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Del traductor como creador de fronteras

Ensayo

Del traductor como creador de fronteras

María Helena Barrera-Agarwal

Número revista:

9

Tema dossier

I


A menudo aceptamos la existencia de traducciones como si las mismas fuesen una suerte de fenómeno natural. Nunca nos preguntamos cómo o cuándo un libro llegó a nuestra lengua, porque su existencia en el idioma que conocemos basta para asumir su intemporal permanencia. Quién lo tradujo, o bajo qué circunstancias, cuenta apenas en ciertos, enrarecidos círculos. En la vida diaria, la autoría se omite o se menciona subrepticiamente, como mejor manera de sustentar la ilusión de que la obra transita entre lenguajes sin necesidad de intermediarios.


Si se busca subvertir esa impresión en castellano, la vía regular requiere la consulta del Diccionario Histórico de la Traducción en España. Qué tipo de respuesta ese acervo provee depende del nombre que se intente encontrar. Aquellos aceptados y canónicos se han investigado ya en detalle. Otros, menos evidentes desde un punto de vista tradicional, son parva o nulamente pensados. En el caso de Louisa May Alcott, por ejemplo, no existe entrada individual. Una búsqueda general revela breve mención en un ensayo de Marta Ortega Sáenz, dedicado a la traducción en la época franquista.


Ortega cita un estudio de Marisa Fernández López, en el que se alude a los procesos de censura previa que atañen a los libros de Alcott bajo Franco. Al investigar esa misma época, otros académicos han detallado las transformaciones de la obra original, debidas al ambiente franquista. Antecedentes a esos años no se estudian, pues se afirma que no existen traducciones españolas anteriores a la década de los cuarenta. Tal noción es, desde luego, errónea. Alcott llegó al público hispanohablante en los primeros años del siglo veinte, con Mujercitas.


La primera traducción íntegra, que incluye las dos partes canónicas de la novela, se editó en Barcelona en 1906. Los responsables de esa publicación fueron dos personajes hoy olvidados. A diferencia de lo que era usual en la época, el traductor no fue un literato o un periodista. Se trató de un políglota factor de negocios español, radicado en Londres, de nombre Juan Meca Tudela. El editor que emprendió el proyecto fue Toribio Taberner, un catalán visionario de quien poco se puede descubrir más allá de un catálogo heterodoxo. El texto que sirvió de base para la memorable publicación fue tomado de las ediciones inglesas de Little Women, que aparecieron en la década de los setenta del siglo diecinueve y, por tanto, es cercana al libro original de Alcott, originalmente editado en dos partes en 1868 y 1869.


La de Meca Tudela es una traducción sobria y leal –su trabajo tiende puentes, que no establece límites. Existen imperfecciones, desde luego, naturales en un tipo de esfuerzo tal.  A pesar de las mismas, quien lea esas páginas puede, por vía de la honrada voluntad del traductor, hallar una percepción apropiada de la obra. La voz de Alcott se percibe certeramente en sus páginas. Esa constatación permite apreciar con mejor sentido crítico un caso superlativo de deslealtad, aquel de la segunda traducción de Mujercitas, editada en Madrid en 1922.



II


Un siglo ha, el mercado de la publicidad para la alta burguesía femenina de España estaba dominado por una revista, La moda elegante ilustrada. Publicada desde 1842, originalmente en Cádiz y luego en Madrid, La moda elegante encarnaba a la idiosincrasia de su audiencia objetiva y a las aspiraciones del público que deseaba incorporarse a tan enrarecido ámbito –por décadas, las suscripciones irán de primera a cuarta categoría: las dos primeras de lujo y las dos últimas económicas. En sus páginas se reflejaban los elementos que componían el ideal femenino español de élite: un rol rígidamente limitado y establecido bajo normas patriarcales.


Dentro de ese ideal, el omnipresente elemento era la moda. Se adicionaban a ella temas colaterales. Algunos creaban la ilusión de una aristocracia ilustrada. Así, apareció tempranamente una sección literaria, y se publicaban también novelas por entregas. Los materiales elegidos eran predeciblemente apropiados al buen tono y a la conformidad social. Una de las autoras más editadas por La moda elegante será la gran favorita del parisiense Journal des Demoiselles, M. Maryan (Marie Cadiou), cuyas novelas y artículos proclamaban la indispensabilidad del statu quo femenino.


