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La novela: un mundo hecho de palabras

Entrevista a Javier Vásconez por Yanko Molina

Número revista:

5

Luego de una serie de dubitaciones y equívocos, después de haber recurrido y fallado en distintas plataformas, por fin puedo ver el rostro de Javier Vásconez al otro lado de la pantalla. Hubiera preferido hacer el mismo camino que he realizado durante los últimos años: atravesar el parque de Santa Clara, abordar el antiguo ascensor de puerta batiente y encontrar su cara mientras me abre la puerta de su estudio. Dentro, rodeados de libros, tomar un café —preparado ese mismo momento por el escritor— mientras conversamos.


Ahora, la pandemia me ha alejado de mis amigos y apenas salgo de casa. La virtualidad es apenas un esbozo terriblemente torpe de la vida afuera. La cara que veo me sorprende con los lentes que usa frente a la computadora. Veo a un anciano que sonríe, él también algo desconcertado. Pronto, esa impresión se disolverá con la vitalidad del diálogo, con la calidez que vence incluso la distancia. Javier es una persona apasionada, visceral, que puede parecer áspera al principio, pero que pronto se manifiesta hospitalaria y con quien la amistad florece fácilmente, siempre salpicada de polémicas, de discusiones interminables sobre literatura, incluso de desconcertantes exabruptos guiados por una incontenible pasión por las letras.


A sus espaldas, hay libros, retratos de escritores. No tardamos mucho en ponernos al día. Enseguida, empiezo a preguntar.

Yanko Molina (YM): Siempre me ha llamado la atención su vida, que es muy novelesca, en sí misma digna de un libro. En su nueva novela, aún inédita, se recrean algunos pasajes que recuerdan sus vivencias. Podemos empezar por ahí, por su infancia: usted jugó en la Circasiana; estudió en un internado en Inglaterra; visitaba la casa de sus abuelos, frente a la iglesia de la Compañía…


Javier Vásconez (JV): Efectivamente, el hecho de haber nacido en eso que podría denominarse ‘aristocracia criolla’, de esos funcionarios de origen noble que vinieron a las colonias, puede ser un privilegio. Mi madre desciende directamente de Juan Pío Montúfar. Sí, puede ser  un privilegio, pero también es una maldición, en el sentido de que en un país con tantas diferencias sociales y culturales yo siempre he sentido mucha resistencia a todo eso.


Dejando a un lado estas cuestiones estrictamente personales y remitiéndonos a lo que de interesante puede tener el hecho de haber nacido y vivido en este grupo social, tal vez me dio una visión más amplia, más completa y compleja de la realidad. Nunca he creído que una estética pueda estar basada únicamente en asuntos locales. Creo que todo buen escritor apuesta, sin importar el lugar en el que nace, hacia algo mucho más universal, mucho más cosmopolita.


El escritor es siempre un rebelde con respecto al grupo en el que nace. No importa si es la burguesía, el proletariado o cualquier otro. Siempre hay una dosis crítica, que es lo que he desarrollado en mis novelas y mis cuentos. Conozco ese mundo, esa especie de decadencia que se viene dando en este grupo social; y la he utilizado a través de elementos góticos, casi de novela negra. Yo he utilizado literariamente esos ambientes, esas casas antiguas, como la de los abuelos en el Centro, que estaba justo frente a la Compañía, la típica vivienda colonial de tres patios, oscura, húmeda, llena de fantasmas, de historias. En ese sentido, también he sido un privilegiado.


Pasé parte de mi infancia en un colegio inglés (Mount Saint Mary´s College, en Chesterfield, Inglaterra), donde por cierto descubrí que el Ecuador no existía, que era muy complejo ser ecuatoriano porque para ellos yo no podía ser sino español, lo cual me daba una enorme rabia… Desde ese momento me di cuenta de las limitaciones de nuestro país. La experiencia estrictamente humana de la violencia que significa penetrar en otra cultura, de golpe, a los 11 años, con otra lengua, otras costumbres, otra forma de pensar, fue todo un proceso de adaptación, de aprendizaje, pero que también puede verse de manera positiva: hay ciertas cosas que me dio ese colegio —e Inglaterra— que agradezco infinitamente. Me enseñaron un enorme respeto por la naturaleza. Hacíamos largos paseos buscando pájaros, plantas. Eso me enriqueció. Lo mismo ocurrió con la lectura: los libros no eran una moda ni algo que nos convertía en niños bien educados que repiten historias, los libros representaban una aventura. Se hacían discusiones apasionantes sobre Stevenson, Chesterton o cualquier otro. Los chicos se ponían abiertamente de parte de un personaje o de otro. Era una cosa viva, no académica. Así aprendí a leer.


Yo crecí en una casa llena de libros y eso sí fue un privilegio, más que ninguna otra cosa. Eran parte del mobiliario, de la vida cotidiana. Había una libertad absoluta para leerlos. Yo no crecí con esa obligación espantosa de leer literatura ecuatoriana. Tuve libertad de leer autores de nuestro país como de cualquier otro, sean estos rusos o franceses. Así me di cuenta de sus limitaciones y también de sus alcances.


YM: Javier, dígame, ¿cómo fue su infancia en Quito?


JV: De niño fui muy callejero. Deambulaba por las calles de Quito que en ese tiempo era un pueblo. Era amigo de carpinteros, mecánicos; tenía largas conversaciones con ellos. Esto en mi casa ni siquiera lo sabían, era una especie de vida íntima, privada. Fumaba con un grupo de indios que bajaban por una quebrada cerca de mi casa… En fin, siempre fui un niño que tuvo la intuición de la libertad. Sospechaba que es en la posibilidad de la libertad donde está la vida. Luego las cosas cambiaron…


YM: Luego, en su juventud, usted viaja a Europa, estudia en España y luego va a París.


