
Para su octavo cumpleaños, Keith Jarret pidió un walkie-talkie, un elefante o un piano real, no como el piano vertical que tenían en casa. Obtuvo el piano. Llegó a su casa, caminó por la sala, donde aguardaban sus profesores de la escuela y sus mejores amigos, y vio la figura elegante de un negro tan hondo como el del espacio. No podía creerlo. Por mucho tiempo durmió debajo del instrumento; a mitad de la noche, despertaba y comenzaba a tocar con el tacto de terciopelo de los elefantes. Y una noche nada semejante a la primera velada con su piano, enfrentado a un instrumento erróneo, desafinado, Keith Jarret debió recordar su deseo: comunicar ternura y calor con la música de su vida. Estaban en Colonia, lejos de los días de la infancia, pero los elefantes estaban con él.
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