Narrativa
Moridero aumentado 5
Mario Bellatín
Número revista:
7
Todo pareció comenzar en la costa, cuando un grupo de pescadores se apartó del poblado del que eran originarios y se vinculó de una manera poco frecuente, singular, abyecta, con los mamíferos marinos de esas regiones. Por eso fueron considerados los apestados, los enfermos, los que estaban condenados a seguir un destino alejado de los demás. Durante algunos años vivieron confinados en cuevas, se alimentaban de cosas que arrojaba el mar. No eran admitidos en las poblaciones. Parecía tratarse de un grupo similar a los Frikis, quienes, cansados de deambular por las urbes, decidieron ser ingresados en una institución para morir en la mejor de las condiciones posibles. En una institución llamada Los Cocos, donde recluían a los apestados, los que transmitían enfermedades. Una institución que, por alguna razón —tal vez por la condena internacional que provocaba la existencia de un lugar semejante en el mundo, regulado por el Estado, además—, daba a los internos condiciones de vida de las que carecían la mayor parte de los habitantes. Era el mismo régimen en que habitaba la guía de turistas, quien fue obligada a permanecer encerrada en su departamento el tiempo que fuera necesario. Por ese motivo, por contar con condiciones de vida privilegiadas, los Frikis tomaron la determinación de contagiarse con la sangre de los recluidos. Colocando las venas de sus brazos contra la alambrada de la institución, recibieron las jeringas con la sangre mezclada de los que estaban dentro. Era la única manera de pasar sus últimos años de vida sin pensar en nada. Eso sí, para recibir esa sangre, que ellos a su vez donarían cuando se consumase el contagio, debían dar como pago medicamentos psicotrópicos que debían robar de los almacenes farmacéuticos oficiales. Una vez dentro, se sabe que iban a realizar el mismo trueque de sangre por medicamentos, analgésicos, sedantes y sustancias anestésicas. Pero Dorila provenía de los otros apestados, de los que vivían en las cuevas, de aquellos que tenían a los mamíferos marinos como fetiche. Dorila huyó de ese encierro cuando un hombre, Don Santos, se la llevó a vivir a la ciudad capital, donde debía hacerse cargo de un bar situado en el centro. Ese mismo hombre fue quien la obligó a aceptar la custodia de Andresito, el niño que murió apuñalado mientras dormía en una caja de cartón colocada debajo del mostrador donde Dorila atendía a los clientes. Al principio, Dorila le mostró el niño a Aura la Poeta, pero ella no se interesó en su adopción. En ese tiempo, Aura se sentía sumamente satisfecha siendo la madre temporal de los gemelos Kuhn. Además, Aura la Poeta no encontró nada particular en el aspecto de Andresito. No era deforme ni tullido. Tampoco tenía los órganos sexuales inmensos, como el que era exhibido por su madre en unos baños públicos de los alrededores. Tampoco contaba con las características del joven filósofo, aquel que se prostituía en las noches, quien incluso fue considerado parte del grupo de los Pamelitas, sobre todo en la época en que debió servir a los devotés, aquellos que se solazaban con las imperfecciones físicas. Gracias al dinero de los devotés, el joven filósofo pudo llegar hasta el gabinete del científico Olaf Zumfelde, de donde fue echado de manera brusca por la asistente, quien le advirtió que su nacimiento no había sido sino una estafa por la cual no recibiría ninguna compensación. Con el dinero de los devotés regresó a su zona de origen, donde uno de sus mayores placeres consistió en asistir y quedarse dormido en los baños de vapor. En unos baños parecidos, quizás, a los salones de belleza que instaló un pedagogo. O parecidos, quizá también, a las cabinas de sexo que se diseminaban por la ciudad, de las cuales, antes de conseguir un perico macareño que logró revivir una fría mañana de invierno, era también cliente habitual. Mientras el filósofo travesti intentaba salvar la vida del perico macareño, el escritor con quien estaba reunido era incapaz de ocultar su nerviosismo. No eran, a esa hora, confiables las noticias sobre la matanza ocurrida la