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Ante la delacion de la forma

Ensayo

Ante la delación de la forma
(a propósito de una novela de Mario Levrero)

Andrés Cadena

Número revista:

4

Tema libre

Bajo el sugestivo título de El discurso vacío, el escritor uruguayo Mario Levrero publicó en 1996 una novela que se planteaba evitar una trama convencional: se basaba en una serie de ejercicios de escritura manual ejecutados como terapia grafológica, sustentada a su vez en una supuesta relación entre la letra y los rasgos del carácter: «Cambiando pues la conducta observada en la escritura, se piensa que podría llegarse a cambiar otras cosas en una persona»[1]. Al pensar en sus probables lectores, el narrador protagonista declara que busca someterlos a su «propia espera disimulada, a la misma actitud […] de una delación de la forma» (Levrero, 2006: 44). En otras palabras, propone la posibilidad de que tras una escritura que no trate de un tema estructurado se pueda percibir algo diferente bajo la superficie textual.


Llevando la reflexión sobre la forma más allá del ámbito literario, podemos establecer un vínculo entre la propuesta de Levrero con el momento que se vivía en ese mismo tiempo (fines del siglo XX) en las artes visuales. Nelly Richard encuentra que en la posmodernidad la realidad se figura como «una imagen de imágenes», en donde el referente real se disipa entre «cadenas de signos que se funden miméticamente unas con otras hasta producir un completo nivelamiento de significados y significantes». Sería, en otras palabras, el triunfo de lo imaginario sobre lo simbólico; entendiendo lo «imaginario» como la cultura de las imágenes, «la planitud de las formas transparentes sobre el volumen de los significados quebrados»[2]. ¿Puede pensarse que Levrero apela a una planitud de la forma (escritura) que se transparente? Presumiblemente sí. Pero entonces, ¿cuáles son los «significados quebrados»? Si a esta última expresión correspondemos el sintagma «discurso vacío», deducimos fácilmente que en la novela el discurso puede conllevar el significado, y el vaciamiento se equipararía con el quiebre.


Tal reflexión se sustenta en el énfasis que hace el narrador en el dibujo de la letra y no en el contenido: «una especie de escritura insustancial pero legible» (Levrero, 2006: 20), que está orientada por la «necesidad imperiosa de conseguir una continuidad en mis actividades, un orden, una disciplina –porque la dispersión y la inanidad de los días son apabullantes, deletéreas, conllevan pérdida de identidad y le quitan significación al existir» (Levrero, 2006: 29). En este sentido, el protagonista está en tensión con su época, signada por la fragmentación y la movilidad de las fronteras. De hecho, la idea de vaciar al discurso es sintomática de la des-identidad. Foucault ya había propuesto que en el arte del siglo XX la semejanza cede su hegemonía frente a la similitud. Así, encontraba que en ciertos cuadros de Magritte «en lugar de mezclar las identidades, resulta que la similitud tiene el poder de quebrarlas»[3].


En la novela en estudio, no sólo está quebrado el discurso; o, en otras palabras, cabe preguntarse ¿qué contenidos del discurso se han quebrado? En el prólogo[4] del libro, el primer verso denuncia: «Aquello que hay en mí, que no soy, y que busco» (Levrero, 2006: 13). Esto, unido a que luego el texto se organiza como un diario fechado, nos dice que, más allá del vaciamiento, el libro trata sobre el protagonista: es una construcción de él por sí mismo. Si en la modernidad el autor (el genio, inspirado, etc.) era el punto de partida de la obra, en la posmodernidad se pone en juego la construcción —y con ello, la des-construcción— de tal autor, del sujeto, del Hombre.


Ahora bien, si pensamos al texto autobiográfico como una especie de (auto)retrato, conviene traer a colación lo que Jean-Luc Nancy devela sobre cómo en el retrato la idea de sujeto se pone en cuestión. Si el sujeto «vuelve íntegramente a sí» en la obra, el retrato, es decir la obra-sujeto, desborda en su mirada y ya no implica un retorno a sí, sino una exposición, una apertura: «la mirada no es nada fenoménico; por el contrario, es la cosa en sí de una salida de sí, por la cual solamente un sujeto se hace sujeto […] no es una mirada sobre un objeto, sino la abertura hacia el mundo»[5]. En tal sentido, el retrato de Levrero también nos habla del mundo (fragmentado, rutinario, anodino) en que vive y, así, de la imposibilidad de retratarse como «obra de arte» clásica, trascendente. La mirada/abertura de este retrato es el texto en sí, entonces este no encierra significados, sino que quiere ser una explosión de ellos.


