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Cuento

Los focos

Martín Torres

Número revista:

3

La luz llega temprano. Aparta, poco a poco, el silencio del huraño. Nunca llega sola. Hay pequeñas notas de cristal que se tocan rápidamente; son tambores hechos de membrana y huesos, como todos los demás. La luz desciende acompañada, llevándose los detalles en su nombre. Conserva las sombras, dobla sobre las esquinas. Su toque cálido se impregna y avanza. Cae lenta, enormemente, como se cae frente a las pérdidas cotidianas.


Él se deja despertar con un apuro más usual de lo que debería. Entre semana no importa tanto; por más que haya barullo, él no sale de su palco. Levanta el cuerpo usando sus brazos como si se arrastrara de las garras del sueño. Se desplaza por las arrugas de las sábanas: le gusta sentir sus antebrazos atrapados debajo de su almohada. El frío lo despierta, lo cobija dentro de la vigilia. Es un espacio incierto, como los cristales empañados de la ventana.


El hombre vive en un palco de fútbol y solo sale los domingos. Su cuerpo se estira despacio, pero violentamente. Deja escapar un gruñido con los ojos cerrados y mira al frío colgado en el techo. Ve las manchas de humedad, las grietas en ese cielo lejano y blanco; cuando llega, lo pinta todo. Lo acondiciona de a poco, con cada salida de domingo. Era un tipo cualquiera, casi se veía joven y pasaba bastante desapercibido: cabello negro, uñas cortas, ojos caídos y un par de cicatrices.


Se levanta. Hoy irá a caminar, se sentará un rato en algún lugar y comerá en un restaurante cerca de la Dependencia municipal N°3. Sabe lo que pedirá porque lo ha visitado antes. Almorzará algo, tomará té y un vaso de agua. Tal vez un helado después. Buscará dos focos que se le quemaron —uno ayer, otro el jueves— y verá personas en la calle. El huraño sonríe mientras llena de agua una olla, abre un refrigerador pequeño, saca un par de huevos y los pone a cocer. Se sienta a esperar el milagro de la alquimia y la silla se queja levemente. Ha pasado el tiempo.


Recuerda que hace algunos años, cuando todavía no vivía en el palco, sus despertares eran otros. El tiempo ha pasado, las personas se han convertido en recuerdos. Solía trabajar hasta la noche, salía y regresaba a una casa, cerca al noroeste. Los muelles se despertaban temprano, incluso más temprano que él. El olor a gasolina y pescado se sentía todo el día. En la noche, el movimiento se iba, pero quedaba el olor; igual que los arcoíris de aceite de motor y el graffitti en los edificios viejos: ocultos a plena vista; entre cemento, hollín, agua y sedimento.


El cielo no se despejaba sino hasta entrada la mañana. La luz era fría, eran otros despertares. Cronometrados, medidos, calculados, repentinos. Otros despertares. En otros días, en otras paredes y otra cama, frente a sus propios reflejos; al lavarse los dientes, al bañarse, al vestirse y al salir. Llaves, tantas llaves; de la entrada, del edificio, del automóvil, del cancel, de los archivos. Papeles viejos, documentos inflamables, notas al pie. Otros despertares.


El agua comienza a hervir. Las cáscaras chocan entre sí, contra la jarra. La manguera amarilla se desprende del tanque de gas como la lengua de una abeja, la llama azul se abre bocabajo y el huraño mira su cuarto iluminado a medias: una cama, un escritorio, un cuaderno y una mesa pequeña. La foto de su padre, viejo y sonriente, está llena de polvo. Sabe que está ahí, pero la delgada capa de pasado le evita verla. Es mejor así.


Las pilas de revistas son torres de babel con portadas emplasticadas y fotografías de jugadores a punto de patear un balón, de trofeos como castillos, de hombres en traje frente a micrófonos y cables. Ha decidido leerlas todas, una y otra vez hasta memorizarlas, transcribirlas desde su memoria y quemarlas una por una. Esa será su pequeña venganza, ese será su acto insignificante frente a los que lo agraviaron. Esa también será su herencia y su señal de partida.


