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Cuento

Sinapsis

Luis Felipe Sánchez

Número revista:

2

Ricardo Klement, acodado en la barandilla del buque Guiovanna C., sacó de un bolsillo de su gabán gris una libreta pequeña y leyó:


3 000 000 judíos polacos


530 000 judíos ucranianos


420 000 judíos alemanes


1 000 000 judíos rusos


125 000 judíos franceses




Al final, con un lápiz añadió:


100 000 judíos holandeses




Trazó una línea horizontal con ánimo de hacer el total pero no lo hizo. Arrancó la hoja y se dio a la tarea de construir un barquito de papel. Lo lanzó hacia el mar y lo vio caer dibujando elipses hasta tocar el agua. El azul inmenso devoró el papel. Varias personas paseaban de acá para allá por los andenes del buque y se acodaban al igual que Klement para ver la puesta de sol, un tanto más fosforescente en el hemisferio austral. Klement evitaba entablar conversación con la tripulación, así que, conforme la gente se agolpaba al pretil de acero, él retornaba a su camarote.


Además de su gabán, llevaba una bufanda ajedrezada que ocultaba la mitad de su cara. La otra mitad estaba cubierta con unos lentes de montura gruesa a la moda de entonces, donde bailaban unos ojillos apenas trazados. Traía puesto un pantalón de casimir negro algo gastado en las rodillas. Su maleta, de la que no se desprendía nunca, era de cuero marrón. Dentro llevaba mudadas para tres días, una navaja suiza, documentos falsos, una pistola Walter PPK cargada, que le servía ahora más como amuleto que como arma (él como tantos jerarcas nazis llegó a convencerse de que quien portaba una se hacía invisible. Jamás la disparó contra judíos) y un diccionario alemán-español destinado a construir una memoria que no poseía.


A la mañana siguiente, 14 de julio de 1950, desde las tres de la tarde, el Guiovanna C. tenía frente a sí una sucesión de bloques grises que se dibujaban contra una luz mortecina, lateral. Era Buenos Aires. Una vez que el buque se acoderó en el muelle, un joven clérigo lo esperaba ya en el puente mismo de descarga; este logró que Klement sorteara rápidamente la tramitología de aduana.


—Soy el padre Cabré —dijo estrechando la mano a Klement—, diácono en Almagro, el padre Pertuner y el padre Dömöter le mandan saludos y un poco de efectivo, no pueden hacer nada más por usted, mi querido amigo.


—Se lo agradezco —dijo Klement aceptando los billetes y ofreciéndole un cigarrillo a lo cual el padre se rehusó. Habría querido hacerle más preguntas, resolver ciertos asuntos, hablarle con franqueza de su situación, pero su español aún no era lo suficientemente bueno para colmar sus ideas.


Caminaron unas calles y luego se despidieron. Klement esperó fumando de pie que la silueta del padre se perdiera entre la muchedumbre que a esa hora menudeaba por el malecón. Respiró el salitre, inspeccionó de una sola ojeada las calles por donde haría su ingreso al anonimato y seleccionó una al azar, distinta eso sí a la que había escogido el padre. Caminó varias cuadras y alquiló un pequeño cuarto de hotel en la calle Voltaire. Por la noche, a la luz de una pequeña lámpara y equipado con dos cajetillas de cigarrillos, estudiaba español hasta muy entrada la madrugada. Anotaba las conjugaciones de los verbos más comunes y practicaba enlaces sintácticos, oraciones, diálogos triviales. Sabía que el contacto con el medio mejoraría su pronunciación. Cuando trabajaba en las SS había aprendido hebreo, la lengua del enemigo. Nadie como él comprendía que una guerra se ganaba con el caballo de Troya: conociendo al enemigo por dentro. Aprender rápidamente lenguas y captar los matices de los acentos lo volvía camaleónico, con un poco de teatralidad podía convertirse en judío polaco, por ejemplo; de ese modo había podido sobrevivir estos últimos años desde el fin de la guerra.


Otra cualidad que lo hacía inexpugnable era el hecho de que había estudiado todos los mapas de caminos, vías férreas y marítimas europeas. Se conocía de memoria la orografía y el trazado urbano de las principales ciudades, esto le permitió, posteriormente, huir y escabullirse sin mayor problema de la cacería antinazi.