tarde anterior, domingo, mientras un grupo de subversivos y sus familias celebraban una fiesta popular. El escritor no se acordaba de la fecha, a qué poblado del interior estaba dedicada la celebración, cómo se habría llevado a cabo la ceremonia. A esa hora de la mañana, con el perico macareño moribundo, un perico que era tratado de ser salvado con una receta aprendida en un texto de Akutagawa, todo era aún confuso. El escritor temía que en aquella ceremonia hubiera estado presente algún compañero de milicia de su esposa. Incluso le confesó que a primera hora temió por la presencia de su hijo, pero aquello estuvo descartado, pues temprano esa mañana el propio hijo había sido su informante de los sucesos. Entre los nuestros había conocidos del hijo. Nadie que el escritor hubiera visto jamás. Sujetos que habían sido compañeros de barcaza en la vieja nave en que los domingos los trasladaban a la isla, a visitar a los terroristas confinados. Para ese entonces, la isla ya había sido arrasada por los ataques de la fuerza aérea. La esposa del escritor ya había muerto. El filósofo travesti había asistido, incluso, a su entierro. Había hecho guardia al lado del cadáver, del ataúd de aquella mujer perteneciente a una organización genocida. El escritor trataba, quizá como un homenaje a su esposa muerta, de contar la otra parte de la historia. Mostrar, de alguna manera, que nadie era inocente ni culpable dentro de esa masacre enloquecida. Mientras tanto, el perico macareño daba leves señales de vida a medida que iba ingiriendo el té que el filósofo le ofrecía con un gotero. Se había tomado el tiempo de llevar el líquido en un pequeño termo. A la mujer solo la reconocieron por un pequeño reloj que llevaba en la muñeca. El fin de semana anterior al ataque de las fuerzas armadas, el hijo se lo había llevado como regalo. Eso nos dijo el escritor durante las exequias. Que luego del gran ataque, los sobrevivientes habían enterrado allí mismo a las víctimas, y que luego, tras varios días, aquellos muertos se habían atrincherado impidiendo la entrada por tierra de las fuerzas del orden. Los atrincherados no eran muertos sino sobrevivientes, corrigió el escritor, pero para el caso era casi lo mismo, pues fueron asesinados poco después, cuando los batallones los obligaron a tenderse en el suelo boca abajo para ser rematados con un tiro en la nuca. Fue recién entonces que desenterraron a la esposa del escritor. Pasaron varios días antes de que entregaran los cuerpos, irreconocibles, a los familiares. El reloj pulsera había sido un regalo por el Día de la Madre. Fue ese reloj la pieza clave de la identificación. Cuando llegó al panteón una camioneta negra, cerrada, el filósofo travesti sintió el olor de la putrefacción. Aquel día, poco antes de que el cuerpo fuera introducido al horno crematorio, apareció en el cementerio Aura la Poeta, la madre adoptiva de los gemelos Kuhn, quien había conocido muy de cerca a la mujer muerta cuando estaba libre y frecuentaba el bar de Dorila. Empezó a exaltar las cualidades de la difunta. Señaló que quizás era responsable de decenas de muertes, pero que su conducta siempre estuvo guiada por su amor a los demás. Prueba de ello era que le constaba que cada vez que alguien le daba algún obsequio, de inmediato se lo daba a alguien que pudiera necesitarlo más. ¿Qué se busca desde una escritura donde el fragmento de las jornadas busca crear una serie de nuevos sentidos? Sentidos que no son más que maneras de constatar la infatigable manía, incesante, de limpiar en forma compulsiva los cuerpos. Del desollamiento en vida. De las peregrinaciones, año tras año, a los cementerios para constatar que del cadáver entregado a la tierra en el momento de la sepultura no queda ya ni un solo jirón de carne. Que los huesos se encuentran a la vista, mostrando todo su esplendor. Quizá por eso la importancia que tiene, en nuestros días, dejar los cadáveres abandonados en medio del desierto. Sujetos a la nada, transparentes, a merced de un pulido de cuerpo sutil, delicado, capaz de crear un contraste brutal con la furia con la que esos mismos cuerpos debieron afrontar la