JV: Después de mi estadía en la Universidad de Navarra, en España, donde me gradué haciendo una tesina sobre la obra de Juan Rulfo, decidí que tenía que trasladarme a París. Al fin y al cabo, si un escritor latinoamericano no llega a París, se pensaba, o se piensa, que no ha llegado a ninguna parte. Ahí, por una serie de circunstancias personales, no fui realmente afortunado. París no fue una fiesta para mí. Fue un hospital y eso trastocó mi relación con la ciudad. En París convergen todos los escritores y poetas de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX. En sus calles, en sus plazas, en sus librerías, parecen estar todos reunidos. En París tú encuentras la esencia de Balzac, de Proust, de Baudelaire, de Miller, de Julio Cortázar… Pero esa ciudad excepcional a mí no me recibió bien. Durante un tiempo trabajé de portero de noche en el hotel Mabillon. Pasaba en vela esperando la llegada de turistas ingleses, que lo primero que hacían era preguntar sobre la posibilidad de encontrarse con una dama francesa. Allí tuve dos grandes amigos: Daniel Leiva, un poeta mexicano que murió el año pasado, y Willy Merino, poeta argentino que todavía vive en París. Los tres teníamos una cofradía literaria y no dejábamos de hablar de literatura.


En otros aspectos la ciudad fue excepcional. Ahí conocí Latinoamérica. Antes de eso yo había estado en Buenos Aires y México, pero fue en ese París —en el año 69, con el ambiente convulsionado por mayo del 68— donde encontré una verdadera república de las letras integrada por latinoamericanos. Conocí a escritores de todos los países. Fue extraordinario conversar con ellos, caminar, ser cómplice de ciertas lecturas. En ese momento la literatura latinoamericana resplandecía como un faro. Pero también hubo otro París.  El París de la contracultura, el de los desafueros, el de los conciertos y la música, el de Bob Dylan, Jim Morrison y el de Leonard Cohen, el del rock y los cantantes latinoamericanos, el de la droga, a la que apenas pude aproximarme, como tantas cosas en mi vida,  por mi condición de enfermo, de epiléptico, condición en la que las medicinas ya son de por sí mismo una droga.


YM: Luego, usted hizo un recorrido por Estados Unidos, persiguiendo la imagen de Faulkner…


JV: A París me llegó un cheque bastante cuantioso de mi familia, que no me correspondía, pero yo lo cambié… A los pocos días, me embarqué en un chárter a Estados Unidos, a Nueva York. En el avión viajaba una gran cantidad de jóvenes que iban a drogarse y vivir intensamente en Nueva York. La mayoría consumió  LSD en el avión.


Me hospedé en un hotel de Brooklyn. Aguanté varios días en ese hotel y luego empezó mi recorrido hacia el sur de los Estados Unidos, hacia la meca que yo quería conocer: la casa de William Faulkner. Fue un recorrido en Greyhound desde Nueva York hasta Ciudad de México. Pasé por casi todo Estados Unidos, dormí en hoteles, conocí muchas ciudades pequeñas, pueblos; vi a grupos de blancos muy pobres, que vivían a orillas del Mississippi y que luego sospeché que serían parte del Ku Kux Klan. Así llegué a la casa de Faulkner, en Oxford, Mississippi, cuya dueña era su sobrina nieta. Le sorprendió que yo llegara de París y que además fuera ecuatoriano, y que viniera a conocer a Billy, que según ella era un hombre al que lo único que le interesaba era la botella y los caballos… Conocí su pequeña biblioteca; me di cuenta de cuánto había leído y releído el Quijote, la Biblia y la obra de Herman Melville. Vi un dibujo que había hecho en la pared con un lápiz, un esquema de la novela Absalón, Absalón, y me quedé horas con la señora, tomando limonada. Esa fue mi experiencia en la casa de Faulkner. Firmé en el libro de visitas y creo que, al menos hasta ese momento, era el único ecuatoriano que había hecho ese viaje. Luego continué hasta la Ciudad de México.


YM: En su primer libro de cuentos, Ciudad lejana, su mirada sobre la clase social a la que pertenece es cruel. ¿Cómo se recibió el libro tras su publicación? ¿Cómo lo ve actualmente?


JV: En mi opinión, todo escritor a menudo se convierte en un crítico, en un maldito; incluso se alimenta del grupo social al que pertenece. Tolstoi, Dostoievski, Flaubert, Bolaño, Donoso, Onetti…


Ciudad lejana fue publicado tardíamente, después de una larga resistencia a convertirme en escritor. Intuí durante mucho tiempo que iba a tener una vida sedentaria frente a la máquina de escribir, artefacto detestable, por cierto, neurotizante. Yo no quería esa vida para mí, tan aburrida; hubiera querido ser un aventurero, un viajero, cualquier otra cosa. Sin embargo, cuando venciendo esa resistencia publiqué Ciudad lejana, fue un éxito, a pesar de que yo no era en ese entonces para nada conocido. Había vivido casi 14 años fuera del país y no estaba relacionado con la mafia de los escritores sociólogos de la Universidad Central ni pertenecía a grupos de izquierda. Más bien me había movido en el terreno de los hippies. Lo mío nunca fue la política.


Ese libro es una especie de balance de lo que era el Ecuador y, sobre todo, la ciudad de Quito: barroca, llena de santos, de crucifijos, de murmullos, de chismes, de viejas beatas. Ese mundo un poco siniestro que vivíamos y que ahora ha desaparecido. Era un mundo muy negro, muy limitante. Es un libro blasfemo. Es una especie de arremetida contra ese santoral que ha sido Quito.


El hecho de haberme apartado con ese libro de lo que se estaba escribiendo acá, que era literatura social, fue también un acto de rebeldía. Fue tomar el camino que yo quería. Nunca quise ser parte de una corriente, quería hacer una literatura que representara mi pasado, la memoria, que fuera una mirada sobre el mundo y también sobre mi ciudad.


YM: Hay un cuento de Ciudad lejana que hasta ahora se reedita, tanto dentro del Ecuador como fuera: “Angelote, amor mío”. Se acaba de publicar una nueva edición de Pre-Textos, ilustrada por Palomeque. ¿Cómo se gestó ese cuento? ¿A qué cree que se debe el éxito de “Angelote”?