Las primeras dos horas y media de la mañana transcurren entre el desayuno, el baño, la ropa y la limpieza del palco. Los aspersores se encienden y uno los puede escuchar en su traqueteo continuo. Largas conversaciones a destiempo, ese es el primer síntoma de todo lo que vendrá. El huraño se prepara para huir de las vuvuzelas rituales, de los graznidos de esas cabezas sin cuerpo, de los niños y de sus padres, de las historias olvidadas, reconstruidas como desfiles marciales. Vendrán las voces, los pasos, los silbidos, la multitud, miles de cabezas y bocas, miles de manos y vasos plásticos, la espuma de la cerveza y los platos llenos de grasa, las bolsas amarillas y los trozos de papel, desbordándose y arrastrándose como animales impulsivos, como perros hambrientos, ante el paso de los cuerpos en ropa deportiva y sandalias.


Los empleados del estadio saben que está ahí, solo un par de guardias hablan con él. «Pobre tipo», piensan «pero al menos tiene el palco». Eligen no meterse. No saben si es miedo o respeto, pero es lo que se le tiene a los fantasmas o a los santos. Alguna vez, el huraño les contó la historia del Padre Damián, el santo de los leprosos. Desde entonces, ya nadie le hace preguntas, aunque lo miran salir cada domingo desde hace tres años, como reloj, justo antes de que los primeros autos empiecen a llegar. Lo habían visto un par de veces antes, cuando su padre vivía, pero no era común. Su padre no podía faltar a ningún partido, siempre llegaba en auto y se lo veía cargando sus equipos, saludaba a todos y era de los últimos en irse.


El huraño siempre sale con ropa distinta, cuando hace sol lleva gafas oscuras y casi nunca lleva nada a cuestas, aunque suele regresar con bolsas plásticas o cajas. Ningún empleado sabe de su misión, aceptan su presencia como la de quien no está y nadie ha tenido nunca quejas de él. El trayecto entre el palco y la puerta de entrada le toma quinientos dieciocho pasos. Saluda en la puerta con un movimiento de la cabeza y una sonrisa. A veces solo pasa de largo y aprovecha el inicio del trajín para pasar por el torniquete.


Camina hasta la tercera y Bolívar. Recuerda su vida con la seguridad y envidia con la que los abogados de los directivos lo miraron mientras le decían que su padre tenía seguro, que descontarían algunos gastos, pero que quedaba bastante, considerándolo todo. Le hablaban como a un muchacho, como si hubiera heredado un trono que nadie recordaría jamás. A algunos los conocía, a otros no los recuerda, pero recuerda su arrogancia. La enfermedad es una cosa terrible, repentina, todos mueren muy jóvenes o se van, pero su padre no. Él era indispensable, un trabajador incansable, amigo de todos, heredero de nadie, primero en la línea, pero hay quien cobra más barato. Recuerda la condescendencia con la que hablaban de negocios mientras le daban el pésame; cuestión de derechos de autor, hay que renovar los formatos de la revista, hoy todo se hace de otra forma, el papel ya no vende, ya nada es de nadie. Recuerda que sabía del palco, pero que su padre nunca lo llevó.


Los semáforos cambian, los vendedores de camisetas, sombreros, llaveros y cornetas quedan atrás. El tráfico se acumula mientras él se aleja del estadio. Mastica palabras ajenas y las deja salir con sorna cada tanto: «no sé qué podemos hacer por ti», «la enfermedad es una cosa terrible», «debes firmar estos documentos», «vaciar la oficina», «hay que mirar hacia adelante», «no vamos a incluir las fotos», «no es nada personal». Las repite tan fuerte dentro de sí que escapan por su boca y se riegan en la estela que deja detrás.