Estas ventajas formaban parte, de un modo u otro, de su anormal deseo de documentarlo y copiarlo todo (Klement era una máquina burocrática, capaz de ver una fisura tediosa allí donde otros veían un acabado perfecto); había creado, incluso, la oficina IV B4 que centralizaba toda documentación inculpatoria. De ese modo la tarea de borrar toda fotografía, firma, documento donde estuviese su verdadero nombre se volvía fácil. Además, su memoria era capaz de recordar los apellidos judíos que faltaban en el censo hecho en algún pueblito de la Baja Normandía. Era amante de las matemáticas, de la estadística, de la planificación y del perfeccionamiento de procesos, leía todo cuanto podía de Kantoróvich para que su sistema de transporte, censo, manutención y aniquilación de judíos funcionara como una pieza de relojería. ¿Sería acaso esta misma minuciosidad la que lo llevó a encontrar una ruta de salvación a través de los mandos medios de la Iglesia católica, en Roma, donde pudo conseguir visado falso y nueva identidad? Ahora, en Argentina, su primera tarea consistiría en crear la documentación necesaria para definir esa identidad nueva: un currículum, una trayectoria, títulos profesionales, contratos, etc.


Desde el día siguiente a su llegada, se dedicó a conocer la ciudad, a hacer rápidos croquis en papeles sueltos, a ubicar puntos referenciales y adquirir rápidamente usos argentinos. Se propuso escuchar tangos, cebar mates, preferir el bife parrillero como parte de un disfraz prolongado. Halló una agencia de correos donde se puso a despachar correspondencia y giros de dinero a su familia que había quedado en Bad Aussee. Llegar a Buenos Aires representaba haber superado lo peor. Tan solo le restaba encontrar trabajo y traer a su familia.


Pasaron los años, 1951, 1952, 1953, su otrora eficacia administrativa no tenía asidero. Sin la obediencia ciega de sus subalternos y la implacable savia de las líneas de mando, era un don nadie. Los trabajos más anodinos se le volvían complicados, toscos, inconcebibles. Fracasaba frecuentemente ya sea como peón en granjas, en minas auríferas, en empleos esporádicos. Por otro lado, se había convertido en un ahorrador empedernido. Antaño había tenido la suerte de derrochar. El despilfarro del dinero era, según su opinión, el mejor de los placeres, no los objetos que procura, sino el derroche en sí mismo, el gesto. Como Obersturmbannführer de las SS, enseñaba a sus subalternos que solo aquel que había gastado grandes sumas de dinero tenía el derecho de matar a un judío. Y aquel que es capaz de hacerlo en una simple vanidad hace posible la ficción del paraíso. Locuras por el estilo eran comunes en los altos rangos de las SS y se iban filtrando hacia los subordinados a manera de preceptos, de patrones de conducta. La fantasía hacía mella en la psicología de los soldados y esto a la postre redundaba en un mesianismo general.


Su locura por el archivo no lo abandonó en Buenos Aires; había llenado varias carpetas con recortes de periódicos sobre la guerra mundial. Subrayaba todo lo que decían de él. Seguía de cerca las pesquisas del Mossad que había atrapado y condenado ya a Rudolf Höss, Gustav Krupp, Wilhelm Keitel, el despiadado Boger. Sus antiguos superiores y camaradas lo habían hecho responsable de las más propincuas atrocidades. Con Hitler, Goebbels y Himmler muertos, él se había convertido en el hombre más buscado del mundo. Se lo mentaba en las noticias como un genio del mal, creador de los campos de concentración y del sistema de conducción y exterminio que seguían sobrecogiendo al mundo año tras año, dejando en vez de una estela de recuerdos que van a morir en el olvido, una singular llaga que no cicatrizaba. Sí, la apoteosis administrativa de los campos de concentración era sin lugar a duda el techo de la maldad humana, más allá de eso estaba él, personificándolo todo. Pero cualquiera que se lo imaginara viviendo insignificantemente en Argentina, donde el fárrago de su existencia pasada contrastaba con la excesiva tranquilidad de la pampa, era tal vez tanto o más apabullante que la misma locura de la guerra.


