Ensayo
Borges y el ensayo: la forma de lo perdido
Daniela Alcívar
Número revista:
Tema libre
Hay algunas ideas generalizadas en nuestro medio que podríamos empezar a descomponer: esas ideas, para lo que nos compete aquí, tienen que ver con el ensayo, por un lado, y con Borges, por otro. El ensayo como mera transmisión de informaciones y datos que se enuncian o se enumeran de modo más o menos burocrático para llegar a cierta conclusión con la que ya se contaba antes de iniciar el catálogo; Borges como momia venerable, genial compositor de ficciones perfectas relacionadas con las honduras del cosmos, la distante vida de héroes antiguos o las cavilaciones metafísicas de los presocráticos y sus mundos conjeturales.
Mi interés es el de apuntar de modo forzosamente incompleto y fragmentario, hacia ciertos detalles de unos pocos ensayos de Borges que, creo, impugnan este modo que tenemos de entender la escritura ensayística en general y la obra de Borges en particular. Insisto en el carácter fragmentario que este ejercicio –que me gustaría pensar, también, como ensayístico– tendrá necesariamente en la medida en que plantea una búsqueda afectiva y ética más que académica. Es decir que esta tentativa tiene el aliento de la deriva y del deseo más que el mandato de la exhaustividad.
Voy a remitirme con este fin a cuatro ensayos de Borges, bastante conocidos: “La supersticiosa ética del lector”, de Discusión (1932), “La muralla y los libros”, de Otras inquisiciones (1952), “El encuentro en un sueño” y “La última sonrisa de Beatriz” de Nueve ensayos dantescos (1982). En el primero, Borges carga con contundente tono polémico contra esa superstición que reduce la literatura a sus técnicas, como si ella se agotara en la corrección estilística, en la equilibrada distribución de sonidos y figuras; como si no fuera la literatura algo que ocurre en el lenguaje pero está siempre fuera de él, en huida. Así empieza este ensayo, que considero, dicho sea de paso, sorprendentemente actual para las discusiones que seguimos teniendo sobre la literatura:
La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, ha producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene derecho o no de agradarles.
Si la superstición es, según Deleuze, lo que inhibe la capacidad de actuar de un cuerpo, podemos pensar esa ironía de la cita de Borges según la cual ciertos lectores pasan lista de las virtudes técnicas de tal o cual texto para decidir si gustan o no de él, si tiene o no ese texto “derecho” de conmoverlos; en ese sentido: el de la tristeza de la burocracia del estilo como criterio de valoración de las obras literarias. Quisiera llamar la atención sobre el énfasis con que en este ensayo Borges desprecia la idea de perfección que, en efecto, se le ha atribuido a su obra, y muchas veces de modo despectivo:
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él […].
El autor se cuida de aclarar que no se trata de una defensa del descuido o la impericia: tal defensa teñiría de inverosimilitud todo el alegato, creo, tratándose de Borges. Se trata, más bien, de un desplazamiento de la concepción de lo que sería lo específicamente literario: no una combinatoria retórica efectiva o pulcra, sino la aparición de una materialidad extraña, innombrable pero insinuada en las palabras o, más precisamente, por esos lapsus (me permito el desliz psicoanalítico aunque Borges no era muy afecto a la jerga freudiana) en que fallan los programas estilísticos, en los que el error abre la grieta por la que se cuela algo mucho más interesante: “Afirmo que la (in)voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores –distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el hipérbaton– suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo”.
El alegato de “La supersticiosa ética del lector” acude a una ética de la emoción, a la puesta a prueba de las cuerdas que se tensan en un cuerpo lector ante un pasaje cuya imperfección le transmite, por vías misteriosas, una imagen inminente, una conmoción intraducible. Hacia el final, como suele ocurrir con muchos ensayos de Borges, la argumentación polémica cede y se abre el espacio para una iluminación trunca, para la emergencia de una imagen imposible que ninguna destreza estilística podría abonar. Dice Borges: “Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado […]. Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Leo este pasaje y pienso en las formulaciones sobre el silencio literario, sobre la literatura como experiencia de los límites que el teórico francés Maurice Blanchot propondría unos diez años más tarde, y me conmueve intensamente esta figura del joven Borges, su tono combativo que de todos modos dejaba espacio para revelaciones como esta, tan potentes en su capacidad de sustraerse de las batallas culturales y postular la búsqueda, por medios literarios, de una verdad inalcanzable a cualquier lenguaje.
En “La muralla y los libros”, Borges se detiene en una imagen que le resulta extraña y lo fascina: el emperador Shih Huang Ti ordena la edificación de la muralla china y la destrucción de todos los libros anteriores a él. Este texto es pedagógico (en el mejor sentido de la palabra) por varios motivos, el primero de ellos tiene que ver con la claridad con que se enuncia una razón propiamente ensayística para escribir un ensayo: “Que las dos vastas operaciones –las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado– procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota”.
Me parece pedagógica la formulación para entender tanto la más intensa y auténtica fuerza que presiona la literatura borgiana como el aliento que mueve la escritura ensayística: Borges escribe para explorar su propia emoción, que lo extraña y lo inquieta. La imagen de una muralla infinita y de una inmensa hoguera de libros lo emociona, pero no sabe por qué. Entonces emprende una escritura que es una búsqueda abonada por el misterio, no por la certeza. El misterio de lo que ocurre en uno mismo, pero para lo cual no tenemos explicación. El leve misterio de lo que nos emociona sin razones aparentes, de lo que, ocurriendo solo en nosotros, es ajeno a nosotros y nos extraña. Esa sería, para mí, la mejor manera de definir el ensayo.
