Ensayo
César Vallejo cronista: «Matar el arte a fuerza de liberarlo»
Fernando Albán
Número revista:
Tema libre
A Simona
El genio sin ingenio
El artista intuye que el arte arraiga en lo incondicionado; sabe, de alguna manera, que no debe estar al servicio de una idea y, menos aún, de un ruido. Por el contrario, debe estar entretejido con los libres acordes de la vida natural, ser su ritmo o la prolongación de su temblor, de su intensidad sintiente, de su latido. «Que el compositor o el poeta componga su música o escriba su poema, de un modo natural, como se come, como se duerme, como se sufre, como se goza». Pero, si las disposiciones naturales de los humanos devienen en arte, entonces todos son susceptibles, sin proponérselo, de incurrir en él. En esta escena, el límite que separa al arte del artificio se pierde. «Que nadie sea artista entonces». «Que el acto de emocionar sea un acto literalmente natural. Hacia allá iba Erik Satie» (El más grande músico de Francia). Únicamente solfas mugrientas encontraron a la cabecera del músico muerto; murió pobre en su humilde y solitario cuarto.
La naturaleza busca pretextos, recurre artificiosamente al truco para lograr su propósito: propiciar la metamorfósis del hombre común en genio. Por obra del juego de la fortuna, la naturaleza remedia la desigualdad imperante entre los humanos al dar al idiota las cualidades del genio. El arte es entonces el reino de la igualdad y lo es por intercesión del azar. «Entendido. Con tal de que una sociedad compuesta de genios de igual potencia creadora no nos mate de tedio y de monotonía. O que, como una novela de Chesterton, no lleguemos a perder el sentido de la desigualdad y de la diferenciación, a tal punto que ya no sepamos distinguir nuestra mano derecha de la izquierda» (La inoculación del genio). Una viga cae repentinamente en la cabeza de un obrero, un palo golpea en la nuca de cualquiera o por influjo de una vulgar inyección hipodérmica se desencadena la metamorfósis de un idiota absoluto en genio. Pretextos todos gracias a los cuales la naturaleza desafía las leyes de la lógica —destruye el orden causal— y deviene arte. ¿Qué significa crear artísticamente cuando el genio actúa siguiendo el dictamen de la naturaleza? La naturaleza elige al destinatario del don de manera ciega. La suerte dirime la asignación del don y coloca a los posibles acreedores en condición de igualdad. Tocado por la suerte, el artista copia el dictado de la naturaleza, pero lo hace de manera justa, única, singular.
En su crónica «Poesía Nueva», Vallejo delimita la diferencia entre genio e ingenio. Cuando el escritor actúa siguiendo el imperativo de este último, contrae relaciones de exterioridad con las palabras, dando lugar a un uso estrictamente técnico del léxico, de lo que resulta una expresión «flamante», rimbombante. La novedad en la poesía consiste entonces en requerir, de manera frívola, las voces dispensadas por las ciencias y las industrias contemporáneas. El ingenio se cultiva a base de la disciplina y del ejercicio constante, con miras a convertir al escritor en amo de la parte técnica del quehacer artístico. Por el contrario, en el gesto poético que brota del genio, el léxico disponible y los nuevos materiales provistos por la dinámica propia del mundo moderno son asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad; solo entonces pueden despertar «nuevos temples nerviosos», amplificar las videncias y densificar el amor: «el creador goza o padece allí una vida en la que las nuevas relaciones y ritmos de las cosas se han hecho sangre, célula, algo, en fin, que ha sido incorporado vitalmente en la sensibilidad». La novedad poética que de aquí se desprende es simple y humana, no atrae la atención sobre sí misma por el hecho de ser moderna, sino por ser lo suficientemente antigua como para exasperar el soplo siempre nuevo de la vida.
El poeta de gabinete —virtuoso por su ingenio— se desliza impasible por el medio de las cosas, apenas las ve, las palpa, las escucha, las siente. Orgánicamente ecuánime, camina por la cuerda del equilibrio sin que los bordes del abismo lo inclinen hacia uno u otro lado del vacío. Cobardemente dichoso, mira sin ver, tan solo un parpadeo se escapa por unos ojos que no conocen el insomnio. Espíritu tranquilo que raya la «imagen más pura de la muerte». De una existencia tal, solo sale una obra rebosante de técnica e imaginación. «Pero, de esa misma suerte de existencia no sale más, de allí no puede salir más que una gran técnica en el verso y una suma y sutil habilidad de composición. En cuanto al contenido vital, nada» (La defensa de la vida). Sin embargo, no se puede estafar a la vida, pues en nombre suyo no es posible consentir que el dedo meñique del más malvado de los criminales tenga menos valor que los arlequines de Picasso. «Antes que el arte la vida», insiste Vallejo en atención a que el trazo poético es «signatura de la misma piel» (Jean-Luc Nancy, El sentido del mundo).
