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Celdas

Ensayo

Celdas

Edmundo Mantilla

Número revista:

5

Tema dossier

Para Ana

“Y el puercoespín se escabullirá suavemente mientras yo duermo. No debo saber la hora en que el puercoespín vino, debo pensar que el puercoespín no ha venido, mientras que el puercoespín vino hace largo rato. Ha venido y se ha ido mientras yo dormía. Es por eso por lo que no debo dormir, que debo saber cuándo ha venido el puercoespín. Porque debo hacerlo así: si me durmiera, no podría saber cuándo ha venido.”

W. H. I. Bleek y Lucy C. Lloyd, Especímenes de folclore bosquimano.


Una mosca frota sus patas con expectación de placer antes de su audaz inmersión en un vaso de whisky. Toca fondo. No puede ir más allá y se detiene. Pero habrá quien beba alrededor de su muerte y habrá quien la llore y quien la ignore y quien piense que la embriaguez de la mosca nos dice que podemos beber amor y muerte y sueño.[1] Existen el vaso, el licor; la celda, la miel. Existe el encierro.


1.1

Exordio: las manos


Pienso en manos, manos que se frotan, dedos que se pliegan, caricias y lecturas sobre la palma con uñas no recortadas, con cutículas irritadas, con nudillos que sobresalen. Manos pequeñas y ásperas, manos grandes y suaves, manos hinchadas y de pergamino; manos queridas, necesarias, temidas: manos amadas.


1.1.

Manos que escriben


Recuerdo a mi amigo J., quien dibujaba un código con sus manos al despedirse; a Sviatoslav Richter cuya mano parecía una elevación tectónica, empujada hacia arriba por los movimientos musicales y los días y las noches de práctica; recuerdo al señor Arce, quien me enseñó entre risas las palabras en lengua de señas para ‘egipcio’ y ‘alemán’. Descubrí, al consultar un diccionario de LSEC, que la expresión del señor Arce es ágil, luminosa y plena en humor.


Me gustan las manos en los cuadros de Jan van Eyck. Sus personajes a veces formulan bendiciones. Otros aferran con timidez o firmeza objetos de gran valor: un anillo, unos lentes, unos libros. Un detalle precioso de la Anunciación que pintó en el Altar del Cordero Místico de la Catedral de San Bavón de Gante es la mano derecha del arcángel Gabriel. Realiza un gesto propio de la retórica romana para indicar el comienzo de una oración importante.


1.2.

Manos primeras y segundas


Imagino ligeros dolores y ligeros placeres. Un beso en el dorso de la mano. Un pinchazo de aguja. Un diente depositado sobre la tumba de un insecto muerto a manera de lápida.[2] Un baile con los dedos sobre la palma de la mano e historias que caben en ella. Manos temerosas de lo que tocan, pero también deseosas, a veces suplicantes. Por un instante, las cubrimos de una segunda piel, elástica, impermeable, celeste, desechable.


Nos desprendimos, aunque no del todo, de aquel segundo cuerpo. Pero, cuando lo hicimos, supimos cuán lejanas serían nuestras manos. Conocimos que entre nosotros habría una dilatación aterradora del espacio. Dos metros de distancia y la mano suspendida, el viento, una tos de la que huir y la mano aferrada a los barrotes.


1.3.

A manera de saludo


Mi torpeza en el saludo es anterior; podría decirse que forma parte de mi prehistoria. Me escondía detrás de las piernas de mi padre y, aunque yo lo niego y no conservo rescoldo alguno de aquel hábito, mi familia se divierte en contar que, cuando niño, contestaba el teléfono con un firme “¿qué quieres?”. En numerosas ocasiones no he sabido si es apropiado un apretón, un intercambio de palabras, una mirada. Y ahora, que encuentro tantas personas en sus celdas, reconozco que he olvidado saludarlas.


2.