JV: “Angelote” representa, por un lado —desde el punto de vista estético y barroco—, esas figuras que forman parte de la arquitectura y el arte quiteño. Por otro lado, en mi familia hubo un pariente homosexual, muy cercano, que tuvo una vida muy escandalosa para su entorno y la ciudad. Era un hombre culto, exquisito, era el terror de la familia. Vestía trajes lilas y leía a Vargas Llosa en francés porque decía que escribía mucho mejor en ese idioma. Formaba parte de una élite cultural que existía en Quito, en oposición a los escritores de la Casa de la Cultura, de Benjamín Carrión, de Jorge Icaza, de la izquierda de esos años. En cambio, en este grupo estaban Francisco Granizo, Carlos Tobar Zaldumbide, mi tío y otras personas. Montaba obras de teatro de Ionesco, de Becket… Era gente muy culta. Este tío participó en varios escándalos, sobre todo cuando asesinaron a un camarero en un bar gay. El bar se llamaba ‘El círculo’ y quedaba por el parque El Ejido. Así explotó todo, y fue aprovechado por el presidente Velasco Ibarra para desviar la atención pública sobre los problemas limítrofes con el Perú. Fueron años terribles, de chistes de mal gusto, machistas, homofóbicos. Eso a mí me conmovió.


Cuando inicié la escritura de Ciudad lejana, en un determinado momento, supe que iba a escribir sobre este tío. No te puedo decir cómo lo hice porque no lo planifiqué. Lo que sí supe es que tenía que ser un cuento escrito desde el rencor. Si bien el cuento posee un lenguaje barroco, que parecería recogido de los altares quiteños con toda esa floritura, esos adornos, al mismo tiempo es una arremetida contra todos los valores religiosos, la Iglesia, los ángeles, los santos, las vírgenes. Está contado desde el punto de vista de un homosexual que ha sufrido las arremetidas de clase de su pareja, que ahora está muerto. Es este tono de rencor el que, en el fondo, ha sido el éxito mayor del relato. Ese tono de reclamo, de blasfemia, un escupitajo casi metafísico hacia una serie de cosas que no se pueden aceptar, es el que en mi opinión ha causado tanto interés y tanto revuelo.


YM: A pesar del éxito de Ciudad lejana, para El hombre de la mirada oblicua, usted se aleja de esa forma de escritura, de esos escenarios. Renuncia al barroco y se aproxima a la sequedad de la novela negra. Quito empieza a compartir espacio con otras ciudades. ¿Cómo lo recibió el público y la crítica? ¿Por qué “mirada oblicua”?


JV: Ya en Ciudad lejana, en el último relato de ese libro, “Eva, la luna y la ciudad”, hay una ventana que se abre, un despojamiento del estilo barroco. Yo ya intuía que para el futuro, para los otros libros que seguiría escribiendo, el estilo sobrecargado y barroco de “El caballero de San Juan” o de “Angelote” no me permitiría llegar a ciertos escenarios o situaciones que yo quería abordar. Esa escritura era necesaria para ese libro, para el tratamiento de un Quito de los años cuarenta y cincuenta, e incluso de antes, pues hay cuentos que se desarrollan en la Colonia. El hombre de la mirada oblicua representa el encuentro con una ciudad andina moderna, en donde hay otro tipo de conflictos.  Ahí buscaba otra escritura y eso fue por lo que aposté.


En ese libro hubo una propuesta, una apuesta vinculada a algo que es mi pasión: la novela negra, la novela gótica, la novela de espionaje, los géneros menores. Esto no fue recibido con tanto entusiasmo por los llamados críticos, si es que alguna vez ha habido un crítico en este país, o por los académicos, o por la gente que quería que siguiera escribiendo cuentos y novelas de venganza social. El momento en que me alejé de esa propuesta, El hombre de la mirada oblicua fue recibido, al menos aquí en el país, con bastante indiferencia porque me incliné por lo detectivesco, por una ciudad más de clase media, con otro tipo de conflictos. Eso ya no gustó demasiado a los izquierdosos de la época, que eran los dueños del discurso literario desde la Casa de la Cultura.


YM: En este nuevo libro aparecen varios de los personajes que se quedarían en su literatura: el Dr. Kronz, Félix Gutiérrez; vuelve a aparecer Roldán. ¿Es en este libro donde encuentra su forma de narrar definitiva, su atmósfera, sus personajes?


JV: Efectivamente, El hombre de la mirada oblicua es el libro en el que, de una manera un poco enigmática, casi secreta, yo estoy sembrando, incorporando una serie de elementos que van a ser decisivos para el conjunto de mi obra. Es como el primer territorio trazado con una cierta precisión de lo que es mi ciudad y algunos de mis personajes. Hay un enorme alejamiento de una serie de aspectos de Ciudad lejana. Esa fue mi audacia y mi desafío.


En este libro aparecen personajes como el Dr. Kronz, que ha sido decisivo no solamente en mi obra, sino que, a esta altura y según algunos críticos, no solo es un aporte a la literatura ecuatoriana, sino también latinoamericana. Este médico checo que llega a una ciudad andina me permitió ver los Andes y esta ciudad con otra mirada. Habíamos estado acostumbrados a no ver ciertas cosas que nos desagradaban; y de pronto llega este Dr. Kronz con toda su humanidad, sus contradicciones, su cigarrillo, su vodka, su forma de ser, y mira esta ciudad: el mundo indígena, la burocracia. Tiene incluso una profunda historia de amor. Eso es lo que aporta el doctor. Todo esto se terminaría de hacer en el siguiente libro: El viajero de Praga.


La primera vez que aparece este médico fue una inspiración ocurrida intuitivamente, como a menudo suele ocurrir en la literatura. Uno no puede explicar cómo aparecen los personajes. El doctor Kronz se me instaló como una especie de aparición mientras yo caminaba por la Mariscal y vi la figura de un hombre de unos 45 o 50 años, que desde el principio supe que era un médico checo. Nunca he estado seguro de si lo vi o fue solo una visualización. A partir de eso, a los pocos días escribí el primer cuento sobre este médico, que se llama “El jockey y el mar”.