Piensa en los focos que debe comprar, en si debería comprar repuestos. Se palpa el bolsillo de golpe, como si hubiera muerto por un segundo. Se ve regresando al palco, incómodo y avergonzado. Ve el papel y las bolsas, los platos y la espuma, las bocas, las cabezas, la multitud, los silbidos y los pasos. Imagina las voces. Se ve fingir. Vuelve en sí al sentir la forma de la billetera y sigue caminando. Trata de disimular el susto, no sabe bien para qué; su propio sobresalto le divierte. Mira la esquina y ve las puertas abiertas.


Recuerda las filas en las que nunca se formó, recuerda a su padre saliendo temprano al trabajo, recuerda cambiar el canal cuando pasaban los partidos por televisión, recuerda oscurecer con rayas furiosas su cara en todos los retratos familiares. No le gustaron nunca las fotografías. Le parecen esfuerzos inútiles por detener el tiempo, y él sabe que esa no es la empresa de los hombres que quieren ser recordados, sino de los que quieren recordar, vivir por siempre.


Camina por los pasillos y siente la necesidad de tocar los anaqueles, de deslizar sus dedos por los cartones de color azul, negro, amarillo y blanco. Quiere meter las manos en los clavos y revolver los tornillos y las tuercas, mancharse con ese aroma metálico y desparramarlo en la pulcritud silenciosa del piso, romper los candelabros con los botes de pintura, ahorcar a los cajeros con una de las mangueras verdes, enrolladas como lenguas de camaleón. Encuentra los focos, toma un paquete de cuatro y se dirige a pagar. Lo ve deslizarse, inmóvil sobre la banda negra y sus bordes de aluminio. El huraño observa la etiqueta plastificada con el nombre del cajero. Se despliega sobre su chaleco como si la identidad fuera un logro, una medalla. Enrique toma el paquete y lo decodifica con la luz roja. Parece un tipo despierto, ansioso por cumplir su trabajo y que lo dejen en paz.


Saca dos billetes y recibe el cambio. Gracias, tenga un buen día. Las palabras se dicen, pero no se aferran a nada; estas palabras tampoco flotan, tan solo desaparecen. El huraño las masculla y escupe al salir del lugar. El gesto no significa nada, es solo un hábito ajeno también, difícil de quitarse. Los focos lo miran desde el paquete y sienten lástima. «Pobre tipo», piensan. Son solo cabezas y cuellos, sin ojos, sin bocas, sin oídos. Sin voz.


Mientras camina al restaurante, los focos tintinean entre ellos en un lenguaje secreto, incierto. El cristal enroscado baila en su pequeña habitación de cartón. Casi es mediodía y el sol sigue tímido, como si las horas lejos del palco transcurrieran con más lentitud que los pasos del huraño. Comienza a sentir cansancio, el hambre nace de su vientre y sube por su garganta. La siente entre las encías y la lengua, la saborea en la saliva que traga para devolverla a sus adentros.


Piensa en su palco. Recuerda haber renunciado a todo y a todos con la muerte de su padre. Recuerda por qué decidió mudarse al palco en primer lugar. Recuerda las caras de todos sus conocidos, lo fácil que fue olvidarlas y lo difícil que fue dejar de pensar en ellas cuando su rencor todavía estaba tierno. No se lo explicó a nadie, así que nadie lo entendió.


Los primeros días fueron difíciles. Sentía que demasiadas cosas le hacían falta. El ritmo de su vida había sido el mismo durante muchos años: una larga sucesión de horas y días, experiencias y citas que atender, recuerdos almacenados en algún lugar al que no podía entrar o del que no podía salir. Al cruzar la puerta del restaurante, saluda al dueño y a un par de meseros. Camina hasta su lugar preferido cerca del ventanal y sus ojos saltan de peatón a vehículo, de vehículo a ventana, y de ventana al vacío. La música del restaurante rebota de cuadro en cuadro, entre las cortinas y la madera de la mesa bajo la caja registradora.