Panales y sus celdas


La ignorancia, que no es otra cosa que falta de observación, que no es más que distancia creciente entre nosotros y la vida, nos ha hecho creer que todas las abejas participan en la construcción de la colmena. Existe, sin embargo, una especie de corporación que, mientras sus hermanas vuelan por los campos, elaboran la cera, la cortan y la disponen con profunda geometría. Aquellas arquitectas de la ciudad han conseguido formar paneles con su acción vital que transforma el dulce trabajo de las exploradoras en metáfora del mundo limitado y protector.[3]Ellas saben bien que nuestro anhelo de infinito es solo aquello: separación de la existencia, ansia de lo no presente. Si podemos soñar con esa apertura, es porque tenemos los panales y sus celdas.


2.1.

Un gran rancho electrónico


Unas celdas en buen estado equivalen a un cálculo delicado del cautiverio de la pantalla. Vivir quiero conmigo: es la vida retirada más allá del espejo negro de obsidiana, el cual ya temían los aztecas porque puede reflejar las más tenebrosas figuras del alma.


3.

Los sonámbulos


“No toda es vigilia la de los ojos abiertos”, decía Macedonio Fernández.[4] Lo que nos comunican unos ojos abiertos es que la claridad no ilumina el mundo: lo llena de sombras. Ver la nada es perderse y, cuando vemos algo, no vemos nada. Hay un otro despertar. Freud, al examinar el sonambulismo, realizó una pregunta: ¿cómo podía moverse una persona sin interrumpir su sueño? El sueño es un frágil equilibrio; ser sonámbulo también es ser equilibrista.


Otra vez, sueño, acudo a mi celda sin otra ofrenda para ti que la mirada de las cosas sin que yo pueda mirarlas. Otra vez, sueño, vengo, pero mi casa ya no es mi casa: su jardín es un rastro de sangre; su interior, un cerrojo de escamas. Otra vez, sueño, repetición sonámbula: aquí están tus ojos fríos, dormimos mientras caminamos, siempre perdidos, y caminamos hacia donde soñamos. De pie, con los párpados bien abiertos, frente a las celdas abiertas de otros peregrinos donde llegan niños aturdidos, cartógrafos a la busca del mapa onírico que les permita acudir a las cerraduras de todas sus direcciones antiguas, esos lugares que siguen cambiando, en la realidad bajo los párpados y en la ilusión fuera de ellos.[5]


Escriben cartas, conducen automóviles, cabalgan, conversan e incluso cometen atrocidades. De Diógenes Laercio se dice que leía, escribía y corregía sus obras mientras estaba dormido. Los sonámbulos no recuerdan sus itinerarios como muchos de nosotros olvidamos nuestros sueños. Podría parecer que son libres, y lo son en su “olvido del ser”. La nada tiene numerosos invitados, pero también es síntoma de aquel encierro llamado totalidad.


3.1.

Furtivos


Hubo una noche en que Galeno vagó sin rumbo, arrastrando los pies mientras dormía, hasta que el súbito tacto de una roca lo despertó.[6]Pero el espíritu siempre halla nuevas rutas y evasiones. Gassendi documentó el caso de un hombre que, sumido en el más profundo sueño, usaba zancos para atravesar un río. Cuando despertaba en la orilla opuesta, tenía absoluto terror de las aguas y era incapaz de volver a casa. ¿Evadía la corriente o el hogar?


Los sonámbulos furtivos se levantan de sus camas, toman un microscopio, unas llaves, un automóvil, un arma. Caminan lejos. Dejan un rastro, como los caracoles, como los gigantes que comen rocas y conducen bicicletas de piedra, como un reloj de arena que por una fisura se desvanece. Los hay que conducen kilómetros. C. solía recorrer los pasillos de la casa: de su cuarto a la cocina, a veces insomne, a veces sonámbula. Iba descalza por el parqué y la baldosa, iba deprisa porque sentía las frías cosquillas de la travesura. En otras ocasiones, prefería permanecer en su cama mientras agitaba las manos: examinaba la espesa noche en busca de caramelos. Al tocar en el sueño los bordes de la materia, C. sabía que nuestro cielo no es infinito, que se curva hacia dentro formando una cúpula. Nuestro mundo, sabía, es una cámara sellada que a veces nos arroja lluvia, sueño, estrellas, asteroides. Temo preguntar; sospecho que C. despertaba con la cama inundada de presagios.[7]


3.2.

