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Narrativa
Huacos familiares

Archivos del cuerpo

Lucía Villaruel

Número revista:

Huacos





El primer recuerdo sobre cómo los otros veían mi cuerpo fue hablando de su color. “No, tú no porque eres negra”. Tenía unos 7 años y escuché eso en el recreo de la boca de una amiga rubia y de otras niñas en la clase de danza de un barrio acomodado de Marsella. De niña, mi madre me llevaba a las marchas antirracistas porque en 1995 un grupo de pegadores de afiches del partido de extrema derecha mató a Ibrahim Ali a los 17 años por ser negro, mientras salía de un estudio de grabación en su barrio. En realidad, yo estaba lejos de ser negra: tengo la piel bronceada y ahora que sé que soy blanca, todavía me cuesta aceptar del todo mi blanquitud porque tampoco es bacán tener ancestros colonizadores.


Pero sí recuerdo preferir el lado interno de mis brazos porque eran más blancos después de escuchar que era demasiado oscura.


Cuando me llegó la regla estaba en una isla del océano Índico donde vivía mi tía y, por suerte, mi madre se había ido de trek por la montaña. Durante ese mismo viaje los de la isla me llamaron “blanquita”. Yo no era una blanquita. De hecho, volví a aquella vez, me habían dicho negra las niñas rubias del curso de danza clásica del barrio aniñado de mis abuelos. Tal vez el equilibrio se restableció: no era una blanquita y no era una negra. Decidí ser árabe. Era más fácil. Era una mentira también. Mi abuela no era Kabyle, pero así no me jodían mucho los duros del colegio. Es irónico, porque mi rostro y color ambiguos permiten que yo, nieta de “pies negros” como dicen a los colonos de la Argelia francesa quiera reivindicar mi origen argelino y acercarme a ese territorio. ¡Hasta me quise hacer musulmana!


Solo hoy me doy cuenta del privilegio que es poder escoger la identidad para surfear los códigos sociales y las situaciones. Yo era una especie de apropiacionista cultural camaleónica.


Después me acordé de que era mitad argentina y, como estaba de moda ser latina, reivindiqué eso, colgué la bandera celeste en mi cuarto de adolescente y a los 15 fui sola a conocer a mi familia paterna en Argentina y me decepcioné un montón. Yo había conocido Cuba, México y Guatemala y llegué a un lugar blanco y muy parecido a Europa. Tenía que aceptar que era blanca y que mis ancestros también; además, que eran proletarios y ni siquiera eran de izquierda. Aunque a mi padre le llamaran “el negro”, por ser el más moreno y aunque él me asegurara que teníamos sangre indígena y los dedos de los pies medio chuecos porque nuestros antepasados montaban caballos descalzos en la Pampa… Yo quería creerle... Cuando murió su mamá, a quien no había vuelto a ver nunca en 25 años, mi padre se tatuó un águila y la palabra “negro” sobre el antebrazo.


Mi cuerpo, por el contrario, me devuelve a mi madre y me quiero distanciar lo más que pueda de parecerme a ella. Lo que heredé de ella es lo que más me cuesta aceptar: mis manos torpes, la piel demasiado fina. Es injusto porque ella es la que me cuidó y, en cambio, me enorgullece más la belleza de mi padre, que estuvo ausente y no es una persona muy recomendable. Decía que lo que no me gusta de mí misma me cuesta aceptarlo en mi madre, pero me es muy fácil amarlo en el cuerpo de mi hijo. Cuando le vi por primera vez le dije: saliste morocho. La doctora creyó que era una queja pero era orgullo. A veces, solo a veces, me siento realmente en mi territorio, en esta mediterraneidad latente, en este clima marítimo de cigarras, de puerto, de mistral, de madre y de gente hablando fuerte. Mis pies se relajan cuando me bajo del avión y ellos pisan la tierra natal.


He sido dura con mi cuerpo, Siempre pensando que se iba a poner mejor para el verano y que solo a partir de ese momento lo iba a poder querer de verdad. Mi cuerpo y mi rostro están como atrapados entre el espejo y mi propia mirada. Vigilo mi cuerpo como desde un ojo que le exige y lo critica siempre. No le dejo relajarse. Nunca es suficiente. Hoy me vi en el espejo y por un instante olvidé que era yo y me encontré guapa, suficiente, con mi culo grande, mis caderas anchas y la marca de mi traje de baño. Qué paz por un día.


Ese cuerpo puede parir sin epidural y eso es un superpoder y es terrorífico. Ese cuerpo puede traer a viajeros del espacio. Pudo beber agua caliente del baño de la discoteca toda la noche porque no había para el trago a los 18. También puede abortar en el baño oscuro de un chifa de un suburbio de París. Puede equivocarse sobre a quién amar y puede bailar kuduro. Mi cuerpo tiene privilegios. Es válido y tiene el color adecuado para encontrar trabajo y casa fácilmente. Está en la norma. Fue sexualizado por los hombres en la calle desde muy temprano y, por suerte, con el tiempo cada vez menos, aunque no sé qué sentiré cuando me vuelva invisible a sus ojos. Espero que para entonces mi cuerpo sea feliz por ya no tener que responderles. Mi cuerpo tiene tatuado una anémona en el antebrazo izquierdo porque, ante el imposible retorno, yo decidí que iba a ser mi propia isla navegando entre dos continentes.

*Texto resultado del “Taller de escrituras familiares” de Gabriela Wiener, llevado a cabo en el Centro Cultural Benjamín Carrión, en Quito, marzo de 2022.




Lucía Villaruel (Marsella, Francia, 1987)

Comunicadora y gestora de proyectos culturales. Ha dirigido y coordinado proyectos en defensa de los derechos colectivos y del medioambiente, especializándose en el trabajo con organizaciones indígenas de la Amazonía. Es cofundadora de Sonidas, una plataforma sobre las mujeres en la música del Ecuador y de Tawna, Cine desde Territorio.

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