Roldán sí procede de un personaje concreto: un hombre que vivía cerca de la casa de mi madre, en la calle Bosmediano, al que un día vi colgado de las rejas de una puerta. Era un inválido con una mirada feroz. Me llamó la atención su violencia, todo el odio del mundo parecía estar contenido en ese hombre. Hice unas cuantas averiguaciones y descubrí que era de una familia aristocrática decadente.


Estos dos personajes, que me han acompañado en toda mi obra, son parte de El hombre de la mirada oblicua.


¿Por qué El hombre de la mirada oblicua? Justamente por Roldán. Porque este hombre parecería que miraba a los otros desde lo incierto, desde lo oblicuo, lo oscuro. El excesivo realismo, la precisión, nunca me han interesado. He preferido dejar hilos sueltos, la posibilidad de que el lector adivine, complete la historia. Eso ha sido una labor que me propuse desde el comienzo por mi relación con muchos autores, como Pavese u Onetti.


YM: Luego se publica, ya fuera de Ecuador y en Alfaguara, su primera novela, El viajero de Praga. A mi juicio, una de las mejores que ha escrito. Aquí, el Dr. Kronz ya es protagonista. ¿Cómo se sintió presentando su novela en Madrid o en México? ¿Hubo un sentimiento de consagración? ¿Cómo la recibieron en Ecuador?


JV: Cuando se publica en España —incluso hay un video que hizo Juan Antonio Gamero en Madrid—,  fue presentada por Luis Landero y Juan Cruz, que en ese tiempo era director del diario El País. El libro fue leído y comentado en España y luego en México. Se comentó que tenía una propuesta diferente a la de las novelas que estaban fundando naciones literarias, como lo habían hecho algunas del Boom. Más bien formaba parte de una corriente intimista, en la que se encuentran varios de los mejores autores, como Pitol, Fonseca, Manuel Puig.


En Ecuador hubo una crítica, académica, que escribió un comentario diciendo que el Dr. Kronz era racista. Pero esta señora decidió leerlo de otra forma y el libro estuvo estancado como tres meses sin que se moviera. Luego se levantó solo, por su calidad. Muchos años después, esta crítica me pidió disculpas. Por otro lado, todo un grupo de escritores de izquierda, por el hecho de que el Dr. Kronz se marchara de la Checoslovaquia comunista, quisieron maldecir el libro y maldecir a Vásconez… En fin, todos estos desatinos ocurrieron cuando se publicó El viajero.


A pesar de todas estas vicisitudes, por suerte, la buena literatura, aquella que está escrita con pasión, termina imponiéndose. El Dr. Kronz y El viajero han ido ocupando el lugar que se merecen.


Hay una propuesta en El viajero. Yo deseaba hacer un balance de lo que se había hecho antes en este país: novelas indigenistas, costumbristas, y tratar —a través de un personaje del exterior, de un viajero— de ofrecer una mirada diferente, refrescante sobre nuestra realidad. Ese fue mi plan. No sé si lo logré plenamente, pero eso fue lo que intenté: ampliar, enriquecer, vincular a la literatura del Ecuador con otras literaturas y con otros personajes; sacarla de este vientre oscuro y fresco de la vasija de barro en la que a veces nos encanta estar.


YM: Un elemento que me llamó mucho la atención en la relectura de El viajero de Praga fue la presencia de los pájaros que el Dr. Kronz se ve seducido a traficar. ¿Usted crió canarios?


JV: No solamente tuve un criadero de canarios, sino que incluso durante un tiempo viví de ellos. Cuando regresé de Europa tuve muchos problemas familiares, supuestamente me había hecho comunista, en fin. Además, yo estaba completamente desvinculado de todo, no tenía amigos, casi no había hecho el colegio acá. Estaba muy solo y, de pronto, se me ocurrió leer unos cuantos libros sobre la maravilla de criar canarios, y eso fue lo que hice. Un par de años viví de esta actividad, y me fue bien.


Eso debe de estar vinculado con mi interés por los animales. Estos seres que uno no termina de saber quiénes son. Desde muy niño, quizá porque viví algunos años en el campo, tuve una fascinación por los animales. Casi sin darme cuenta, fueron apareciendo en mis libros: perros, gatos, caballos. A algunos les doy una dimensión de humor: el gato del Dr. Kronz dialoga filosóficamente con él, lo contradice, incluso se burla. También hay unos monos malditos que se niegan a participar en el complot en que se ve envuelto el Dr. Kronz en Barcelona. Hay un cuento mío, “Orfila”, relacionado con los caballos. Y la novela La sombra del apostador.


YM: Luego, Javier, ¿cómo ha logrado mantenerse económicamente?


JV: Bien sabes, Yanko, que una de las formas en las que yo he logrado mantenerme económicamente es a través de las ediciones. Las hemos hecho juntos, novela ecuatoriana, poetas; he publicado a Carrera Andrade, Escudero, Gangotena. Siempre me ha parecido que uno de los fallos que ha habido en Ecuador no está relacionado estrictamente con su literatura, sino con la calidad de sus editores. Esto me llevó a la edición porque además, a causa de la epilepsia, siempre tuve problemas con el trabajo.


Pero también hay una parte un poco más secreta y más personal en mi forma de sobrevivencia que parte de una herencia familiar, con objetos de arte, santos, figuras y esculturas coloniales, alfombras, bargueños, lámparas vienesas. Por ejemplo, gracias a una lámpara maravillosa que le vendí a un señor árabe que vivía aquí en Quito, me pude mantener unos cuantos meses en el hostal Hispanoamericano, de la Gran Vía en Madrid, y es ahí donde escribí parte de La sombra del apostador. A partir de estos objetos, algunos de ellos de gran valor económico, que he ido vendiendo por aquí y por allá, he logrado redondear mis ganancias. Siempre he considerado que la ciudad de Quito es una especie de anticuario. Últimamente, todo eso ha perdido interés; el arte colonial ha dejado de interesar a la gente.