Su español había mejorado, pero aún era un tanto estándar, no usaba coloquialismos argentinos aún, aunque su acento ya iba adquiriendo las cadencias típicas. Sabía que la mejor forma de aumentar su léxico era la lectura, así que compraba todas las mañanas el periódico en los quioscos de su barrio, además de libros de literatura, matemáticas y cómics. Se mudaba de cuartos frecuentemente aun cuando no hiciera falta. Trataba de moverse siempre, esto era ya una seña especial de su conducta. Fluctuaba de la ciudad a la pampa o viceversa, iba de provincia en provincia tratando tal vez de reproducir una itinerancia parecida a la que antes hiciera entre Polonia, Berlín y Budapest. No hacía amigos. Apenas percibía una amistad sincera en el ambiente en que vivía, se despedía sin dejar rastro.


Este trajinar que vivió luego de la derrota alemana hizo que su aspecto físico fuera cambiando, le sobrevino calvicie, sus arrugas se acentuaron y dieron a sus facciones rasgos enjutos, amargos, comenzó a usar lentes de montura gruesa. Siendo, si cabía decirlo, joven, había contraído todo el aspecto cadavérico de un Hermann Hesse. Su vestir era sobrio, pero sus gestos denotaban algo dandy, dentro ya de lo caricaturesco. Andaba siempre con abrigo, no importaba si hiciese sol, y bajo ningún motivo se desnudaba. Incluso con su esposa guardaba un inmenso pudor por la esvástica tatuada en su brazo izquierdo. Se habituó a caminar a pie o tomar el micro, evitaba los taxis, y no le molestaba zambullirse en aglomeraciones, el anonimato poseía su encanto. Tanto había cambiado, que cuando su esposa Veronika Liebl y sus hijos Klaus, Horst Adolf y Dieter Helmut se reunieron con él en 1952 pudo sostener sin problemas que era el tío Ricardo Klement quien los acogía. Era un doble teatro, fingir que no era padre, fingir que no era nazi. Para ello, había incinerado ya la carpeta con el monitoreo cabal de los juicios de Núremberg. En los años siguientes, nacería ya en tierras argentinas su último vástago: Ricardo. Inevitablemente tuvo que refugiarse con ahínco en su papel de tío ejemplar. Su vida privada era un búnker. Cualquiera que lo hubiese abordado podría haber jurado que llevaba un matrimonio perfecto. Había dejado de ser mujeriego y eso era ya un avance significativo. Antaño se había mostrado débil frente a la duquesa Mari Moshembaher, y en general frente a toda mujer. En Argentina, tuvo miedo de cultivar una amistad cariñosa con Isabel Peretti, no por la afrenta de la traición en sí, sino porque sabía que solo una mujer podía hacerlo sucumbir ante la tentación de revelar su identidad.


En ocasiones se cruzaba por la calle con excamaradas o exsubalternos nazis que no lo reconocían. Ya no necesitaba siquiera cambiar de acera, bajarse el sombrero, se había convertido en lo que siempre temió: uno de ellos. Evitaba, eso sí, la compañía de judíos alemanes o polacos; toleraba sin demasiado escándalo la proterva comparación de Perón con Hitler, salido de la boca de algún bonaerense ebrio.


En una ocasión reconoció a un subalterno que silbaba un himno nazi dentro de una librería, se lo llevó hasta una bocacalle y en la oscuridad de una medianera lo abofeteó. Luego de hacerlo, el chico lo reconoció, lo abrazó llorando y estuvo a punto de hacerle el saludo marcial. Asimismo, en una tarde del 55, fue testigo de la lapidación de un exnazi y el abandono de su cuerpo junto con los intestinos de una vaca recién faenada. Conservaba, no obstante, aún cierta esperanza en el renacimiento del Tercer Reich. Inculcaba en sus hijos, tal vez inconscientemente, la aversión a los judíos y la fidelidad a una voz de mando. No guardaba reparos morales, en el fondo él odiaba a todo aquel que rechazara los ideales del Tercer Reich, fueran judíos o no.