En 1922, una autora muy distinta de Cadiou llegaría a las suscriptoras de La moda elegante. La revista anunciaría la entrega de un libro como obsequio: el volumen elegido era Little Women, de Alcott. Originalmente, la publicación se planeó bajo el título de Mujercitas; empero, el mismo será modificado en virtud de un problemático antecedente. En 1920, la editorial Prometeo, de Vicente Blasco Ibáñez, ha intitulado con esa palabra su traducción de una novela de Myriam Harry, Petites épouses. Se elegirá entonces como alternativa Las cuatro hermanitas.


Cuán poco conocida es Alcott para la revista y sus lectoras es evidente del contenido de la publicidad sobre el libro. En los anuncios se la califica de “ilustre escritora inglesa”, y se la equipara, con fines comerciales, con la popular Cadiou. También en los anuncios se da a conocer el nombre del traductor: “Mujercitas ha sido cuidadosamente vertida al castellano por el distinguido escritor D. Fernando de la Milla.” De la Milla es jerezano de nacimiento, periodista de profesión y literato de vocación. Al momento en que se le confía la obra de Alcott, tiene veintisiete años y es conocido por los libretos de varias zarzuelas, algunas originales y otras adaptadas. Con Las cuatro hermanitas iniciará su carrera como traductor de obras en inglés.



III


Al momento de su publicación, Little Women distaba mucho de la ficción que por entonces se aceptaba como apropiada para la juventud. En lugar de tramas sofocantes y predecibles, con personajes estereotípicos, la de Alcott era una novela sorprendente realista, sin límites preconcebidos y que abogaba, en ocasiones abiertamente, por una visión distinta del rol de la mujer en sociedad. El que, aún empobrecida, la familia March perteneciese a la burguesía, tornaba esa dimensión extremadamente remarcable. La personalidad y la vocación de Jo, ciertamente, no tenían precedente. Contrastaba con toda noción de lo moral y de lo apropiado prevalente en la literatura de su tiempo. Cuatro décadas más tarde, estaba también en contradicción con los modelos femeninos propagados en las páginas de revistas como La moda elegante.


¿Cómo pudo un libro semejante pensarse apto para las suscriptoras de la revista? El misterio de esa elección se vuelve menos drástico al considerarse el tipo de traductor que se ha empleado a tal efecto. En 1925, al incluir a De la Milla en su Biblioteca de autores andaluces, Francisco Cuenca dará cuenta de su estilo de traducción: “se dedica a verter al castellano, enriqueciéndolas con una discreta adaptación española, las obras de los escritores más populares del extranjero”. Esa poco común descripción sugiere una intervención más allá de lo aceptable. El traductor piensa habitar un plano superior al autor, desde el cual puede introducir cambios que ‘enriquecen’ el original. Esa impresión se confirma con la lectura de Las cuatro hermanitas: la presencia del traductor dista de ser neutral.


La traducción de De la Milla sugiere el uso de versiones francesas como fuente intermediaria, sea directamente o como elemento adicional de consulta. Ello se percibe no solo desde el punto de vista del lenguaje, sino en decisiones similares. Del señor March, por ejemplo, De la Milla dice que participa en el esfuerzo bélico en calidad de coronel –transformación que recuerda aquella de la primera edición del libro en francés, en la que se lo presenta como médico para evitar discutir la idea de un clérigo protestante y casado.


Más allá de ese tipo de cambios puntuales, el patrón de modificaciones es dual: incluye, de un lado, supresiones, y del otro, una combinación de interpolaciones y adiciones. Las supresiones se inician desde el capítulo segundo. Se desechan allí los párrafos dedicados a la visita a familia Hummel, resumiendo ese episodio clave de un modo indiferente y brevísimo. La razón de esa intervención parece ser la alteridad y las difíciles circunstancias de la familia –son inmigrantes alemanes y muy pobres. A lo largo de la novela, otras omisiones son similares cuando se trata de pasajes cuya complejidad emocional parece no convenir a los propósitos de la edición.


