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Doler-ser madre

Ensayo

Doler-ser madre

Áurea María Sotomayor

Número revista:

10

Tema libre

Hay aquí una mujer, quizá ya fallecida, como la protagonista de la novela de María Luisa Bombal, que describe poéticamente una mortaja. Al interior de la mortaja se recuerda a un infante y la escritura remedia los pliegues de la tela: observa la fibra, se regodea en sus tonos. La amortajada por sí misma le hace duelo a su infante, expuesto a los rigores y exigencias del clandestinaje, fallecido a consecuencia del secreto que el ocultamiento le impone a sus miembros y cuyo mejor emblema en este texto lo constituyen los huesos duros y porfiados que se resisten al desgaste. Así lo confirma un segmento de Jamás el fuego nunca: «Pero a pesar que el tiempo no cesa de transcurrir, nunca, vivimos como militantes, austeros, concentrados en nuestros principios. Pensamos como militantes. Estamos convencidos de que nuestra ética es la única pertinente».


Se trata de las células clandestinas surgidas antes y después de la victoria del presidente Salvador Allende para combatir a la derecha y al general golpista y traidor, Augusto Pinochet. El golpe militar de 1973 sumió a Chile en un duelo nacional, en el que, quien no fallecía asesinado por la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), sobrevivía con el recuerdo ominoso del terror militar, la tortura, el abuso sistemático de los derechos humanos, la creciente polarización producida por la Junta Militar y la consolidación del neoliberalismo en el país. El golpe, apoyado por la CIA y por quienes constituían la plana mayor del gobierno de los Estados Unidos en ese momento, provocó el exilio de muchos de sus intelectuales, la sobrevivencia a duras penas del pueblo que apoyaba a Allende y una gran efusión de movimientos clandestinos que propugnaban la caída del golpista, apoyado por los intereses económicos extranjeros.


La obra de Diamela Eltit, un ejercicio poético de texturas mixtas, intensas, complejas y arriesgadas maniobras estéticas, se desarrolla precisamente en este contexto de dictadura.[1]Juan Carlos Lértora y Leonidas Morales han apuntado certeramente al concepto deleuziano de literatura menor, la errancia y lo neobarroco como marcas indiscutibles de su estilo y filiación estética. Como señala Sandra Lorenzano sobre la narrativa eltitiana, «[p]olitizar la palabra escrita no es adscribirla a programas partidarios o convertirla en directa denuncia referencial, sino exasperar las incertidumbres e interrogaciones del signo, proponer un ejercicio incómodo por cuestionador, por inasible, por urticante».[2]De acuerdo con múltiples entrevistas realizadas a la autora, la misma Eltit ha filiado su obra a la lectura profunda de escritores como Juan Rulfo, José María Arguedas, Carlos Droguett, Severo Sarduy y José Donoso.


Recipiente de varios premios nacionales e internacionales, tales como el Premio José Nuez Martín (1995), el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso (2010), el Premio de Narrativa José María Arguedas (2020), el Premio Nacional de Literatura de Chile (2018), el Premio Carlos Fuentes (2021) y el Premio de la Feria Internacional del Libro en Lenguas Romances (2021), Eltit comienza su trayectoria como escritora con la publicación de una obra magistralmente cifrada, a saber, su novela-poema-performance Lumpérica, de 1983. Allí, una joven mujer se destaca en medio de una plaza de ese Chile posterior al golpe para convocar a una población vagabunda, lumpenizada, espectral y anónima, para que se le sume en una suerte de escritura común e insurgente que tendrá lugar sobre el plano de una plaza pública en el espacio urbano. Dicha convocatoria produce eventos diversos: recuerdos de una tortura que se graba visual y auditivamente, congregación de anónimos, puesta en escena de una automutilación, vagabundaje, espera. Como menciono en un artículo que escribí en 1999 sobre Lumpérica: «la intrusión de la mujer Iluminada en la plaza aún en sombras, sus movimientos orgiásticos, su devenir ‘animal’, seduce al lumperío y transforma abruptamente este todo previsto por el poder en otro espectáculo de naturaleza subversiva». Lumpérica escribe sobre la plaza, el cuerpo, el cadáver social. «Nosotros, como ‘lectores’, nos encontramos allí para contemplar (¿completar?) su aletheia, su caza de la verdad a través del dolor, un espectáculo que fluctúa entre la miseria y lo sublime».[3]