«Las teorías, en general, embarazan e incomodan la creación»
El arte es fuerza de ejecución que no conoce otro imperativo más que el curso impuesto por su propio trazado o el trayecto de su propia ejecutoria. Al consistir en pura performatividad, el poema deja de ser el resultado de la simple constatación de un estado de cosas. Así como «su acción no es didáctica, transmisora o enseñatriz de emociones o ideas cívicas ya cuajadas en el aire». Es entonces que el arte, la escritura poética, alcanza una intensidad política, es decir, creadora. En el poema la palabra se insubordina frente a toda tentativa que pretende hacerla transitar por un camino aclarado por una doctrina moral o política. Así, la performatividad poética «consiste, sobre todo, en remover, de modo obscuro, subconsciente y casi animal, la anatomía política del hombre, despertando en él la aptitud de engendrar y aflorar a su piel nuevas inquietudes y emociones cívicas. El artista no se circunscribe a cultivar nuevas vegetaciones en el terreno político, ni a modificar geológicamente ese terreno, sino que debe transformarlo química y naturalmente» (Los artistas ante la política). El trazado poético no puede ser la expresión de un segundo recorrido: es siempre el mismo y otro a la vez. Palabra del inicio que no puede hacer otra cosa más que recomenzar siempre como la primera vez.
Para Vallejo, uno de los artistas emblemáticos que hace de su gesto un medio político para combatir al imperialismo estético, es el pintor mexicano Diego Rivera, «quien rebaja y prostituye así el rol político del artista, convirtiéndolo en el instrumento de un ideario político, en un barato medio didáctico de propaganda económica» (Los artistas ante la política). Al ser convertido el arte en un medio servil de propaganda o en un catecismo político, su intensidad política, su fuerza creativa, son inhibidas y devienen en cosa muerta en manos de artistas copiadores, repetidores de un cliché. Precisamente, aquellos a los que Vallejo llama «marxistas gramaticales» persiguen la realización de la doctrina al pie de la letra y, con ello, desnaturalizan los hechos, violentan el sentido del acontecimiento a fuerza de hacerlo calzar en «un zapato de hierro». Dostoievski y Proust serían, por el contrario, ejemplos de escritores cuyo gesto escritural no se deja encasillar en ningún credo político. Estos escritores suscitan «nuevos tonos políticos en la vida, sino nuevas cuerdas que den esos tonos».
En «La responsabilidad del escritor», Vallejo sostiene que «es necesario, no que el espíritu vaya a la materia, como diría cualquier escritor de la clase dominante, sino que es necesario que la materia se acerque al espíritu de la inteligencia, se acerque a ella horizontalmente, no verticalmente, esto es, hombro a hombro». En este punto Vallejo rompe con el régimen clásico de la representación, en el cual la materia innoble recibe del espíritu la posibilidad de adquirir una forma; régimen representativo que, al mismo tiempo, es solidario del ordenamiento jerárquico que regula la disimetría entre aquellos pocos que poseen el saber y las multitudes que están privadas del mismo y que requieren ser formadas. Al subvertir la supremacía del espíritu sobre la materia y, en consecuencia, al suspender la voluntad de significación que destina las palabras para que estas puedan incidir sobre la voluntad de quienes las reciben, entonces se libera un espacio en el cual la literatura se convierte en la voz del pueblo: «los escritores libres están obligados a consubstanciarse con el pueblo (...) y romper esa barrera secular que existe entre la inteligencia y el pueblo, entre el espíritu y la materia» (La responsabilidad del escritor).