Sería aproximadamente en el invierno de 1956 cuando llegó a sus manos el libro Ficciones de Jorge Luis Borges que había adquirido notoriedad por entonces. Lo había comprado en una pequeña librería de la calle Reconquista. Leyó la mayoría de sus cuentos en los estrechos asientos del micro, cuando emprendía su trayecto al trabajo. Uno de los cuentos del volumen le llamó la atención, “Deutsches Requiem”, que poseía un epígrafe falso (de traducción incierta, probablemente un juego fraguado por el mismo Borges) del libro de Job. Su protagonista, un nazi filósofo, llamado Otto zur Linde, repasa sus últimas horas antes de su ejecución. Escrito en primera persona, el cuento oculta en realidad un ensayo donde se van engarzando una serie de reflexiones acerca del Tercer Reich y sobre cómo solo ante un fenómeno como la guerra, lo que haga o deje de hacer un soldado o un oficial de alto rango, se emparenta con lo que hace o deja de hacer Dios mismo. El holocausto fue la verdadera comunión con Dios. Durante su lectura, a Klement le volvió a la memoria su propia historia. Su entrada al partido nazi casi como única puerta donde los jóvenes auguraban un porvenir provechoso; años más tarde la apertura de la mítica Oficina IV B4, desde donde se condujo toda la energía apabullante del partido hacia el holocausto: allí se patentarían métodos de aniquilación masiva y se generarían dobles o triples registros de los números de muertos para sabotear el escándalo. El cuento hacía que su sangre participara nuevamente en el recuerdo de esa obediencia ciega a la esvástica, su concepción de la raza aria como el sueño soñado por los judíos. Ricardo se sabía cobarde a carta cabal, Otto zur Linde, no obstante, reflejaba cierto paroxismo, cierta alucinación por el suceso alemán, por el destino de los hombres que lo justificaba en su cobardía. La última frase del cuento lo desintegró en cavilaciones y recuerdos que ya no le dejarían en paz. Tal vez presintió que Borges había entendido e interpretado magníficamente el entramado de la guerra como un dictado del poder que tarde o temprano tenía que darse, y del que los nazis eran tan solo un reflejo vago e inconexo. Borges, siendo ciego, había visto claramente dicho entramado, había logrado colmar en un puñado de párrafos el ideal y el espíritu, su loca amonestación. El nazismo alcanzaba esa cuota de fantasía que solo la literatura de Borges hacía correr a raudales.


Esta clarividencia hizo sospechar a Klement quien decidió someter a Borges a inteligencia. Pronto se enteró de que trabajaba en la Biblioteca Nacional, averiguó sus horarios, su puesto dentro del organigrama de la biblioteca, los autores que lo influían, sus ideas políticas y filosóficas. Descubrió que había sido un genio prematuro. Su posición política era visiblemente conservadora, pero dentro de sus escritos había ambigüedad. Sus personajes asumían con vehemencia los partidos políticos más estrafalarios, defendían causas estériles. Ya desde su infancia, Borges leía, escribía y traducía. Supo, asimismo, que padecía de ceguera al igual que su vecino ciego y no pudo dejar de pensar desde ese momento en adelante que dicha ceguera fue causada por un arcabuz. Su rostro le parecía el de un judío jeke que había visto ejecutar en Polonia. Al igual que él, Borges era un trabajador incansable, casi un esclavo del oficio. Esto le había permitido publicar a razón de un libro por año en la última década. Sus cuentos solían aparecer independientes en la revista Sur o en el periódico La Nación. Luego los reunía y los publicaba en un solo volumen. Había percibido que entre la versión publicada por separado y el volumen recopilatorio había pequeñas variantes. Dichas variantes acusaban una mente analítica, minuciosa, obstinada incluso.


Otra característica que lo hacía parecido a Klement era su facilidad para los idiomas. Había, por su puesto, leído las traducciones de sus cuentos en alemán que ya por entonces eran fáciles de conseguir en Argentina. Ciertamente no eran traducidos por él, pero se figuraba que cada texto pasaría por su censura.


No se perdía de ninguna conferencia. En algunas que dictaba en el interior del país, Klement llegó a ser su único oyente. Más tarde, le dio por seguirlo por la calle o entrar a los cafés que el escritor frecuentaba. Varias personas lo abordaban por las calles para pedirle un autógrafo, adularlo o conversar al menos un minuto con el gran sabio argentino mientras le servían de lazarillos. A Klement le agradaba por un lado contemplar aquel fervor que él mismo experimentó otrora. Por otro lado, le abrumaba el intenso peligro en el que todo personaje público lleva consigo adonde vaya. No pocas veces se convirtió en el primer comprador de todo cuanto material literario salía de sus manos. Su fama iba en aumento, a tal punto que a Klement le parecía ridículo que una persona de su clase trabajara bajo una remuneración miserable.