vida. De allí la importancia de los Placeres, de aquellos baños públicos donde la desnudez de los cuerpos se mostraba de manera colectiva, como si existiese una conversación secreta, íntima, entre esos cuerpos despojados tanto de la vida como de la muerte. Una comunicación que se ve extendida en los cientos de carteles, afiches, avisos, letreros, colgados en los lugares más inusitados, donde se muestran los rostros de las personas no halladas. De aquellas que alguna vez sonrieron para la imagen en la que quedaron eternizadas. En aquellos carteles que ya nadie ve. En esos pósters donde se muestra siempre a una misma persona, repetida a sí misma en una diferencia que se vuelve uniforme. Precisamente en esos papeles pegados en los postes de luz, en los muros interminables de aquellas fábricas, en las gasolineras que aparecen en los caminos. En los árboles que marcan la diferencia entre un sendero y otro. Los caminantes, los migrantes, los nómades de todos los tiempos suelen detenerse allí, desorientados. En esos puntos de espera donde nunca nadie aparecerá. La desaparición inminente. La matanza colectiva. La enfermedad de los transeúntes. El sello de lo no destinado a ningún fin. El ser de uno mismo preparándose para ser la imagen de algún cartel. Un papel que mostrará de manera evidente la corrupción de la carne. Los dientes arrancados. Los ojos tasajeados sin piedad. La piel extraída de cuajo. ¿Qué se busca desde una escritura donde el fragmento de las jornadas crea una suerte de nuevos sentidos? Sentidos que no son otra cosa sino constatar la presencia infatigable, incesante, de la limpieza compulsiva de los cuerpos. Del desollamiento en vida. De ir, año tras año, a los cementerios hasta constatar que del cadáver entregado a la tierra no queda ni una partícula de carne. Que los huesos se encuentran a la vista, en su mayor esplendor. Allí está presente, quizá, la importancia de dejar abandonados los cuerpos en medio del desierto. Sujetos a una nada transparente, sutil, a un pulido de cuerpos delicado, capaz de crear un contraste brutal con la furia con la que esos mismos cuerpos debieron afrontar sus circunstancias cuando aún se encontraban con vida. De allí la importancia de los Placeres, de aquellos baños públicos donde la desnudez de los cuerpos se mostraba de manera colectiva. Como si hubiera una conversación secreta, íntima, entre los cuerpos despojados, tanto entre los que cuentan con vida como con los que no. Una comunicación que se ve extendida en los cientos de carteles colgados en los lugares más inusitados, donde se muestran los rostros de las personas no halladas. De aquellas que alguna vez sonrieron para crear la imagen en la que quedaron eternizadas. En aquellos carteles que nadie ve. En esos pósters donde se muestra siempre a una misma persona, a pesar de que son cientos. Todas iguales. Desgarradas por la acción del clima. Repetidas hasta el infinito en su desaparición. Precisamente en esos papeles pegados en los postes de luz, en los muros de aquellas fábricas gigantes y anónimas, en las gasolineras que van apareciendo a lo largo del camino. En los árboles que marcan la diferencia entre un sendero y otro. En esos puntos donde se cruzan los destinos. Donde muchas veces los caminantes, los migrantes, los nómadas de todos los tiempos tomaron un respiro. Donde suelen quedarse estáticos, ensimismados, desorientados. Puntos de espera de algo o de alguien que nunca aparecerá.
Solicité a Bellatín que colaborara con un texto de narrativa breve para una revista literaria ecuatoriana en la que estoy colaborando muy de lejos. Me respondió que lo haría, pero que le insistiera cada tanto porque tenía mucho trabajo. Casi un mes y medio después, Bellatín me envió un mensaje de WhatsApp en el que me decía que había escrito un texto a máquina de escribir y que lo había transcrito en su Iphone. Inmediatamente después de ese mensaje, me llegó uno muchísimo más extenso. Más extenso aún que cualquier otro que haya recibido o leído en mi vida como usuario de WhatsApp. Esta es la transcripción de dicho mensaje.
-Camilo Sánchez, colaborador de la sección Narrativa.