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Discipulo de las palabras

Ensayo

Discípulo de las palabras

Hugo Mujica

Número revista:

10

Tema libre

Donde el mundo existe, existe el lenguaje; el mundo no existe jamás sin la palabra —existe solo en la palabra—. Sin la palabra, el mundo no existiría.

Franz Rosenzweig



I


En el lenguaje vive el mundo, tanto que de él recibe su propio nombre, su figura y su ser, en el lenguaje se comprende lo que los ojos ven: el mundo que miramos, miramos o palpamos, es mundo en la palabra mundo. Y no solo él, también nosotros, los que lo nombramos y nos nombramos en ese mundo encendido por las palabras. Como humanos que somos, antes aún de que el decirse de otros nos haya dirigido la palabra, nos haya enseñado a hablar, nuestra morada era y es el habla; la morada que habitamos como posibilidad de existencia, de humanización, de comprensión y comunicación. 

Mi yo, quien soy ahora, no preexistió al lenguaje, sino que se fue formando y se forma en él y por él, se conjuga, se forma y transforma. En y a través de las palabras soy yo pero no solo yo: en y con el lenguaje emerjo de mí, me trasciendo hablando, diciéndome. Por eso el lenguaje, en su radicalidad, no tiene que ver con nuestro conocer, nuestro querer o nuestro obrar, tiene que ver con nuestro ser, enuncia y da significado a nuestra encarnación, la constituye y, sin agotarla, la trasciende: la encarna allende de sí.

Jamás me he sentido defraudado por las palabras; a veces, sí, he luchado con ellas, no contra ellas, pero siempre, casi siempre, me han vencido: fue cuando supe callarme, cuando cedí la palabra, cuando triunfé perdiendo. Nunca me sentí decepcionado porque nunca pretendí que en la partitura se agote la música, en las olas el mar o en las palabras la vida, la misma y única vida que les da vida a ellas y en ellas también vive; ese aliento vital del que ellas mismas están hechas, el mismo aliento que nos hace vivientes a nosotros, el mismo con el que las decimos y en ellas nos manifestamos y ofrendamos. 

El lenguaje no precede a la experiencia ni la experiencia acaba en el lenguaje: lo inefable circunscribe a las dos orillas. La palabra, entonces, no nació ni para agotar ni para suplantar lo que nombra, cuando intenta hacerlo no sustituye la realidad: la pierde, se vacía de ella. 

Las palabras se llaman unas a otras, se convocan, nos reúnen. El lenguaje es transitivo, como la música, el viento o la caricia, es movimiento, vincula pasando, no reteniendo. Las palabras no agotan la realidad porque la realidad no está encerrada en la palabra realidad, ni el alba en la palabra alba, la dinámica del mundo va a la par con la dinámica del lenguaje: es, va siendo, conjugando su posible ser dicha de otra manera, crearse en otro, decirse, ser trágica o dichosa interpretándose, dando voces a sus vivencias. Esa incertidumbre es su heterogeneidad constitutiva, su siempre y otra vez comenzar, su ser temporalidad… Su decirse a sí de otra manera y de muchas otras más.



II

Como hacia todo lo que es frágil, como hacia todo lo que está viviente, el vínculo con la realidad es una relación de fe y no de certezas. Hablar con alguien o hablar de algo tiene como condición de posibilidad creer en quien se habla y creer de lo que se habla; y creer y tener fe en primer lugar, en fiarse de y en las palabras que enhebran esa relación. Una relación de entrega a y a través de ellas, entrega a esa realidad que nombrando acogemos. Son ellas, las palabras, las que crean cercanías, las que encienden encuentros, las que traen a la luz lo que nombran iluminándolo en cada nombre.


La relación con la realidad ―el entramado de vinculaciones que llamamos realidad―, no es una relación de poder sino de fecundidad, de transformación, no de mera constatación o duplicación. La relación, la humana, en y a través del lenguaje, es una relación errante, finita; en las palabras el hombre dice su humanidad y por tanto su contingencia; relación, por eso y gracias a eso, de apertura y por tanto de discontinuidad, de posibilidad, de creación. Relación que no dispone de la realidad como de un objeto frente a sí, sino que se abre dispuesta a ella, para ella, para el encuentro entre la vida y el lenguaje que busca albergarla, darle casa humana, sumarle voz. 

El nombre y lo nombrado no deben ser ni idénticos ni distintos, esa ambivalencia sostiene tanto la metáfora como todo lenguaje viviente, como las palabras que nos entonan con la realidad, no la suplantan. Las palabras encienden la realidad pero no encandilan, lo hacen como una vela enciende la noche: sin expulsarla, abriendo un claro en ella pero dentro de ella; una claridad que no se encierra sobre sí, se prolonga en lo oscuro como oscuridad de esa luz, se funde en la sombra como sombra de sí misma. Un claro como una intimidad en la noche que muestra con su luz lo que protege con su sombra, que abriga lo que cada cosa tiene de propio, lo que guarda en su silencio, lo que cumple en su misterio. 