Entonces Borges da un repaso histórico y ensaya una serie de elucubraciones no exentas de ironía sobre las razones que pudo haber tenido Shih Huang Ti para hacer lo que hizo: relata otras acciones similares por parte de otros príncipes (quema de libros y construcción de murallas) que restan singularidad a la imagen que lo fascina; conjetura una razón de orden casi psicoanalítico (la represión del recuerdo de la infamia de su madre) para la monumental empresa de quemar el pasado; la búsqueda de la inmortalidad, la recreación del principio del tiempo que le permitiera ser, efectivamente el primer Shih Huang Ti, el que diera a todas las cosas su verdadero nombre, el impulso irracional de destruir lo sagrado y conservar lo deleznable (quemar los libros y amurallar el imperio), etcétera… A cada una de estas imaginaciones, Borges le opone un desaliento que se adivina como previsto desde el inicio: el gesto de enumerar posibles razones y sustentar históricamente viene adosado al de defraudar inmediatamente esas razones y esos sustentos. Y esto para dar paso a la suspensión final de la argumentación que encierra la poética de Borges y en la que se revela sin darse la única verdad que es posible formular con respecto a aquello que nos mueve íntimamente: la postulación de una suspensión, la escritura de una imposibilidad, la figuración de una inminencia. Aunque sea tan conocido el final de “La muralla y los libros”, leámoslo otra vez para sentir esa cadencia conmovedora de lo que acontece sin darse: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”.
Finalmente, en “El encuentro en un sueño” y “La última sonrisa de Beatriz”, que funcionan de modo episódico, como partes sucesivas de una inquietud afectiva que son el epítome de toda la reflexión de Borges sobre La divina comedia de Dante, encuentro algunos elementos que me ayudan a redondear esto que vengo exponiendo. En ellos, Borges ensaya una lectura radical, por irreverente, de la Comedia: lee el célebre poema como una excusa de su autor para volver a encontrarse con Beatriz. La divina comedia como la atormentada historia de un desencuentro.
Es notable el modo como impaciente, como instrumental, en que Borges refiere las interpretaciones alegóricas (es decir, las canónicas, las oficiales, las dominantes) que se han hecho del poema de Dante Alighieri. Más notable aún es el modo en que las descalifica: para él, la idea de que la aparición de Beatriz se agote en ser símbolo de la fe y de la beatitud, el reemplazo de Virgilio para guiar a Dante a la culminación celestial de su viaje por el infierno y el purgatorio, es un auténtico disparate. Mientras los comentadores oficiales de la Comedia ven en Beatriz un elemento del continuo y progresivo viaje del protagonista desde el Infierno hacia el Paraíso, Borges encuentra en la aparición severa, indolente de la mujer que Dante amaba, una anomalía que irrumpe en la sucesión narrativa para perturbar sus sentidos alegóricos y morales: “Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo esperaban”.
Borges se figura un Dante capaz de construir “la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro” y, más aún, un Dante que escribe una larga alegoría moral para hacer aparecer un desencuentro, porque, tal como sostiene el autor en “La última sonrisa de Beatriz”, lo que Alighieri postula como eterno es, precisamente, la partida de Beatriz, la última mirada con que afirma la textura de su ausencia, que acaba de devenir eterna.
Así, Borges mira toda la Comedia, lo que equivale a decir toda la literatura, desde el detalle, desde el residuo inquietante, desde la anomalía; rompe la representatividad de los grandes significados y los grandes bloques culturales porque lo que le importa es aquello que le produjo una emoción inexplicable: eso es el ensayo borgiano; eso es, creo, el aliento fundamental de su literatura. Desestima la sabiduría de los eruditos y los filólogos —él, tan frecuentemente acusado de erudición y excesiva sapiencia— y propone leer un viaje por los círculos del Infierno y del Purgatorio como la historia de un amor imposible. Alberto Giordano lo ha escrito con enorme belleza ensayística: “La Comedia es, esencialmente, la historia de un desencuentro que la obstinación del enamorado vuelve infinito: la historia del eterno alejamiento de Beatriz, siempre esquiva, siempre distante por la fuerza de un amor sublime e insensato, cautivo de su desaparición”.
Si termino estas reflexiones con la cita de un ensayista, es porque quiero hacer énfasis en la potencia que en la forma de ensayo tiene la paradoja. Giordano postula en Borges lo que este postuló en Dante: una persistencia inaudita, una cohabitación de lejanías. Según Borges, Dante escribió La divina comedia para encontrarse de nuevo con Beatriz. Con Beatriz, que lo había humillado en vida y que había muerto a los veinticuatro años. Ahí, en el Paraíso, ese encuentro introduce una nueva distancia: lo que se figura es el amor en lo que tiene de imposible, de inalcanzable. Dante, dueño de la ficción con que quería encontrarse con su amada, se rinde a la naturaleza inapelable de ese amor por el que escribió un clásico universal: escribe, parece decir Borges, la eternidad de su pérdida. A los ensayistas les interesa eso: escribir la pérdida, escribir la inminencia de una revelación que no se produce.