Así pues, y sin dejar pasar la ocasión, Klement quiso visitarlo en la biblioteca. Era octubre de 1957. Para entonces, Klement era ya un borgiano consumado. Había leído toda su obra publicada hasta entonces. Aparte de "Deutches Requiem" le agradaba "Pierre Menard, autor del Quijote", "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Funes el memorioso", "La muerte y la brújula". Le gustaba seguir las pistas de todas las referencias eruditas que se insertaban en sus textos e iba clasificándolas en verdaderas o falsas. No podía dejar de sentirse defraudado o engañado cada vez que tropezaba con una cita de Schopenhauer que en verdad pertenecía al mismo Borges, o una cita supuestamente bíblica intercalada hábilmente en una página de Shakespeare.


Entró a la biblioteca quitándose el sombrero, consultó unos libros esperando que el noble ciego apareciera por los anaqueles donde se dedicaba a investigar. Cuando lo tuvo frente a sí, le espetó sin remilgos:


—Disculpe, ¿es usted Borges, el escritor?


—Sí, caballero —dijo tratando sin éxito de que sus ojos encontraran la fuente de la voz que le hablaba.


—Tanto gusto —dijo hablando un poco más fuerte y parándose justo delante de él, dudó de si debía estrechar la mano o no, no lo hizo—. He leído sus libros. Son muy buenos. Poseen espíritu.


—Muchas gracias. ¿Usted es italiano?


—No, soy alemán.


—Creí escuchar en su acento ciertos silbidos italianos de los guapos que frecuentan el puerto.


—Soy judío —dijo Klement rogando a Dios de que a Borges no se le ocurriera poner en práctica su yiddish.


—Ah, vaya —reaccionó.


—Como le decía —bajó la voz y prosiguió—. Hay un cuento suyo que me interesó sobremanera.


—No me diga.


—El del alemán Otto.


—¡Ah! “Deutsches Requiem”.


—El mismo. Déjeme decirle, con todo respeto, que en Tarnowitz no hubo campo de concentración.


—Oh, sí que hubo, en la abigarrada mente de Otto von Linde.


Klement calló por un momento. Borges lo invitó a sentarse en una de las mesas de la biblioteca que poseía lámparas. Una luz ceniza los envolvía. Borges al tanteo localizó la cadenilla de la lámpara de la mesa e, inmediatamente, se produjo un ambiente Rembrandt. Klement dejó en medio de los dos su sombrero vuelto hacia arriba y dentro depositó sus lentes.


—¿Cómo logró venir a Buenos Aires? —preguntó Borges.


—Gracias a la intervención de varios amigos. Soy del campo de concentración de Buchenwald. Sobreviví.


—Lamento lo que les sucedió. La guerra al igual que el juego de azar son variantes de un mismo problema: las veleidades humanas.


—¿Por qué lo lamenta? En su cuento dice que morir por una raza es más simple que vivir con plenitud. Siempre me ha gustado el camino recto, no apto para impacientes. Hubiese preferido morir con ellos, como perro.


—“Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere” —dijo Borges en un alemán carente de énfasis. Klement calló un buen rato.


—Siempre me ha causado mucha impresión escuchar frases en alemán en estas tierras, discúlpeme. Tengo muchos amigos polacos y alemanes, con quienes hablo continuamente en sus lenguas vernáculas, pero nunca me abandona una sensación de extrañeza. Es como si le pidiera al español palabras para expresarme correctamente.


—Lo siento. ¿Parece que lo asusté?


—No, nada de eso.


—Oh, en todo caso, mi alemán es muy desgarbado —dijo Borges algo abatido. Continuó—: Disculpe no le he preguntado cómo se llama.


—Ricardo Klement.


—Señor Klement, ¿no ha pensado en regresar ahora que ha acabado la guerra? Si yo tuviera la posibilidad, no duraría un minuto en viajar a Europa.


—Tengo toda la familia acá y regresar me traería recuerdos tormentosos.


—Ah. Yo solo guardo un recuerdo tormentoso.


—¿Cuál?


—Las últimas palabras que logré leer antes de quedar ciego.


—Bueno, es lógico.