YM: Como usted sabe, Javier, ahora vivo en el valle de los Chillos. No he podido evitar regresar a sus libros, recordar ambientes de sus novelas, de El viajero de Praga, pero también de Jardín Capelo. ¿Por qué Los Chillos? ¿Por qué Capelo?


JV: El valle de los Chillos es amplio, luminoso. Fue el asentamiento de muchas familias antiguas de Quito que tenían ahí sus casas de campo, y está muy relacionado a la ciudad, a su pasado. Hay casas coloniales de una gran belleza arquitectónica. Entre las casas existentes en el valle de los Chillos, está Capelo que fue de mi familia, donde pasé mi infancia. Ahora todo eso pasó a la decadencia y a la ruina, como es característico en mi vida, lo que es una temática extraordinaria. Buena parte de la literatura habla de la decadencia; parecería que se alimenta de las ruinas más que de la luz.


Esta casa, Capelo, ahora es de una cooperativa o algo así. En algún momento escribí esta novela como un homenaje a esa casa, a la posibilidad de la construcción de un jardín. El personaje de la novela es un catalán que viene a organizarlo. Todo eso es ficción, pero el escenario es el valle de los Chillos, lugar que conservo impecable en mi memoria. Nunca he entendido por qué la ciudad de Quito no fue construida allá.


YM: La novela corta El Secreto era parte de El viajero. ¿Por qué las separó? ¿Por qué darle voz a un personaje marginal, a un criminal?


JV: En una primera versión de El viajero de Praga, El secreto estaba incluida en ella. Fue el editor mexicano Sealtiel Alatriste, quien, al leer la novela, me dijo que esa parte podría salir del manuscrito principal casi sin tocarlo porque es totalmente independiente y no tenía nada que ver con el resto del libro. Es lo que hice, seguí su consejo. Ahí te das cuenta de que existen buenos editores, que no solamente imprimen los libros, sino que ayudan a componer, que sugieren cambios radicales, como ocurrió con Carlos Barral, que le sugirió el título La ciudad y los perros a Vargas Llosa.


El secreto proviene de un asesino, un violador, que aparece en Quito y lo arrestan. Un amigo periodista va y lo entrevista y aparece una crónica en el periódico. Yo tuve la suerte de conocer a Camargo gracias a que este amigo me permitió contactarlo en la cárcel. Hablé con él una vez: era increíble este hombre, su limpieza, su pulcritud, su elegancia. Uno no podía creer que se tratara de un psicópata, era tal la educación con que hablaba. Y detrás de ese hombre, estaba la muerte de ochenta niñas.


Siempre me ha interesado saber dónde empieza y termina lo que llamamos “normalidad”, en qué momento nos convertimos en psicópatas. Ese fue el germen de esa novelita, que también ha tenido mucho éxito.


YM: Luego, usted se instala en una casa en La Mariscal. En ella escribe La sombra del apostador, que hace poco fue reeditada por la Universidad San Francisco de Quito. Ahí reaparecen personajes que ya estuvieron presentes en sus cuentos: Roldán, el Coronel Castañeda. Ya se pueden respirar los ambientes y el estilo de la novela negra. Hábleme de esa casa y de esa novela.


JV: La casa de la Mariscal fue uno de los lugares en los que he sido más feliz. He vivido en muchas casas, hoteles, hostales, pensiones. Todas, curiosamente, se han ido destruyendo. A la casa de la Mariscal llegué bastante maduro y la convertí en mi lugar de trabajo. Ahí terminé El viajero de Praga, algo de La sombra del apostador, empecé Jardín Capelo. Esa casa, además, fue un lugar magnífico de reunión con muchos amigos poetas y escritores. Iván Carvajal, el poeta Oñate, tú, Francisco Estrella… Fue lugar de tragos, de conversaciones, de noches muy literarias, muy amistosas. Cosa que desgraciadamente ya ha desaparecido, hemos envejecido, la política nos ha separado. En esa casa ordené por primera vez mi biblioteca y tenía una pequeña colección de licores, whiskys especiales...


En La sombra del apostador se encuentra sintetizado el universo, el territorio que me había propuesto. Casi todos los personajes están presentes: Roldán, el Coronel Castañeda, el Dr. Kronz. Es un homenaje a la novela negra, que no es lo mismo que la novela policiaca. La novela negra está más cercana a cierta forma de ver la realidad: oscura, me atrevería a decir, melancólica. Es, también, un juego y un homenaje a Cervantes: es la historia de una novela que se está escribiendo, que se está dejando escribir. Esa era otra de mis propuestas, otro de mis desafíos.


La escribí bastante rápido. Terminaba un capítulo y se lo mandaba a Mercedes Mafla. Eso sucedía cada cuatro o cinco días, trabajando nueve o diez horas. Ella me lo devolvía no con correcciones ni comentarios muy extensos, sino más bien como alentándome, estimulándome. Fue un ejercicio apasionante. Por supuesto, de ahí salió una primera versión. Luego la corregí diez, doce veces. Pero esa fue la forma en que la escribí, como si en algún lugar tuviera que publicarla, siguiendo el estilo de los pulp fiction americanos. Fue muy estimulante. Un proceso completamente diferente de cómo hice El viajero, novela que escribí reposadamente, aislado en un apartamento de un amigo en Bahía. En las noches veía películas de cowboys y tomaba whisky hasta que me dormía y al día siguiente comenzaba a escribir y sentía que el Dr. Kronz salía de mi cabeza para que lo pudiera escribir. La sombra del apostador fue escrita bajo un estímulo.


YM: Hay una escena de La sombra del apostador que a usted le es muy cara. Se trata del encuentro entre el Coronel Castañeda y su hija. ¿Cómo la escribió?


