que no era su casa. Buscó el candelero y lo halló donde siempre. Encendió una vela y la puso sobre este. Con la tenue luz se empezó a dibujar el lugar tal como lo había dejado, con la olla sobre la mesa y el puñado de sal en el piso. Sin embargo, su padre no estaba por ningún lado. De repente, la angustia que produce la soledad se apoderó de ella. Aunque ya la había experimentado una infinidad de veces antes, esta ocasión fue diferente. Ahora, el sentimiento de abandono no surgía únicamente de la falta del padre, sino también de un extrañamiento inexplicable. Era como si le hubieran extirpado su esencia; como si estuviera en medio del exilio. La niña dejó el candelero sobre una caja de madera y se acurrucó en la cama, temblando de algo más que de frío. Antes de quedarse dormida, vio cómo las sombras proyectadas por el fulgor de la vela tiritaban al ritmo de sus nervios, transformándose de un instante a otro y adquiriendo formas inverosímiles. Un ruido seco despertó a la niña. La vela se había consumido completamente y por la ventana entraba únicamente el primer haz de luz de la madrugada con el cual se levantó de la cama y descubrió una rata que comía la sal del piso. Era oscura como el fango, de pelaje enmarañado y bigotes torcidos. Su cola era tan larga que se perdía por debajo de un mueble. Cuando el animal notó la presencia de la muchachita, este se apresuró hacia la puerta entreabierta y la cruzó, dejando con su cola una estela rojiza sobre el suelo. Tras unos segundos de aturdimiento, la pequeña caminó hacia la puerta y echó una mirada al exterior. La rata se había quedado inmóvil a unos pocos pasos de la entrada. La niña posó la vista en ella. Tras unos minutos, el bicho seguía estático, sin la menor intención de moverse. Entonces, la chiquilla se hincó para continuar observando. Así, la contemplación se prolongó hasta el punto en que sus rodillas enrojecieron y empezaron a dolerle. Pero la rata seguía ahí, cada vez más inmóvil. Para sorpresa de la niña, el sol arrojaba únicamente un rayo de luz presagiando un día sin colores. Cansada de ver a la petrificada alimaña, la pequeña se imaginó que quizá esta le estaba esperando, llamándole con su inusual pasividad. De esta manera, ella salió al bosque. La rata finalmente empezó a andar, no más pronto ni más lento que la niña. La cola del animal trazaba una sutil marca roja sobre la tierra, misma que la pequeña se empeñaba en seguir. De repente, notó que esa encarnada cola se duplicaba, multiplicándose también las impresiones sobre el suelo. La rata empezó a sufrir una especie de mitosis, creciendo exponencialmente el número de sus copias, tal como se haría mediante la división celular. Así, aquella leve estela rojiza se convirtió en una inmensa alfombra roja que guiaba a la niña. Con cada paso que daba, la pequeña empezaba a percibir un olor desagradable, cuya fetidez crecía de manera continua. Tras unos segundos, la niña alcanzó a divisar una especie de barraca hecha de lodo y paja. En lo alto, esta tenía una delgada chimenea por la cual escapaba un pestilente vapor. En aquel instante, las ratas se detuvieron y empezaron el extraño ritual. Una a una, se ubicaron a los lados del bermejo camino que habían dibujado con sus colas y que llegaba hasta la puerta de la lóbrega choza. Cuando la última rata se había puesto en posición, todas se sentaron sobre sus cuartos traseros y configuraron una especie de séquito que custodiaba a la niña hasta la entrada. Ella se detuvo por un momento, pero, como hipnotizada por los negros animalitos, siguió avanzando. Mientras más se acercaba, más penetraban los emponzoñados humos de la chimenea en sus pulmones. Pocos metros después, ella pasó una extensa mirada por su cortejo de bichos y advirtió cómo estos enloquecían violentos. Unos a otros se destripaban con sus afilados dientes, imagen que causaba incesante placer en el vientre de la niña. Ya cerca de la entrada de la sucia casita, las ratas sobrevivientes empezaron a copular con los restos inertes de las que habían sido despedazadas, situación que elevó el goce de la pequeña hasta el éxtasis. Frente a la puerta, la pobre criatura sintió cómo su abdomen se hinchaba hasta explotar. Agonizante, con el último haz de vida, vio una envejecida mano que salía de la barraca y penetraba en sus entrañas, extrayendo de ellas una brillante joya escarlata que se había incrustado allí aun antes de su nacimiento. A lo lejos, un soplo de pingullo resonaba.

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