Cuando lo despidieron de su trabajo, la crisis había golpeado nuevamente. La salud de su padre se iba de gota en gota y su trabajo era cada vez más difícil de hacer. El huraño no había hablado en varios años con él; tampoco tenía la intención de hacerlo cuando lo llamaron del Club Deportivo. Le recordaron que su padre era terco, que no paraba de trabajar; «tú debes saber cómo es, cómo se pone», «deberías cuidar de él, los años no pasan en vano», le susurraron, como pidiendo que se lleve al hombre enfermo al bosque y que traiga el cadáver limpiado por las mandíbulas minúsculas de la vida en la muerte. Así sirven más las estatuas, así se retoca un legado, así se facilita el olvido, como reemplazo y sepulturero de la verdad.


Todo el trabajo de su padre, todas las fotografías a lo largo de los años, las portadas, las fotos que reemplazaron sus recuerdos, la historia dividida en momentos de 21 por 29.7 centímetros, sería borrado de un plumazo. El Club Deportivo quería renovar su imagen institucional, «dar el salto al mundo digital», y para eso no necesitaban más del trabajo del «trabajador incansable, amigo de todos, heredero de nadie, primero en la línea»: «Le vamos a pagar las últimas fotos que haga, pero en este punto es más una ayuda para él, una muestra de respeto».


Él sabía que no tenía otra opción; no podría mantener su departamento por mucho tiempo y menos sin ahorros, menos sin trabajo. Si cuidaba de su padre, al menos podría quedarse con él y no tenían que hablarse o ponerse al tanto de nada: ambos estaban solos. Además, el viejo siempre fue demasiado necio como para admitir su odio. Prefería enmascararlo con palabras recicladas cuando brindaba o cuando le preguntaban por su hijo, pero nunca en su presencia.


El mesero se amarra el delantal mientras camina y abre una libreta pequeña. Menú 3, ¿algo para tomar? ¿Con hielo o al clima? ¿Mineral o natural? El té caliente, después del plato fuerte. Los focos miran al huraño perderse en el indescifrable escrutinio de su vida. El restaurante está vacío, pero los indigentes pasan de largo: la policía no permite mendigar, al menos no en esta zona. Cualquier violación de la ley supone un destierro hacia la burocracia o el soborno. No se sabe qué pasa en el caso de los indigentes, su existencia se considera delito flagrante.


Le traen los cubiertos y los acomodan en los extremos del individual de papel reciclado. Si él no quemara las revistas que sacó de la oficina de su padre, sentiría que su trabajo no está completo, que lo acecha detrás de cualquier cartón con las tres flechas que no llevan a ningún lugar. No podría vivir en paz. No debe quedar ni una huella. No por el papel, ni por la tinta, sino por las imágenes que su padre le robó al tiempo. Él se asegurará de que nadie pueda devolverlas nuevamente, las borrará tres veces: una de la revista, otra de la transcripción y, una última, de su memoria. Miserable. Miserables todos.


Los focos lo conocen desde hace un par de horas y ya se sorprenden. «Pobre tipo», se murmuran unos a otros, «ojalá no se vuele los sesos o algo así». El huraño mastica el primer bocado y el bolo pastoso resbala por su garganta. El hambre tiene un momento de brillo y luego se apaga lentamente: del incendio ya no queda más que la mancha humeante. Las muelas se cubren de pequeños trozos de hierba y desaparecen arrastrados por los movimientos ciegos, casi automáticos de la carne y los músculos.


Afuera, las hojas de los arbustos reptan panza abajo en un marrón polvoriento y ramas secas. El viento anuncia la lluvia. El huraño espera pacientemente después de comer. El mesero, distraído en su propio silencio y la música de fondo, lo mira y se apura a llevarle el té caliente. Vehículo, peatón, perros. El líquido llena el vasito de cristal y lo empaña con la misma facilidad con la que, ya lejos, el estadio empieza a vaciarse.


Siente el calor en la punta de la lengua, piensa que así se deben sentir los gatos cuando se limpian. Se imagina las púas por debajo y por dentro, las escucha tintinear contra los dientes y colmillos.