El consistente gesto de Eltit por invitar a sus lectorxs a completar, interpretar y participar en la factura posible de su texto hace resonar en mí algo de la poética del escritor argentino Macedonio Fernández y su anhelo de tornar a quien lee en un participante activo. La de Eltit es una escritura fragmentada y plena de intersticios para que los completemos con la potencialidad que sugiere el texto, para que construyamos una justicia para nuestros tiempos a partir de circunstancias diferentes.[4]De esa invitación surge la desesperante voz de El padre mío, un deambulante demente, afectado por la dictadura, cuya voz Eltit graba en tres instancias recurrentes; las parejas también dementes de El infarto del almadonde, conjuntamente con la fotógrafa Paz Errazurriz, la escritora visita a los confinados dementes de Putaendo, quienes a pesar de la interdicción civil a la que han sido sometidos descubren allí el amor. También en otras obras como El cuarto mundo, Vaca sagrada, Los vigilantes, Mano de obra, Puño y letra o Sumar, se resalta un repertorio temático que incluye el estado de vigilancia, el confinamiento y agendas pertinentes a varios sectores sociales: la familia nuclear, el Derecho, el proletariado, una masa de manifestantes, el cuerpo y la sangre femeninas, el vínculo entre materno-filial. En todos ellos destaca un registro de escritura que explora sus claves políticas y sociológicas, sus inmersiones sociales en un Estado sumido en la vigilancia y la pérdida paulatina de sus coordenadas más sensibles. Podríamos decir que toda la obra de Diamela Eltit se orienta hacia una poética consistente en un arte de hacer justicia a partir del ejercicio de una memoria fundadora:


Así como el fantasma de L. Iluminada adquiere otro nombre, el de diamela eltit en minúscula, conjurarse en medio de la ficción torna visible una marca biográfica, pero este nuevo trazo no pertenece al pasado, sino al futuro de su performance, pues ella inventa un pasado para un futuro que necesita emanciparse de él, aunque se ancle en él. ¿Memorias fundadoras? ¿Es este el acto performativo a esperarse de una víctima que desea liberarse de una memoria que no desea? Este performance, por su excentricidad insinúa un àvenir, así como una decisión judicial fundadora necesita de un momento de locura para ser justa. Esa suspensión del tiempo o esa ruptura violenta constituye su liberación. (Sotomayor, Femina Faber, 2003, p. 82)


En Jamás el fuego nunca, la escritora se detiene en el duelo de la madre y en el hijo sacrificado a las fuerzas mismas de la insurgencia, explorando sus contradicciones políticas y humanas; el acto disidente de una rebelde por antonomasia respecto a la célula clandestina a la que pertenece. En el clandestinaje no puede haber desvíos, disensiones sutiles ni placeres materiales de la carne; ni siquiera la compra de un vestido sencillo que evoque en la protagonista el placer suntuoso de la tela rozando su cuerpo:


Sí, yo misma, especializada en lingüística y absolutamente consciente del rechazo como procedimiento imperativo y liberador, me vi ante una vitrina que me convocaba hacia un vestido tortuoso, diseñado para seducir y huir de los avatares de una historia, un vestido que me iba a liberar de la infamia, que me iba a distraer de un poder que finalmente me había perforado hasta la médula de los huesos.