Como el ser y el no ser o el ya y el todavía no, el silencio y la palabra no son dos realidades opuestas, son las polaridades, flujo y reflujo de todo lo que va brotando, es el oscilar de lo naciente, el temblor de la llama. Sin las palabras no sabríamos del silencio como sin la piedra o el árbol que el alba enciende no sabríamos de la luz; son las palabras las que manifiestan al silencio: ellas son su creación. Ellas, su flujo, lo revelan; ellas, en su reflujo, nos lo llaman a escuchar. Por eso, más que luchar contra las palabras, como comencé diciendo, busco ser oyente, discípulo de ellas; aprendiz del respeto que tienen hacia lo que nombran, lo que apalabran, lo que revisten pero no cubren; hacia lo que acercan y con lo que nos avecinan sin usurpar ni adueñarse, y frente a lo cual nos enseñan a dar ese paso atrás que no aleja sino que abarca: nos enseñan a escuchar. A relacionarnos con lo innombrable, ya que callar es también propio de la sabiduría de las palabras, es su enseñarnos a confiar más allá de ellas  mismas, a ver que también lo callado es un camino, una huella, aunque no se deje ver; un decir aunque no resuene en una voz. Una hendidura que atraviesa, que abre las palabras y que en esa apertura también ellas se revelan tan inabarcables como la realidad que nombran.



III

No, otra vez lo digo, las palabras no fracasan, enseñan ―enseñan a escribir y enseñan a vivir― si somos capaces de escucharlas; o humillan si intentamos someterlas. Solo se puede hablar de fracasos en la esfera del dominio, del poder y la posesión, donde lo que se busca es acallar, enmudecer, pero triunfan si se las mide con la inconmensurabilidad del otro: con su libertad, con su irreductibilidad incluso al nombre propio, a la palabra más cercana, a la que identificamos con nuestro ser. No son las palabras las ambiguas, lo incierto es la vida, su expresarse más en la forma de una pregunta que en la de una respuesta; la vida que no cabe en la vida: su ambigüedad es su exceso, su irreductibilidad a sí, su desbordarse y completarse intemperies; su constante dar de sí prefiriendo la inefabilidad de lo singular por sobre lo general: lo único de cada uno sobre lo repetible de todos.

Que la palabra no agote a la realidad es el don de las palabras: la libertad de la vida que en lo que callan nos revelan, que revelándola nos la entrega. Lo otro, lo que las palabras no dicen, pero no ellas, en ellas mismas, es lo no recogido por el saber que solo dice lo que sabe. Lo enseñado por las palabras, el afuera del saber objetivo, es lo que late no lo que habla, late en el hablando, dice esa otra vida, la misma, pero en lo hondo, en el antes de ser lenguaje, en el raigal silencio desde donde él nace. Es el aliento que, en toda palabra pronunciada, excede el significado.

Todo tiene su nombre pero no es más que la cifra quieta de su música y su silencio. Lo ambivalente, lo inconcluso, es la posibilidad de cualquier y toda creación, la disponibilidad de todo lo que es a ser lo otro que lo que ya es, lo aún por ser de sí, lo que los otros nombren en él. Algo de las cosas se da a nombrar, pero algo de ellas, algo inefable, se da solo a escuchar: es con lo que comulga lo indecible de nosotros mismos, lo que en nuestro nombrarnos no llegamos a decir, lo que somos sin sabernos, conocemos sin nombrarlo. Con eso que tan solo se escucha, aún sin saberlo, cada uno de nosotros anhela ser nombrado, llamado y revelado. Lo anhela encarnar, la desea llegar a ser.



IV


Nada de lo que comenzamos termina en nosotros porque tampoco nada de lo que iniciamos lo originamos: no es porque hablamos que somos sino que porque somos llegamos a hablar. La vida, su ser siendo, siempre nos precede, no elegimos nacer ni nos dimos nuestro propio nombre y, como en la vida, también en las palabras estamos de paso, también ellas nos precedieron y permanecerán resonando cuando nosotros callemos. Nos hospedan, somos más de ellas que ellas nuestras, recuerdan más pasados que los que cada uno vivimos y contarán más futuros que los que respiraremos; nos llegaron, fueron el don de la comunidad que nos acogió y en ellas se reveló y nos incluyó; y ellas, como lo hicieron a través de nosotros, seguirán narrando la historia de esa larga caravana humana de la que ya habremos partido.

Las palabras, el lenguaje, son la luz de la que está iluminada la realidad humana, luz que, inseparablemente, enciende sombras, la sombra con la que protegen, ellas mismas, lo por ellas impronunciable. Lo otro, cada otredad desde el grano de arena a las galaxias, de la bestia al niño, es su ser y su no ser, su presencia y su propia ausencia, su estar y su trascender. El nombre que acoge lo que lo otro es, y el callar que reverencia lo que de inefable tiene su ser: el amor y el pudor. Algo y mucho de la vida no puede ser nombrado, algo tiene siempre que morir sin haber sido bautizado, algo y también nosotros. Siempre habrá algo que no comprenderemos con las palabras ni de las palabras, es el ser mismo de eso que nombramos, lo inexpresable, lo único de sí, lo que no tiene ni analogía ni comparación. 

Un aura de infranqueable distancia, infranqueable porque no es poder y por ello es invencible, nimba cada cosa y desde cada cosa irradia, es lo que aún algunos llamamos alma: ese silencio de nadie que en cada uno dice a todos, la inefable comunión que el silencio dice, que el callar escucha. Allí, donde no es lugar, queda apenas la espera y siempre el resguardar la escucha: el dejar llegar, el dar recién y apenas voz a la palabra cuando recoge lo que es cercano sin profanar su lejanía, cuando mana desde lo profundo, cuando renuncia a la voluntad humana de identidad entre sonido y sentido, cuando es poesía.





Hugo Mujica (Buenos Aires, Argentina, 1942)

En la década del sesenta residió en Estados Unidos; en los setenta, en varios países de Europa. Tiene estudios en Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Algunas de sus obras son Bras blanca (1983), Escrito en un reflejo (1987, Premio Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores), Paraíso vacío (1992), Lo naciente. Pensando el acto creador (2007), entre muchas otras en ensayo y poesía.

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