Antes de que tuviera que pedir la misericordia de su padre, la enfermedad se lo llevó hasta que no quedó más que su último aliento. Las noticias llegaron un par de días después y, al día siguiente de la última entrevista con los abogados del Club, el huraño devolvió el departamento de su padre a la inquilina. Con ella no cruzó palabra más que por teléfono en un par de ocasiones. Se mudó de inmediato al palco, sin importarle cuánto tiempo quedaba de alquiler. Recuerda el olor amargo del humo que vivía en la alfombra: recuerda todavía haber salvado únicamente a la foto de su padre, sonriente y cámara en mano.


Todo lo demás lo dejó en la acera: cajas con cámaras viejas, ropa empacada, utensilios de cocina, libros, dos abrigos, muebles, una cama desarmada, varios paraguas, parafernalia del Club y tonterías de plástico, dos radios y una televisión. Prefería entregarlo a la voluntad de los saqueadores, a la velocidad de una trituradora o a las entrañas de una montaña de basura en algún relleno sanitario con nombre de hombre ilustre.


Se levanta, paga justo y se despide. En el umbral de la entrada, mira hacia el cielo como quien reconoce un mapa viejo. Debe empezar su camino de vuelta si quiere sortear la lluvia. Su cuerpo se arroja para adelante y los pasos comienzan a suceder debajo de él. La tierra se mueve, los paisajes se vuelven familiares. Las puertas de metal y los números de las casas tienen sucesiones misteriosas que no entiende; se divierte contándolos como si no supiera lo que son. Su respiración se corta y siente sus vísceras desapareciendo su almuerzo como se desaparece la leña dentro de la caldera.


Recuerda las primeras dificultades en el palco, recuerda a los guardias cuando vieron llegar el taxi con las pocas cosas que llevó de su propio departamento y la maleta de ropa. Le pidió ayuda a un conserje más viejo que su padre que le ayude a cargar las revistas desde la oficina hasta el palco. Hicieron falta dos viajes entre los dos para transportar las columnas de páginas encoladas. Cada número estaba envuelto en su lámina de plástico: su padre nunca los abrió, sólo los recibió con la modestia de quien cumple su deber y la arrogancia de quien se cree perpetuo. Recuerda sus propios saltos de fe, sus apuestas perdidas y sus decisiones implacables. Recuerda su voluntad doblarse pero no romperse, el bullicio de las bocas, las cabezas, la multitud, los silbidos en los partidos entresemana o en las noches, recuerda los dolores de espalda al encorvarse frente a las revistas y repetir cada oración en voz alta. Le costó acostumbrarse a salir solo los domingos, le costó no arrodillarse ante su propio altar.


Los semáforos vuelven a cambiar. El sudor se acumula sobre su labio superior y en el borde del cabello, pero sus piernas se mueven con la precisión de las manijas del reloj. Pequeñas gotas aparecen en el suelo como un sarpullido opaco. En las afueras del estadio, los automóviles se estancan como bestias torpes, uno detrás de otro. El río de mercaderes y aficionados se dispersa para refugiarse de la lluvia y el huraño trata de evitarlos por la puerta del estacionamiento. El cemento pintado de verde y blanco le recuerda, ahora que está en casa, que no falta mucho para llegar a su palco.


Sube gradas, gira por esquinas, evita otras. Todavía hay algunas personas. Busca dentro de su bolsillo las llaves del palco y las empuña por la premura de llegar. Una vez frente a su puerta, falla en darle a la cerradura un par de veces. Gira la perilla, entra y cierra de golpe. Sus manos sudan, su respiración se escucha en todo el cuarto, la penumbra de la habitación y las llaves en su mano le hacen caer en cuenta. Los focos, recién acomodados en la mesa de la caja registradora por el dueño del restaurante, se repiten unos a otros: «Pobre tipo». La luz también se va temprano. Tendrá que esperar siete noches, en la oscuridad, hasta el próximo domingo.

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