Pronto, el narrador se da cuenta de un giro inesperado en su proyecto: «estos ejercicios que estoy haciendo para afirmar mi carácter son una torpe sustitución de la literatura» (Levrero, 2006: 25). Y piensa en publicar: «Tengo la necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron[6], en letras de molde» (Levrero, 2006: 36). En otras palabras, busca construirse como autor, auto-erigirse como el creador clásico, pero en el acto nos muestra sus ansias y sus fallos, la dificultad que desdice del autor genial romántico. Así, más que certezas, la literatura del narrador nace de la necesidad —por tanto, de la falta— de tales certezas: «Si escribo es para recordar […] mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones» (Levrero, 2006: 104).


Entonces, ¿qué es lo que le queda al narrador? «Hay un discurso —un estilo, una forma, más que un pensamiento— que se impone ansiosamente a mi voluntad» (Levrero, 2006: 41). La forma, la letra escrita, el ejercicio grafológico, es la parte más material de un texto. Es lo que da cuerpo al texto. Pero es un cuerpo que, aunque puede percibirse diferenciable del contenido, no puede existir sin él: «Parece que la función de escribir o de hablar es por completo dependiente de los significados, del pensar, y no se puede pensar conscientemente en el pensar mismo; de igual modo no se puede escribir por escribir o hablar por hablar, sin significados» (Levrero, 2006: 39). En otras palabras, lo que encuentra el narrador es que no existe corporeidad textual sin significados.


De manera análoga, se ha encontrado que el cuerpo está signado por el lenguaje. Los dos ámbitos, indisociables, configuran la experiencia humana. Cuando Judith Butler propone deshacer el género en tanto construcción social y humana, indaga en el concepto de lo humano: «para que lo humano sea humano, debe relacionarse con lo no humano [...] Esta relación con lo que no es uno mismo constituye al ser humano en su existencia, de manera que lo humano excede sus límites en el esfuerzo de establecerlos»[7].


El de Levrero es un ejercicio similar: compone una novela que se presenta como no-novela. En su afán por lo no trascendente, da cuenta de una nueva concepción de trascendencia; al confundir entre autobiografía y ficción, al indagar sobre las fronteras de lo literario con lo extraliterario, enmarca su literatura en la expresión artística contemporánea o posmoderna, en la perspectiva de Nelly Richard. Pero, evidentemente, sabe que hace una literatura que se comunica con la sensibilidad actual. En esas letras que son el cuerpo de su texto, Levrero no ha logrado vaciar su discurso, sino que ha dado cuenta de una época en donde lo inmediato —¿la planitud de las formas?—, lo visible, lo imaginario, es resignificado todo el tiempo.


Como cuando Butler señala que «aunque luchemos por los derechos sobre nuestros propios cuerpos, los mismos cuerpos por los que luchamos no son nunca del todo nuestros» (Butler, 2006: 40); igualmente, a Levrero se le escapa su discurso, que no se nos ofrece vacío, «puro», sino que nos habla sobre los desafíos y circunstancias del escritor contemporáneo. Es como si estuviéramos, finalmente, ante la delación de la forma.



[1] Mario Levrero, El discurso vacío, Buenos Aires, Interzona Editora, 2006, p. 17.

[2] Nelly Richard, Fracturas de la memoria: Arte y pensamiento crítico, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2007, pp. 101-102.

[3] Michel Foucault, Esto no es una pipa, Barcelona, Anagrama, cuarta edición, 1997, p. 73.

[4] Es importante señalar que dicho prólogo se compone por un poema y la narración de un sueño (en el que el protagonista se ve como fotógrafo). Este hecho ya implica una ruptura de la convención, en donde el prólogo suele ser lo más preciso y menos polisémico en un libro; su función es aclarar, definir, establecer caminos de lectura. Sin embargo, nada más sugestivo e incierto (polisémico y literario) que un poema y un sueño, ambos recursos que apelan a la no-racionalidad, a la imposibilidad de fijar un saber o un significado diferenciado.

[5] Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 79.

[6] Cabe aclarar que el nombre completo del autor es Jorge Mario Varlotta Levrero; utilizaba su nombre regular, Jorge Varlotta, para firmar todo lo oficial y otros trabajos (era caricaturista, periodista, creaba crucigramas…), mientras que utilizaba sus segundos nombre y apellido, Mario Levrero, como nombre literario.

[7] Judith Butler, Deshacer el género, Barcelona, Paidós, 2006, p. 29.

Bibliografía
BUTLER, Judith, Deshacer el género, Barcelona, Paidós, 2006.
FOUCAULT, Michel, Esto no es una pipa, Barcelona, Anagrama, cuarta edición, 1997.
LEVRERO, Mario, El discurso vacío, Buenos Aires, Interzona Editora, 2006.
NANCY, Jean-Luc, La mirada del retrato, Buenos Aires, Amorrortu, 2006.
RICHARD, Nelly, Fracturas de la memoria: Arte y pensamiento crítico, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2007.

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