JV: Para mí ese capítulo es uno de los pasajes que más me ha costado escribir y de los que me siento más orgulloso. Yo supe desde el comienzo que tenía que haber una relación incestuosa, y quería tratar el tema con delicadeza y con muchísima distancia. Pasé muchos meses tenso, porque no encontraba el tono, la forma de escribir ese capítulo. Todo me parecía brutal, lleno de lugares comunes, hasta que un día, en la galería en la que trabajaba, mientras leía el periódico, entró una señora para preguntar el precio de unos cuadros, y fue el perfume que traía la señora lo que me inspiró para resolver ese capítulo. Me di cuenta de que la única forma de contarlo era a través del olor que la niña llevaba en el cuerpo. Ese mismo rato dejé el periódico, salí corriendo y me puse a escribir. Luego leí mucho, me familiaricé con el mundo de los perfumes, con el hecho de que el olfato es, probablemente, el sentido menos moralista, el que acepta más fácilmente cualquier cosa que ocurra. El haber resuelto esta situación, que podía ser brutal, de esta manera, funcionó bien.


YM: Luego se publicó su libro de cuentos Invitados de honor. Si bien en El viajero de Praga se nota la intención de homenajear a Kafka, en estos nuevos cuentos ese proceso se hace más evidente. Grandes escritores vienen a Quito en esas narraciones. ¿Cómo funciona el mecanismo de esos homenajes?


JV: Siempre he sentido un gran aislamiento de la literatura de este país, y por nuestra propia culpa: no hemos logrado crear una maquinaria, crítica, periodística, editorial, que vincule a nuestros poetas y novelistas con otros países. Parecería que padecemos una maldición hacia el encierro casi volcánica. Esto me empujó a la posibilidad de que, ya que no logramos colocar a nuestros autores fuera, más bien sean los escritores de afuera los que lleguen acá. Nabokov fue un verdadero experto en mariposas y Ecuador es una potencia en esos insectos. Por eso escribí “Thecla teresina”, que es una versión minúscula de Lolita, con su variantes. En relación con Kafka pasa lo mismo. Lowell es otro de los protagonistas. Lo mismo puedo decir de “Billy”: yo siempre he dicho que Faulkner es el gran escritor latinoamericano. Su obra ha influido a escritores como Carlos Fuentes, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa. A este hombre, fanático de los caballos, por qué no traerlo a esta ciudad invitado por Benjamín Carrión; y en el momento en que llega, se da cuenta de que no le interesan para nada ni Carrión ni la Casa de la Cultura. Más bien decide ir a un hipódromo, en La Carolina. Todas estas anécdotas, estos cuentos, son homenajes a algunos de los maestros que han tenido mucha importancia en mi vida y mi escritura.


También era una manera de quitarme las moscas que siempre zumban sobre nosotros, que son los autores que admiramos. Me pasé con la sombra de Faulkner diez, quince años, y sacármelo de encima tomó mucho tiempo. La escritura de este libro me entretuvo mucho, posiblemente habría que hacer una segunda parte, con otros autores, no sé.


YM: De ese proyecto se desprende la novela El retorno de las moscas, un homenaje  a John Le Carré y a su personaje, Smiley. Nuevamente se nota la presencia de la novela negra. ¿Por qué es tan importante este tipo de narrativa para su escritura?


JV: El retorno de las moscas era un cuento más, pero mientras lo escribía me di cuenta de que se había convertido en una novela corta. En ese caso, di otra vuelta de tuerca a John Le Carré. Las novelas de espionaje tienen sus códigos. Si la novela policiaca te enseña a resolver enigmas con una cierta lógica, la novela de espionaje tiene la característica de descubrir secretos de la condición humana y del poder. Si hay alguien que me ha enseñado todo lo que el secreto implica en la literatura, ese es John Le Carré. De él he aprendido la importancia del secreto. En un mundo como el mío, el secreto tiene una enorme importancia para hablar del amor; el deseo sin secreto no existiría, están siempre unidos. Estos recursos yo los he extraído de muchos géneros menores, de la novela de espionaje… Son experiencias de lector, de un lector irreverente que ha sabido sacar de todos estos géneros ciertas cosas que me han enriquecido. Por eso me gusta mucho el cine y  la literatura popular.


YM: En La piel del miedo aparece otro personaje que se volverá recurrente: Jorge Villamar. Esta novela abre con un pasaje que me parece excepcional: un niño, ante la violencia de su padre, sufre un ataque de epilepsia. Usted ha padecido esta enfermedad. ¿Qué papel ha tenido en su vida y en su literatura?


JV: Todas las enfermedades son un atentado contra la vida,  incluso contra nuestra libertad. A mí me aconteció en la adolescencia. Antes de mi primera crisis, yo era un chico completamente sano y me movía por la ciudad en bicicleta o a pie. Después de esa infancia de libertad, la llegada de la epilepsia, la llegada de la oscuridad a mi vida, fue muy duro. Me convirtió en un muchacho profundamente introvertido, inseguro, perdí capacidad de movimiento. Sin embargo, un escritor saca algo de cada una de sus experiencias. La epilepsia me internó profundamente en la literatura. Pasé de la infancia a la adolescencia completamente entregado a la lectura y me convertí en alguien que recelaba muchísimo, aprendí a observar a las personas.


La epilepsia es como un rayo que te fulmina, que te quita la consciencia. Esto produce un cierto horror. Cuando te despiertas, y esto me pasó a mí en el primer ataque, no tenía idea dónde estaba ni lo que había a mi alrededor. Tuve que volver a nombrar el mundo. A señalar y nombrar la mesa que estaba al lado, al cuadro frente a la cama. Me di cuenta de que el mundo estaba hecho de palabras. Y todos estos descubrimientos de subjetividad, de interioridad, me llevaron a la literatura.


La piel del miedo es probablemente la novela que más me ha costado escribir, porque tuve que sortear una serie de prejuicios, inseguridades; no quería caer en sentimentalismos. Quería que la epilepsia formara parte de la novela. Pero, también, esta novela es la que inaugura una corriente memorialista. Un día me di cuenta de que en mi vida —no solamente por la epilepsia, sino también por mi situación social, por mis viajes, por la relación compleja con mi familia— era un territorio que quería explorar literariamente. Luego, he seguido ahondando en esta exploración y me he dado cuenta de que es inagotable. Ahí se mezclan recuerdos, experiencias literarias, viajes, obsesiones, incluso elementos muy contradictorios de mi carácter.