Las mutilaciones más graves, empero, son también las más amplias. Así, capítulos enteros relacionados con el carácter y las actividades poco tradicionales de las hermanas March son cercenados. Jo, en particular, parece ser un problema que incomoda profundamente a De la Milla. Para configurarla conforme a la modestia y a la moral, desaparecen cuatro capítulos esenciales –no solo el icónico Jo Meets Apollyon, sino también The P.C.and P.O., Literary Lessons y All Alone. Las actividades artísticas de Amy y sus experiencias en París, y las dificultades de Meg pasan por la misma cuchilla. Otro tanto sucede con la extensa representación teatral de las hermanas, que se resume en dos cortos párrafos. La dimensión de las protagonistas disminuye a la par que esos textos desaparecen.



IV


En aquellos capítulos que, a criterio del traductor son menos perjudiciales o indispensables, entran en juego multitud de interpolaciones y de adiciones. Así, De la Milla trunca el episodio de la fiesta en el capítulo tercero y, mientras que Alcott menciona cómo las hermanas March retornan en el carruaje con Laurie, “muy festivas y elegantes”, De la Milla elimina esa sobria descripción y adiciona: “creían volver –princesitas de cuentos de hadas– de un palacio de ensueño y de una fiesta de maravilla”. En el capítulo noveno, cuando Belle exclama sobre Meg: “¿De qué sirve tener muchos vestidos cuando aún no ha sido presentada?”, De la Milla la reemplaza la pregunta con la frase: “Una buena mujer de su casa, como ella, no necesita trajes y más trajes.”


Como esos ejemplos demuestran, De la Milla busca tornar el texto original acorde con estándares específicos. De ello resulta una repetitiva introducción de una prédica intolerante e incluso agresiva. Buen ejemplo se halla en el capítulo final de la novela. Consolando a Amy sobre el temor que esta experimenta respecto de la salud de su pequeña hija, la señora March dice en el original: “Está creciendo mejor, estoy segura de ello, querida mía; no te desanimes, ten esperanza y mantente contenta.” De la Milla transforma esa frase afectuosa en una diatriba de tonos religiosos con la que cierra el libro abruptamente:


-¡Qué ganas de atormentarse! –resumió doña Genoveva– Tu hija está mucho mejor. No te entristezcas y ten confianza en quien todo lo puede. Eres tan feliz como tus hermanas y es ofender a Dios no reconocer los bienes con que nos prueba su infinita misericordia. ¡Sois madres! ¡Sois madres! ¿Qué mayor felicidad podría yo desearos, hijas mías?


Es interesante reflexionar sobre este tipo de pasajes. ¿Cómo explicar el tipo de adoctrinamiento que contienen, cuando se recuerda que, al tiempo de traducir la novela de Alcott, De la Milla traducía y escribía ficciones eróticas? De sus siete primeras traducciones, cinco poseen tal carácter. Esos y otros trabajos originales suyos se publicarán en las colecciones de Editorial Castilla, incluyendo la notoria Pompadour. Dentro del mismo catálogo se editará también una obra de su autoría de similar tenor, Sybaris.


¿Cómo compaginar la existencia del De la Milla, ultra moral corrector de Alcott, con el De la Milla confortable al traducir libros como El diario de una masajista? La respuesta más obvia apunta a una distinción de audiencia. Dentro de un idéntico ámbito social –la burguesía de élite– las obras eróticas de Editorial Castilla se destinaban estrictamente a un público masculino, cuya libertad absoluta era así consagrada. Los arquetipos que se repetían en esos libros constituían el reverso de aquellos que De la Milla había introducido en su expurgada versión de Little Women. Al sumiso ángel del hogar se contraponía la mujer corrupta y corruptora. La pureza de la primera era el necesario anverso del libertinaje de la segunda. No existía, pues, contradicción intrínseca en su labor de censor y de creador de fronteras.




Maria Helena Barrera-Agarwal.

Abogada, escritora y traductora. Nacida en el Ecuador, ha vivido en Europa, Asia y las Américas. Es miembro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, de la Academia Nacional de Historia (Ecuador), de Pen America (USA) y del India International Centre (India). En 2010, recibió el Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit, el reconocimiento literario de mayor importancia en el Ecuador. Ha publicado siete  libros de ensayos de temas históricos y culturales, de los cuales el más reciente es Disquisiciones (SurEditores, 2022). Correo electrónico: mhbarrerab@gmail.com

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