De la travesía realizada a lo largo de la disciplina militar y de las disensiones dentro del grupo clandestino, la narradora rescata lo más tierno, lo precario, lo frágil que fue un niño sometido a la intemperie y a los avatares de la posible captura. Lo que aflora en Jamás el fuego nunca es la voz de la madre amortajándolo, doliéndose de cómo dejó que muriera sin oponerse al dictamen de la célula clandestina. El niño quedó sumergido en el sueño imposible de su madre, mientras su pareja le requiebra por qué no lo abortó. Sin embargo, es recurrente su figura y la única foto que quedó del niño con ellos, sus padres, frente al mar:


[…] me levanto con la foto en la mano, quiero mostrarte la foto, la que tanto conocemos, la imagen a la que acudimos cuando la realidad pierde su consistencia o bien en los momentos más intensos de nostalgia o en la ira o en los estrechos márgenes de lástima que nos autorizamos.


La ambigüedad con que se describe la situación principal del texto, a saber, el monólogo de una mujer fallecida, o viva, que entra en duelo perenne por un hijo nacido en medio de esta precariedad de lo clandestino, puebla el texto de acertijos. La violencia de la frase «por qué no se lo sacó» apunta al quiebre entre los valores masculinos y militares en contraposición a los de la mujer, la misma que se desestabiliza al ubicarse en el seno de una estructura que no puede exponerse a lo visible o a lo que en su circunstancia sería el lujo de lo sensible. En un momento de la novela se dice:


Aunque conocíamos las instrucciones, no sabíamos qué hacer con su muerte, dónde llevaríamos su muerte, cómo la legalizaríamos, ni sabíamos tampoco como salir de la inexistencia civil para ingresar con su cuerpo muerto a una sepultura en un cortejo funerario que nos podría delatar.


Lo que cuestiona el texto es cómo se desestabiliza o desplaza la vida cotidiana en el marco de una feroz lucha política contra la dictadura, y cómo ello carcome los cimientos humanos al develar la incongruencia entre el modelo épico-militar que han tenido que asumir ellos como disidentes frente al Estado y el afecto que les roba entre ellos mismos, erosionando las bases éticas de su propio proyecto. Aquellos valores positivos por los que lucha la mujer se degradan cuando es la ternura y los valores humanos básicos lo que se sacrifica.


Jamás el fuego nunca es un recorrido sensible, sensorial y corpóreo por la maternidad como promesa en medio de un mundo reseco, austero y óseo. El deseo más humano, como la conservación del cuerpo mismo, es interpretado como debilidad al interior de dicha célula hasta el punto de que incluso sensaciones tan humanas como el hambre se repliegan tras un mandato cuasi militar. La convaleciente de su propio dolor revisa y recorre la estructura de la relación, un acoplamiento amoroso dominado por la disciplina y los intereses «superiores» del grupo clandestino.


Es necesario subrayar que, en el presente de la narración, aunque la mujer continúa conviviendo y unida al militante, es un odio visceral lo que siente hacia este, quien también provocó la muerte de Ximena, una mujer que la ayudó a parir, además de la suya propia. En la madeja temporal donde involucionan los pensamientos de la protagonista, esta podría estar muerta, una desdichada mujer muerta rememorando los eventos traumáticos que condujeron a su muerte.


Dada la urgencia de combatir el poder, la violencia y la desigualdad que signa al territorio, al régimen citadino, se olvida por qué se lucha. Durante el análisis de la doble trayectoria que involucra a la célula clandestina y a la relación amorosa, el egoísmo va carcomiendo los principios de la célula y se va desintegrando la razón real de su ser, arrastrando consigo la humanidad de sus protagonistas. Esta evolución de los personajes evoca la trayectoria de una novela posterior de Diamela Eltit, Sumar (2018), en la que se despliega toda una comunidad en resistencia marchando contra el régimen neoliberal de ascendencia pinochetista.[5]Sin embargo, las traiciones, acuerdos o consensos también se alojan en el devenir muchedumbre de los marchantes. Incluso, en una novela previa, Mano de obra (2002), los personajes devienen meros instrumentos de la mercancía degradándose y traicionándose sin tapujos.