Cautivos


Los sonámbulos cautivos de sus sueños viajan al centro de sus propios cerebros, viajan desde remotas regiones hasta el centro de las ciudades: recorren numerosos kilómetros. Sus pasos son nada cuando están separados de todo. En soledad, conciben mundos. Abren sus bocas y del aire que espiran nace la noche, nace la luna que nos enloquece cuando mueve las mareas de agua y sangre en nuestros cuerpos. Son carne, son nervios, son esencia, son motivo. A veces, son criaturas de la culpa, como Lady Macbeth que se lava las manos con agua invisible y mira sin ver.


La fiebre tiene sus propias criaturas. Bajo las cobijas se forman los cocodrilos de lágrimas como un río y elefantes que acercan sus trompas a la corriente con su piel de grietas vivas, dolientes. Amanece en el interior de los armarios y en la fibra sonora de las maderas. Se siente lícita esa vida nocturna y privada de las cosas, como se siente prohibida la roca negra de la vigilia en el jardín petrificado de las personas descubiertas, aunque no desolladas de la piel demasiado gruesa del sueño. Componemos gestos: curvamos la mano.


3.3.

Ilusionistas


Del sabio Epiménides dicen que durmió cincuenta y siete años seguidos.[8] ¿Qué recorridos habrán sentido sus pies? ¿Qué música habrá escuchado Augustin Forari, un noble italiano, que en las noches de luna menguante solía abrir los ojos y mantenerlos fijos, vestirse y tocar el clavicordio? Un tal Negretti solía caminar dormido solo durante el mes de marzo.[9] A diferencia de otros científicos, Erasmus Darwin cree que las personas noctámbulas son capaces de recibir estímulos sensoriales, pero opina que su atención se concentra con tal intensidad que obvian muchas sensaciones. Así, el sonámbulo es una especie de ilusionista que sortea toda clase de obstáculos, sube alturas peligrosas y desempeña en la total oscuridad funciones que requieren de luz.


4.

Yacientes


Nosotros, yacemos en nuestras camas por días enteros, mientras construimos con el viento de la memoria castillos de recuerdos. Nosotros, que somos el cambiante patrón del aire, la existencia de párpados tendidos, la madeja que un hilo desarrolla y sostiene.


¿Podrían llamarnos los doctores Bale y Hospinian “reclusos por un ocio supersticioso”?[10] En el centro de nuestros propios cerebros, en el corazón de nuestras ciudades, conectados con todas las arterias del arte y la ciencia y lo evidente. ¿Pero dónde hallaremos lo oculto? Cuantas más horas conozcamos nuestra casa, menos la entenderemos. ¡Lejos y de noche: allí el misterio! Nuestra superstición nos habla de los peligros de afuera y no de los que hay dentro. La acedía, la desaparición del velo, la repetición de lo nada nuevo. Nuestra superstición nos trae mala suerte.[11]


Había sido impensable, pensé, aquella súbita eliminación de la noche, el fraccionamiento de los días en unas pocas horas, la transformación de las personas en rostros y hombros, atisbos de pechos y brazos. Recordé una ocasión en que, mientras permanecía en mi mente la furtiva de figura de Saul Steinberg plantando a media noche flamencos rosas de plástico en los jardines de sus amigos, vi a través del cristal de un bus personas que caminaban, cortadas por el marco de la ventana. Imaginé que las cabezas continuaban su trayecto y que las piernas daban la vuelta, corrían en sentido inverso. Había sido imposible, pensé, aquel jardín de rostros como globos, el bosque de piernas como lobos, hambrientos, delicados. Permanecí de pie y despierto; soñé mientras caminaba que no podía abrir los ojos sin saber que hubiera noche antes o después del sueño, y que el sueño era estar despierto.