Cuando leí el capítulo al que te referiste, en la Casa de la Cultura, recuerdo el silencio que sobrevino, porque es la historia de este niño que en un momento de violencia familiar, de alcoholismo del padre, con disparos y una serie de acontecimientos bastante aterradores, tiene una crisis de epilepsia y se le abre un mundo desconocido.


YM: Otro tema de La piel del miedo es la amistad…


JV: Siempre he dicho que la amistad es un arte. Es el arte de compartir, no solamente secretos, copas con los amigos, sino que también es algo que te acompaña toda la vida. No hay que confundirla con esas relaciones grupales, de jorga, a veces un poco banales y frívolas. Considero profunda aquella relación de amistad en la que confías plenamente en un hombre. Sobre todo esas amistades literarias que son tan necesarias, tan excepcionales y que tanto han enriquecido la literatura. Por ejemplo, la amistad de Joseph Conrad con Henry James era admirable: conversaban, se corregían, se prestaban manuscritos… La amistad de Pound con Joyce también ha sido un ejemplo de enriquecimiento mutuo. Pound destrozó el manuscrito de Ulises; lo mismo ocurrió con los manuscritos de Eliot.


He intentado, aunque no siempre lo he conseguido, hacer de la amistad un arte. He tenido la suerte de tener grandes amigos. Esto va más allá de lo que cada uno sea. Hay una felicidad de compartir conversaciones, sobre todo en una ciudad como Quito. A ese nivel, la amistad crea unos puentes y unos vínculos literarios que son admirables para el desarrollo de la obra de un escritor. Yo siempre, o casi siempre, he dado a leer mis novelas a mis amigos, he escuchado sus comentarios, sus correcciones.

En la novela hay un juego con la amistad, un pacto de sangre, entre el niño protagonista y un amigo, que con el tiempo descubre que se ha convertido en una especie de psicópata en Estados Unidos. La novela es un canto a la amistad infantil, a la época en la que uno descubre tantas cosas: el alcohol, el sexo, en fin.


YM: Un personaje de La piel del miedo es una cantante, que no solo aparece en esta novela, sino también en cuentos como “Café Concert”. ¿Por qué le atrae tanto ese personaje?


JV: Yo iba en Madrid, de niño, de vacaciones, luego de coger un tren desde Chesterfield, a cinco horas de Londres, donde me ponían un letrero que decía “Niño va a Londres”, así de inocente era el mundo en esos días. Llegaba impecable a la estación, donde el director me invitaba una taza de té, me daba unas dos o tres galletas, cogía el teléfono y llamaba a la Embajada del Ecuador a informar que el chico había llegado. Dormía una noche en la embajada y al día siguiente salía para Madrid, donde vivían mis padres.


En España yo tenía tres meses de libertad, en verano, en los que me movía por la ciudad. En esa época estaba de moda Sara Montiel, con su sensualidad, su belleza. A los once años mi madre me llevó a verla y me quedé deslumbrado. Fue tal mi fascinación por esta mujer que empecé a gritar y cuando terminó, ella se dio cuenta, se acercó, sonrió y me puso la mano en la cabeza. Yo quedé absolutamente deslumbrado y desde ese día decidí que una de las cosas que más me gustaban en el mundo era escuchar a las mujeres cantando. No solamente era la voz de Sara Montiel, sino su vestido, sus lentejuelas, el escenario, toda la belleza del espectáculo.


YM: Luego, en La otra muerte del doctor, regresa Kronz. ¿Cómo se le ocurrió juntar Nueva York, Praga y el páramo ecuatoriano?


JV: Una de mis propuestas estéticas ha sido siempre vincular a mi país con otras culturas. En esa novela, aprovechando una invitación que le hacen al Dr. Kronz para que hable del soroche, esa enfermedad tan andina, se teje una trama en la que el doctor se encuentra con una antigua amante. Entonces, se teje este vínculo entre Nueva York y el páramo, este lugar tan importante, por ejemplo, en las novelas de las hermanas Brontë. Eso es lo que hice, juntar un lugar tan cercano a todos los mitos de la modernidad —Nueva York— con otro que de alguna manera representa lo salvaje, lo aislado.


YM: En su obra se alternan grandes proyectos de novelas complejas, largas, con cuentos y novelas cortas, como las cuatro reunidas en Novelas a la sombraJardín Capelo, El secreto, El retorno de las moscas y La otra muerte del doctor—. ¿Cuál es la diferencia entre estos tres géneros de la narrativa de ficción? ¿En cuál se siente más cómodo?


JV: Está en la libertad de un escritor la posibilidad de abordar distintos géneros. La novela corta, que en América Latina tiene algunas ejemplos magistrales —Los adioses, de Onetti; Aura, de Carlos Fuentes; El Lugar sin límites, de Donoso y un largo etcétera—, parecería que se presta para la perfección. Es un espacio donde no se tiene las limitaciones del cuento, que es, más bien, un fulgor, que está más cerca de la poesía; que es un género más neurótico y, en algunos aspectos, más intelectual. En cambio, la novela corta parece instalarse con  gran docilidad en las manos de un escritor.


La novela es una construcción, un edificio; es muy generosa, se alimenta de varias disciplinas. De la historia, la sociología, la arquitectura. La novela es un verdadero cuadrilátero donde pugnan las situaciones de amor, odio, poder, ambición, etc. Una novela donde no se perciba un conflicto, que sea simplemente un discurrir de palabras o de situaciones, me resulta fallida. En ese sentido, me parece que la novela actual se olvida de uno de los recursos esenciales de la novela del siglo XIX: el conflicto. Por otro lado, como escritor, en la novela hay muchas cosas que controlar: el estilo, la cadencia, los diálogos, la estructura, las atmósfera; no solo la descripción de ambientes, sino también la atmósfera psicológica, a veces moral.


Hay un género, sin embargo, al que no me he acercado: el ensayo literario. Siempre he creído que es muy importante. Soy un gran admirador de aquellos narradores que han logrado acometer este género a la manera de ciertos escritores que admiro, como Sergio Pitol. Mis puntos de vista literarios, mis reflexiones sobre mis lecturas, incluso mis puntos de vista sobre el cuento o la novela los he ido soltando en mis escritos de ficción, como la que está por salir: El coleccionista de sombras, donde hay una proliferación de reflexiones sobre el oficio de escribir y mi relación con los libros, especialmente con ciertas novelas que he amado.