En la literatura burguesa, por el contrario, la relación del vocablo con la colectividad ha quedado trunca, exangüe, infértil en la boca individual. Precisamente, la confusión de las lenguas es obra del individualismo exacerbado que emana del modo de vida —económico y político— burgués. «El vocablo se ahoga de individualismo. La palabra —forma de relación social la más humana— ha perdido así toda su esencia y atributos colectivos» (Duelo entre dos literaturas). La literatura burguesa es de índole privada, intimista; en ella, lo público —lo político— ha sido obliterado por el embate del egoísmo, lo que ha llevado a que la vacuidad, la frivolidad, la impostura dominen los temas y el sentido de las obras de arte; en ella, las palabras marcan la preeminencia ideológica de quien las enuncia, pues no son más que el índice que apunta en dirección de un vínculo —social y universal— perdido. En la literatura burguesa las palabras son capitalizadas en aras de quien las enuncia.
«Nadie sino el profano está autorizado a opinar»
Tal como procede Kant en la Crítica del juicio, Vallejo desaprueba el juicio que en todas las artes realizan los críticos profesionales. Los iniciados tienen el demérito de subordinar la valoración estética al interés profesional; es decir, atan al juicio a consideraciones técnicas de las obras y no logran dar alcance al libre desenvolvimiento del humano en el arte. La belleza estética, señalaba Kant, gusta sin que medie la relación con un concepto y es, por lo tanto, aquello cuya producción no se basa en leyes o prescripciones de ninguna clase. Para el crítico profesional, el predominio atribuido a la técnica, tanto en el momento de la producción como en el de la recepción de la obra de arte, equivale a la imposición de una forma del pensamiento a la materia inerte, pasiva. Esta postura retiene al arte en el ámbito ordenado de las reglas, en el marco cerrado de las convenciones. «El principio de ficción que rige el régimen representativo del arte es una manera de estabilizar la excepción artística, de asignarle una tekhné» (Jacques Rancière, El reparto de lo sensible).
Solo el profano salva o hace justicia al carácter excepcional de las obras de arte, pues en su mirada anida la posibilidad de acoger a estas como juego gratuito de las formas, de cuyo cuerpo ha sido excluido hasta el último atisbo de artificio y de intencionalidad. En la elaboración de la pieza de arte, el artífice sepulta su rastro y esta desaparición coincide con la invisibilización de las prescripciones a las que estuvo sujeta en el momento de su producción. Solo entonces el arte asigna una pupila a la mirada del profano, que lo consagra a la libertad de un juicio estético que no se funda en ninguna prescripción, como también deja fuera todo tipo de interés o de necesidad. La excepción artística expone sus ojos a la eternidad recogida en el lapso de un parpadeo.
«Antes que el arte, la vida»
En El absoluto literario, Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy señalan que «Kant abre la posibilidad del romanticismo», corriente estético literaria que había inaugurado una época a la cual no hemos dejado de pertenecer y de volver una y otra vez, mediante la necesaria alteración que anida en toda repetición. «Existe hoy un verdadero inconsciente romántico, identificable en la mayor parte de los grandes motivos de nuestra modernidad». Uno de los motivos fundamentales, que resume el itinerario del romanticismo, y tambièn el del mismo Vallejo, está en una carta de Dorothea Schlegel citada en El absoluto literario: «Puesto que es decididamente contrario al orden burgués y está absolutamente prohibido introducir la poesía romántica en la vida, más vale hacer que la propia vida pase a través de la poesía romántica; ninguna policía y ninguna institución educativa puede oponerse a ello».
La vida, como totalidad orgánica, es una «fuerza formadora» que encuentra en el arte —organismo o infinito en acto— una de sus continuas posibilidades de resurrección. De esta escena se expulsa de manera definitiva la creencia en la inspiración del autor, como fuente de producción de la obra, así como la remisión del arte a un conjunto perdurable de normas o de reglas convencionalmente aceptadas. La libre productividad de la naturaleza corre a cuenta del genio o del artista, quebrantando así el límite que acentúa la oposición entre el arte y la naturaleza. En este sentido, más que un producto o un resultado, la obra de arte es productividad sujeta a la ausencia de límite. Así lo destaca Vallejo en su crónica «La vida como match»: «No busco batir el récord del hombre sobre el hombre, sino la superación, centrípeta y centrífuga, de la vida. Una cosa es el récord de la vida y otra cosa es el triunfo de la vida. La vida no es guerra ni farsa de guerra». Entonces el arte alcanza su plenitud en la disolución que lo disemina en el orden ingenerado de la generación de lo viviente.