5.

Los insomnes


Cuenta Heródoto que hay naciones donde las personas duermen medio año y pasan en vigilia durante la otra mitad. El rey Perseo de Macedonia, durante su cautiverio en Roma, fue asesinado privándole del sueño.[12]Pero ni Jesús ni el maestro zen confían en la somnolencia e insisten a sus alumnos que han de permanecer despiertos. El jardín de Getsemaní y las casas, con sus puertas y sus techos, conocen que a veces allí estamos porque estamos, y no porque realmente deseemos estar. Y cada instante de nuestro ser lleva como música de fondo, por entre las tuberías y las venas, el silencio de los dedos que antes tocaban el piano, el silencio de las voces que hace mucho tiempo que ya no escuchamos y todo aquello que ocultamos en nuestro interior, la promesa de los mundos de ensueño donde habríamos vivido si, en un momento lúcido de esa paradoja compuesta por inmovilidad y tiempo, hubiéramos prescindido de nosotros mismos.[13]


6.

Los pintores


Recuerdo las penumbras de los helechos y sus exhalaciones de bosque porque, al respirar, viajamos en la memoria, adornamos nuestro encierro con imágenes antiguas. Las ramas de un helecho que conservamos en mi casa se desnudan por cansancio. Poco queda de la bella confusión que solía sorprenderme cuando acercaba mi rostro, cuando llevaba mi ofrenda pacífica de agua. Ahora es visible el sapo de cerámica blanca, que entrega su don líquido entre pausas, con el ritmo que le sugiere su instinto. Por ser anfibio, comunica el aire con el agua. Su boca abierta grita sed. Mas el consuelo que necesita su delicada figura no puede saciarse. Él, C. y yo somos cauces. Vivimos para perder la vida, para sentirla escapar de nosotros. Con las primeras horas del día, brilla el sapo blanco, perdido y encontrado entre la tierra, brillan las ya escasas hojas y la maceta. Aunque no lo veo, sé que el soporte de la maceta padece su deterioro en silencio: disimula las manchas que el agua excesiva le ocasiona; también, los rayones, cicatrices que recuerdan manos antiguas, manos que en la protección de la cueva se imprimieron sobre esa carne de roca. ¿Qué pinturas hicimos en los vientres de nuestras madres?


7.

Memoriosos


Soñé con un nombre, pero lo enterré bajo finas capas de tiempo, cenizas y tránsitos. Cuando quise recuperarlo al despertar, descubrí que sobre él había crecido una montaña. Mi lengua excavaba en el mineral como en una muela, pero supe que no lo hallaría. Que nada es preciosamente precario lo dijo alguien que no participaba de la muerte. ¿No sería maravilloso, se preguntó un investigador, descifrar los más antiguos recuerdos de personas ya fallecidas? Leí o escuché que, si la memoria no se conserva en la sinuosa materia de nuestros cerebros, donde confluye el árbol de nuestro cuerpo, si el laberinto es el camino, la ciudad, el hilo que nos lleva al minotauro del recuerdo, habrá un río secreto, otro río, otro dédalo. Quizá en él estamos prometidos a la vida perdurable del encuentro. Por más que buscamos en los impulsos eléctricos y en las reacciones químicas, no están ahí ni los lugares ni sus fantasmas, ni los tiempos ni sus huellas. Y la súbita escucha del paso de los carros por sobre un camino que la lluvia había enriquecido de luces me comunicó su correspondencia con las olas. Pensé en el nombre perdido. De los naufragios algunas vidas regresan, y las cosas. Así retornan las olas, los vientos, los carros, los recuerdos. Consigo traen un paisaje mental: amplían, espectrales, nuestro mundo.