—Lo que se vuelve tormentoso es que esas palabras coinciden con las primeras que leí en mi vida. Y a veces pienso que mientras estuve con vista siempre fui un niño y que la ceguera me ha obligado a ser adulto, a casarme, a pensar en la muerte y demás. Ya sabía, de antemano, que me quedaría ciego. Esto me duele.


—¿Y cuáles son esas palabras?


—“En un lugar de la mancha…”. Pero miento, al Quijote lo leí en inglés. El Quijote de Cervantes siempre me pareció una mala traducción española.


Klement esbozó una pequeña sonrisa, hubo una pausa y continuó. Borges prosiguió:


—¿A qué se dedicaba antes de ser detenido?


—Era oficial.


—Entonces usted debió ser un prisionero de guerra. Eso cambia las cosas. Ser prisionero de guerra implica ser una moneda de cambio. Disculpe si la metáfora es excesiva.


—Creo que lo que dice es acertado.


—Por otro lado, siempre he tenido cierta fascinación por lo marcial. Mi abuelo luchó en las guerras de independencia. Me hubiera gustado tener el belicismo de mis antepasados, pero ya ve, la noche y los libros me han forjado un destino igualmente aceptable.


—Me llama la atención una frase del cuento y con esto no le molesto más. Debe tener mucho trabajo.


—Oh, entre caballeros, no debe haber desacuerdos por las minucias del tiempo. Adelante. Diga usted.


—El alemán del cuento cuando advierte el fin dice: “Me satisface la derrota. Solo puede redimirse el castigo”. Pues, déjeme decirle que un alemán no diría eso.


—Un alemán nazi, claro.


—Oh, ciertamente, un alemán así, a secas.


—¿Un polaco lo diría?


—¿Quién sabe?


—Es una frase que la tomé de Job con ciertas alteraciones. Se une a la cita “Mi carne puede tener miedo, yo no”. Ahora que hemos mencionado ciertos pasajes de mi cuento, me viene a la mente otros casos de cobardía en el corazón de obras capitales de la literatura. En la Odisea, si usted ha puesto un poco de atención, son los más cobardes quienes se convierten en el banquete del cíclope. Me acuerdo también de que en La Divina Comedia de Dante, con la traducción espléndida de Grabher, los cobardes se mueven por el infierno como estorninos.


—Al regresar a casa, he visto bandadas de estorninos haciendo figuras en el cielo. Es un espectáculo hipnotizador.


—Sí que lo es. También me acuerdo de que en el Martín Fierro, un criollo persigue a Fierro por toda la pampa. En un momento de extremo agotamiento, él se detiene y lo espera y le dice que no conviene batirse a duelo, so pena de matarse simultáneamente y que sus cuerpos queden en mitad de la nada a dicha de los lobos. Propone emprender el camino de vuelta siendo amigos y mateando hasta el primer paraje conocido, donde tendrían padrinos y testigos para el duelo. Como por cuestiones de principio tuvieron que romper sus códigos de honor, decidieron cambiar las armas. El cuchillo de Fierro por la daga de tres aristas del criollo. Ganó el cobarde, ganó Fierro. Este sentimiento le amordaza el corazón. Se hace una herida en su propia piel para no olvidar nunca que fue cobarde.


—¡Qué tragedia! Esto me hace pensar que un remordimiento exige un autoflagelo, un castigo propinado por sí mismo, a expensas del castigo social.


—Lo que usted dice me recuerda el hermoso pasaje, en la Chanson de Roland, cuando Roldán acepta ser jefe de la retaguardia del ejército franco que se bate en retirada a través de los Pirineos, aquella era una empresa muy peligrosa, Roldán sabía que se jugaba la vida, pero sabía asimismo que era una emboscada tendida por su padrastro. ¿En ese caso, aceptar la empresa es ser valiente o no?


—No lo sé. Después de lo que viví en los campos de concentración los ejercicios de ética me son indiferentes. Mejor resuélvame esta duda. ¿En qué nazi se inspiró para escribir "Deutsches Requiem"? —preguntó Klement.


—Otto Dietrich zur Linde es Otto Adolf Eichmann —dijo Borges con una voz sin contrastes, y luego el silencio, un silencio cargado de energía como cuando alguien ha dejado de tocar el bandoneón y el aire se envicia de ecos minúsculos ya solo perceptibles en la mente de quien lo ha escuchado.


