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Reseña Libro

Los caminos del hambre. Un retorno a la no-conciencia

Juan José Pozo y Estefany Nicole Vaca

Número revista:

2

Cuenta la Aitareya-upaniṣad que cuando fue creada la primera persona (entendida como puruṣa, esto es, una conciencia aún sin contenido, semejante, acaso, a una tabula rasa) y los dioses la habitaron a través de sus sentidos, la sed y el hambre exigieron su lugar. Así, el ātman, durante la creación, les confirió el espacio de las divinidades y su coexistencia durante las ofrendas: en todas las oblaciones que los dioses reciben hay hambre, hay sed. Los ritos imprimen orden y sentido ante los permanentes cambios que la naturaleza manifiesta bajo un signo de encuentro entre vida y muerte. De su conciencia surge la necesidad de perpetuación. La Bṛhadāraṇyaka-upaniṣad, por su parte, establece una correspondencia entre Muerte, hambre y mente/conciencia, surgiendo esta última de las dos primeras. Para saciarse, la Muerte crea y devora cuanto crea; por eso, su nombre es Aditi, «devoradora», y el mundo entero, su alimento. Anterior al verbo, el deseo de pronunciarlo; anterior al aliento, el acto de respirar; anterior a la saciedad, el hambre. En un principio era el hambre.


Plantear una poética, e incluso una cosmogonía, cuyo centro sea hambre, revela una profunda marca de la tradición oriental. Chantal Maillard (n. 1951) recoge en su antología esencial En un principio era el hambre (Fondo de Cultura Económica, 2015) una obra que nos acerca a esa sensibilidad que recuerda lo ilusorio del «yo», así como el simulacro de las palabras y el retorno a los estados de inocencia o gozo. En sus primeros textos publicados, la escritura de diario somete a observación ese distanciamiento establecido ante el mundo a través del «yo»: “En Occidente ya no sabemos mirar hacia afuera sin dar el rodeo por ese falso adentro que es la mente”. ¿Qué es verdaderamente el «yo»? Quizá un otro, como alguna vez escribió Rimbaud, y que asombrosamente podemos constatar cuando Chantal recuerda que “[…] algo realiza por mí las funciones del cuerpo sin mí”. También su obra examina los hologramas superpuestos en la realidad a través de las palabras. No existen rodeos ante un título tan sentencioso y esencial como Matar a Platón: vivimos rodeados de simulacros, espejismos, re-presentaciones, y este poemario, a través de un accidente de tránsito (con esa otra realidad que son los subtítulos), nos recuerda el peligro que supone la abstracción a nuestra humanidad remanente [1]: “[…] dice: “El sesenta por ciento de los muertos / por accidente en carretera / son peatones”. / La mujer deja de temblar: todo está controlado”, pero también recuerda que “No existe la muerte. Existen los muertos”. Saciar el hambre de nuestras muertes con la estadística y el concepto.


Volver al silencio, dice Chantal, para recobrar la inocencia. Para no separarnos del mundo a través de la conciencia y aquella dualidad con que creemos situarnos en la realidad. Volver al silencio para reunirnos, como en un principio lo hizo el hambre, pero ya no para subsistir solamente. Volver al silencio para escuchar. Escuchar el grito, escribir el dolor y “[…] captar el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar y la capacidad de transmitirlo”.


La poesía de Chantal no quiere decir: quiere entregar, quiere dar a comprender el lenguaje indefinido que carga la poesía debajo de sí. Nos propone el presente y el instante. En su mundo, las palabras se vuelven la forma más genuina de expresar el sentir “de lo que ocurre” sin el peso “de lo que ocurrió” o “lo que va ocurrir”.


Sus versos suspenden el tiempo y el significado. Cuando accedemos a la palabra «infinito», por ejemplo, accedemos al sin fin, a la posibilidad de algo sin concluir, pero en la poética de Chantal accedemos simplemente a la palabra «infinito» sin su carga de posibilidad, solo con su presente de vértigo. “Repite, entonces, conmigo Infinito. / Di Infinito. Repítelo. No dejes / de decirlo, hasta que pierda / sentido la palabra infinito […]”.

Su estética está centrada en diseccionar palabras: «con-mi-go» corta en uno de sus textos y nos muestra la inserción de un «mí» como la esencia del lenguaje que se esconde tras la pregunta del «yo». La forma en cómo usa las palabras para encontrar en ellas su núcleo: “El dolor no es un hecho, es un pensamiento (no me refiero al dolor físico). El dolor-memoria, a la vez presencia y ausencia”. Chantal habla directamente con la escritura, la cuestiona y lleva al presente buscándole el gozo de la infancia, ese gozo del mundo sin la “edad de la razón”. Callar. Callar antes que el exceso de palabras calle nuestro hablar. También el silencio reúne. También el silencio recoge. Y es así que el viaje que Chantal plantea vuelve a la infancia, a ese estado de gozo donde la conciencia aún no separa a la persona del mundo que la rodea. “Ese gozo sin motivo, esa plenitud es a lo que nos referimos cuando hablamos de “la infancia” con nostalgia […]”. Retorna Chantal en Bélgica, pero no con la certeza con que Odiseo llega a Ítaca tras años de ausencia. Porque la vuelta a casa es un vestigio de nuestra ingenuidad por creer recuperar algo del pasado.


En sus versos está presente la interacción con el lector, al cual se dirige de forma directa en algunos poemas, “No, lector, no deslices / tan rápido tus ojos por la página / nada te obliga a terminar / de leer este texto. Puedes / dejarlo.”, y la repetición [2] que perfila su ritmo, lo cual permite representar un estado permanente en el ahora: “pero la herida no, la herida nos precede, / no inventamos la herida, venimos / a ella y la reconocemos”. Chantal nos invita a buscar esa herida para reconocerla en la palabra.


Parte de sus repeticiones están basadas en adentro-afuera y arriba-abajo; lo que nos expone a la idea del espacio dentro de la escritura. “Y al trazar conduce al mí más abajo del abajo, en el dentro/ donde a veces se detiene/ todo […] Algo crece. Dentro. Dentro del mí, no. El mí está afuera”. Un adentro que se configura solo con el afuera y un afuera que es constituido solo con el adentro; de alguna forma el mundo interior es el mundo en sí porque de esta manera lo traducimos en nosotros y así lo palpamos en su poesía.


La escritura de Chantal es una pregunta a nosotros y a la misma palabra. Sus versos nos dan aliento y también nos permiten palpar el instante. Ella nos dice “Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse”, y realmente en esta antología podemos beber agua transparente.



Notas: 

[1] A esto también se refiere Blanca Varela en “Del orden de las cosas”: “Si pongo un número contra un muro y lo ametrallo soy un individuo responsable […] No me queda entonces sino asumir lo que queda: el mundo con un número menos”.


[2] La autora nos dice en sus diarios “conocer a alguien es haber asistido a sus repeticiones”.

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