8.

Congelados


Guy Maddin o Darcy Fehr quiso abandonar Winnipeg. En los orígenes de la ciudad, la compañía de ferrocarriles de Canadá organizaba una búsqueda del tesoro. El premio era un billete de ida en el siguiente tren. Niñas, ancianos y todo el pueblo salían. ¿Y si habían salido muchos años antes, siempre durmientes, siempre en invierno? La idea era que, por aquellos numerosos pasos por entre las casas y a través de los barrios, nadie que hubiera recorrido lo suficiente la ciudad querría abandonarla. En cien años, ningún ganador utilizó su boleto. Pero Maddin quiso abrirse paso por las calles, por entre todo aquello que amó y que olvidó, con el impulso de sobrepasar los suaves sustitutos de oscuros deseos que nos sujetan a un lugar. En Winnipeg había un hombre famoso por exorcizar muebles que la gente creía embrujados. ¿Pero quién podrá desencantar nuestras celdas para llevarnos más allá del cielo, para abrirnos paso por entre su espesura de gravedad, hasta esos resplandores que decimos ver sin verlos? Y más allá de la vida, hasta la muerte, los soñadores, los insomnes, todos confabulan para llegar, sin saberlo, al más libre de los encierros: la tumba y el constante crecimiento, como una danza, de los cabellos y las uñas, y la transformación mediada por gusanos, y las manos arañando la tapa del cofre, escribiendo una última obra que cuenta la historia de una ardilla electrocutada que provocó un incendio en un establo, del cual salieron los caballos presas del pánico y la locura, salieron al frío del exterior, fuera, lejos del encierro, hasta las aguas de un río helado —era principios de invierno—, nadaron, lucharon contra la corriente que se arrastraba grandes masas de hielo, agua que pronto se congela alrededor de los cuerpos todavía sudorosos de los caballos, aunque cada vez más fríos, paralizados, presos, tan solo con el cuello y la cabeza por encima de la muerte, y así permanecieron durante todo el verano, únicamente visibles sus bocas abiertas, sus crines congeladas, sus frágiles orejas, por cinco meses. Maddin cuenta: “nos acostumbramos a la pena y simplemente la incorporamos a nuestra rutina”. El mensaje, quizá demasiado claro, es que si, desenfrenados, siguiendo los susurros de un fuego, abandonamos nuestra celda, puede ser que encontremos la parálisis absoluta. Pronto los escolares realizan excursiones hasta las cabezas y los amantes se sientan entre ellas, o a veces encima. La ciudad experimenta, algún tiempo después, una ola de nacimientos. Pero llegará un momento en que las fotografías parecerán más importantes que las personas en ellas y debemos preguntarnos si no es cierto que de todas maneras desaparecemos, congelados en el hielo o en las imágenes, y si no es cierto que de monjes y caballos se cuentan por igual las historias, y eso es libertad.



[1] Cfr. William T. Vollmann, La familia real.

[2] Cfr. Carla Fraesler, Catábasis exvoto.

[3] Cfr. Jules Michelet, El insecto.

[4] Ver: Macedonio Fernández, No toda es vigilia la de los ojos abiertos.

[5]Ver: Guy Maddin, My Winnipeg (2007).

[6] Cfr. Galeno, De motu musculorum.

[7] Cfr. Carla Fraesler, Catábasis exvoto.

[8] Cfr. Michel de Montaigne, Del dormir.

[9]Ver: S. Umananth, D. Sarezky y S. Finger, Sleepwalking through History: Medicine, Arts,

and Courts of Law.

[10]Cfr. Robert Burton, Anatomía de la melancolía (I).

[11] Raymond Smullyan decía: «la superstición trae mala suerte».

[12] Cfr. Michel de Montaigne, Del dormir.

[13] Cfr. Blake Butler, Nada. Retrato de un insomne.

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