Ricardo oyó su nombre y sintió una delación, fragmentaria de un momento, un minuto, un segundo, una eternidad. Era él, estaba ahí, Eichmann en su más pura desnudez, solo le faltaba el uniforme. Un tajo de humedad le arrasó la cara. La mirada de Borges deambulaba por el tumbado de la biblioteca acariciando el lomo de un libro que traía en la mano.


—¿Quién es él? —dijo Klement, su voz generó un eco amargo, la biblioteca se había vaciado de gente casi en su totalidad, era ya un escenario opresivo.


—Es el responsable directo de la muerte sistemática de los judíos, fue quien introdujo la idea de hacer campos de concentración e instaurar la llamada Solución final. Muchos dicen que esta frase es un eufemismo de holocausto. Por mi parte creo que no puede haber un eufemismo de otro eufemismo. Ahora que sabemos más detalles de la Segunda Guerra Mundial, Solución final vendría siendo más bien un oxímoron. Después de todo ya lo decía Platón en el Cratilo: “Toda verdad contiene en sí el germen de una ironía”. Es igual que Eichmann, el ‘hombre oxímoron’. Imagínese usted: este hombre que ha propiciado la aniquilación de millones debe estar ahora en algún lugar del mundo anotando la lista de la compra o, quién sabe, entregándose al placer de no hacer nada.


Eichmann se puso a jugar con sus anteojos. Se retorcía sin saber si le molestaban las palabras con que Borges lo había definido o ese aspecto hierático de su fisonomía. Borges continuó hablando:


—Tuve que ser Eichmann por unos días mientras escribía el “Deutsches” y cuando lo concluí no dejaba de pensar qué hubiera pasado si él llegaba a concluir su trabajo burocrático, es decir, si exterminaba hasta el último judío de la Tierra.


—El mundo sería otro.


—El mundo sería Tlön. Qué tal esta variante para un cuento: los nazis matan a todos los judíos pero sobrevive uno solo.


—¡Qué ocurrencia!


—Ese sobreviviente sería necesariamente el Messiah. Él solo personificaría al Pueblo de Dios. Tendría que edificar el Templo encima de un campo de concentración, debía ser así. Su Shemá Israel sería una conversación. Todo el mundo sería Jerusalén.


—En el fondo el holocausto era una forma muy frontal de acercarse a Dios.


—Si usted lo dice. La palabra holocausto que usted ha usado le rinde un homenaje justo. Siempre que pienso en esa palabra me remito inmediatamente a Caín. ¿Dónde estará Eichmann? ¿En qué cloaca estará aguardando cada puesta de sol para poder salir a caminar? Los periódicos dicen que es padre. Sus hijos llevarán su marca. Puede que, como van las cosas en Núremberg, Eichmann se convierta en el único sobreviviente nazi.


—¡Qué barbaridad!, después de todo, huir significa seguir siendo fiel al Reich.


—¿Cómo dice? No le escuché bien.


—Además de ciego es sordo —Borges dio un pequeño respingo en su asiento.


—Lo siento, buen hombre. Pues, veo que ha llegado la hora de la verdad. Sépalo usted, yo soy Adolf Eichmann, ahora sí, aborrézcame. No merezco estrechar su mano que me ha delatado ante el mundo de la gran ficción, de la literatura —Borges calló, su rostro no mostraba perplejidad, solo una intensa ruina. Luego dijo:


—Si este encuentro es un sueño, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él.


—Ya basta, Borges, escúcheme, yo soy Eichmann.


—Lo único que puedo hacer por usted, amigo mío, es dejar que este libro le cure las heridas —la voz de Borges sonaba ya con eco que se multiplicaban en los recodos de los estantes, entregó el libro que traía en la mano a Eichmann. Este casi lo arranchó de sus manos, se disfrazó de Ricardo Klement con el sombrero y los anteojos, no se despidió, se fue dejando a Borges minúsculo, un pergamino entre pergaminos infinitos.


Al salir de la biblioteca Klement corrió tal vez unas cuatro calles hacia la Recoleta y se detuvo a recuperar el resuello. Entonces vio la portada del libro que le regaló Borges: El hombre que fue jueves de Chesterton. Abrió una hoja al azar como si en eso se le fuera la vida y leyó un subrayado a lápiz: “La maldad es tan mala que no podemos evitar pensar que la bondad es un accidente; la bondad es tan buena que estamos seguros de que el mal podría ser explicado”.

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