YM: En la siguiente novela, Hoteles del silencio, Jorge Villamar vuelve a encontrarse con su padre. El suyo también fue escritor. ¿Cómo fue su relación con él?


JV: Mi padre fue escritor e historiador. Fue autor de varios libros, entre esos una buena biografía de Juan Montalvo y otros libros históricos sobre varios generales republicanos, como Juan José Flores. Pero yo no tuve una buena relación con él. Más bien me hizo el camino difícil como escritor. Me facilitó las lecturas y la posibilidad de convertirme en un lector libre, eso sí. Siempre me puso en colegios internos, como si yo estorbara en la casa. No sabía qué hacerse conmigo. Sin embargo, cuando se publicó Ciudad lejana el libro llegó a sus manos, no porque yo se lo llevé, sino porque algún amigo —creo que fue Nicolás Kingman— se lo entregó. Me llamó por teléfono y me dijo que, si bien tenía una dosis de traición, al contar una serie de secretos familiares, me felicitaba; me dijo que lo había superado totalmente como escritor, lo que no me conmovió demasiado, porque yo nunca lo admiré como escritor. En fin, no dejé de agradecerle ese gesto.


Cuando murió me sorprendí pensando “¿quién era este hombre?”. Nunca tuve la oportunidad de ir a comer un ceviche con él. Siempre recibí órdenes o consejos en un tono autoritario, como si cada vez estuviera a punto de equivocarme. Eso me creó muchas inseguridades. Con él, parecía que todo iba a salir mal.


YM: Otro elemento importante en esta novela es la fotografía, a partir de un personaje: el fotógrafo Félix Gutierrez, que tiene una galería de retratos. ¿Por qué la fotografía está tan presente en toda su obra?


JV: Félix Gutiérrez aparece por primera vez en La sombra del apostador. Hay un retrato que él hace del coronel Juan Manuel Castañeda en el momento en que está disparando; se cola una mosca que aparece en el retrato de este hombre solemne, severo, incluso cruel, que representa lo peor de la vieja aristocracia de este país: la arrogancia, el orgullo…


En Hoteles del silencio, Félix Gutiérrez se convierte en un personaje fundamental. Tiene una casa por El Dorado, un museo donde ha ido acumulando todas las fotos que ha hecho de los personajes de la ciudad, los políticos, los poetas, distintos hombres importantes. A partir de esta anécdota, tuve la oportunidad de cumplir algunas pequeñas venganzas, con un poco de humor negro; esos pequeños caprichos que se puede permitir un escritor. Las fotografías de algunos amigos que aparecen en el museo están colgadas en la sala, pero también aparece algún presidente de la república, algún político o poeta que no es de mi simpatía. Por otro lado, es un homenaje a la fotografía, a esta actividad que yo tanto admiro y amo. Mientras el cine es movimiento, acción, la fotografía está en el terreno del instante, de la pura memoria. Para eso se necesita una gran dosis de poesía, de precisión. Gracias a este género, he logrado aproximarme a cierta intimidad desde el punto de vista de la imagen, de la luz. He logrado hacer retratos del Dr. Kronz y de otros personajes de mis novelas.


YM: Otro tema de esta novela son los celos; el amor, pero especialmente los celos…


JV: Hoteles del silencio es un pequeño tratado de los celos. Si uno indaga sobre los celos en tratados de psicología, en libros de grandes autores —empezando por Shakespeare—, se da cuenta de que es uno de los grandes temas de la literatura, así como el amor, la muerte o la codicia.


Si a esto le añades mi fascinación por los hoteles, estos lugares donde la gente va por unos días, frecuentados por todo tipo de personajes: criminales, viajeros, periodistas, hombre de negocios, adúlteros… Todo eso, mezclado con los celos, dio una novela con alta dosis de oscuridad.

Detrás de todo celoso hay un novelista, el cual va construyendo una historia donde su pareja seguramente está con alguien. Incluso desea que eso ocurra, para que la novela o el relato tenga sentido.


YM: Hay un aspecto que es recurrente en su narrativa: los caballos de carreras, el hipódromo. ¿De dónde viene ese interés, qué significado tiene en su vida?


JV: Eso viene de mi infancia. En Quito, hace muchos años, donde hoy es el parque de La Carolina había un hipódromo, muy discreto, al que asistí muchas veces. Desde ese momento empezó mi interés por las carreras, las apuestas, los caballos. En nuestro medio hay el prejuicio de que las carreras de caballos están relacionadas con la aristocracia, y otros absurdos. A los hipódromos de ciudades como Lima, Bogotá, Buenos Aires o Londres acuden todo tipo de personas. Hay mucha gente de origen popular, verdaderos fanáticos de los caballos, de los jockeys. Es un mundo muy rico. En París, los hipódromos estaban conectados con los bares y muchísimas viejitas y viejitos se sentaban a tomar café; de pronto empezaba a sonar, cerca de la barra, una campana que anunciaba quiénes habían ganado. Esta gente pasaba toda la mañana haciendo cálculos y hablando sobre caballos. Me encantaba ver a esas viejitas tan pulcras, casi inocentes, que sin embargo apostaban. Alrededor de los caballos de carreras hay una serie de historias, algunas de ellas muy tristes, muy duras, así como sucede con los casinos, porque hay grandes pérdidas.


YM: Para terminar, Javier, esta entrevista que ya se ha hecho larga, una pregunta final: Según Isaías Berlín, hay dos tipos de escritores, zorros y erizos. Los zorros serían aquellos a los cuales les interesan muchos temas, mientras que los erizos serían los que solo tienen un tema, al que abordan de distintas maneras. ¿Qué tipo de escritor considera que es usted?


JV: Personalmente me considero un erizo, porque he estado toda mi vida centrado en un solo ambiente, desde el cual  he intentado fabricar salidas, buscar otros mundos…

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