Lo que cuestiona Jamás el fuego nunca es la raíz ética del movimiento que aspira a la justicia social in abstracto, la cual es sometida a prueba cuando aparece un ser real, el niño (o la infancia), aquel por cuyo futuro se lucha. El libro de Diamela Eltit podría hallar un espacio notable en la nómina que Alain Badiou examina en El siglo (2005), texto que registra un repertorio de obras literarias en las que la violencia y las guerras sucesivas protagonizan el periodo marcado como el siglo XX.


Diamela Eltit cuestiona aquí las vallejianas «caídas del alma» de unos combatientes y el abismal derrumbe de toda certidumbre política cuando se sacrifica la vida misma en medio de las puestas a prueba de lo real. El emblema del recorrido de la voz materna que orienta este epitafio o este duelo es el dolor, y por eso el título extraído del poema de Vallejo, «Los nueve monstruos»[6], y el verso que retorna afantasmando una falsa trayectoria: «jamás el fuego nunca». Empotrado entre dos adverbios redundantes, más necesarios por el peso que sostienen, se halla el fuego, la célula de vida. Entre la doble renuncia que resignifica la negación o en el espacio existente entre ambos miembros de la pareja, se le hace cupo al núcleo que se olvida, la vida misma, el infante. Lo que se acuna en el vacío del ya no estar es la pasión o el fuego que desata este duelo.


Nos hallamos en medio de la potencia más mínima de sentido que explora el texto en todos los planos, el político, así como el biológico, la célula:


Quizás lo más sensato sería decir de una vez por todas: nuestro cuerpo, para asumir que estamos fundidos en una misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia la crisis, una crisis celular o un deteriorado estado celular, sí, convertidos en una verdadera república de células que nos ratifica como orgánicos, demasiado orgánicos o congénitos, no me toques, no me toques con tu pie, te digo, mi tobillo, no lo hagas mueve tu pie, sácalo de la cama. Sácate el pie si es preciso, córtatelo, muérete.


Con esta metáfora de connotaciones principalmente biológicas, que se encarna en dos cuerpos recurrentes y lastimados que yacen sobre un estrecho colchón, se arma una relación de pareja tóxica que, de vez en cuando, se dirige la palabra. Desde allí se construye el diálogo, o más bien el monólogo o la introspección de la voz femenina que cuestiona al patriarcado en su manifestación política y doméstica, pero a nivel celular:


el niño y yo, te íbamos a dejar en la pieza muerto como un perro pero nosotros, el niño y yo, sobreviviríamos, saldríamos del infierno de tu cara y del infierno que pensaras sin tregua que el niño era producto del horror, de la locura, que el niño era una falla, mi empecinamiento, una malévola comprensión de la historia que echaba por tierra el deber de nuestra militancia.


El diálogo ilumina de costado y muy subrepticiamente la violencia patriarcal que atraviesa esta relación. O, mejor dicho, Eltit destaca la tensión inherente a la voz femenina que cuestiona al patriarcado como manifestación política, así tanto como tramado doméstico en el plano microscópico, celular. De ahí la autodefinición:


Éramos una célula deambulando entre otras, lo sabíamos, otras células igualmente autónomas y amenazadas. Conocíamos el riesgo celular, podría decir que éramos unos expertos, sabíamos cómo funcionaban, cómo se comportaban. Decaían, en cierto modo se podría decir que se enfermaban. Se enfermó nuestra célula por el exceso de soberbia y de autonomía.


En el entremedio, la célula política reconoce su fracaso y la relación de pareja se derrumba. Quien habla es un personaje devastado que reorganiza las piezas o los fragmentos de sentido que detentaron varios eventos. El primero fue el mote o acusación de que se la designara a ella como estalinista, lo cual facilita el que se descarte su propuesta política al centro de la célula para marginarla posteriormente. El segundo evento fue su decisión de llevar a término la gestación del hijo, pese a sugerirse en el texto (como parte de ese trasfondo masculino del que no se libera el pensamiento de la voz femenina) que su embarazo es consecuencia de una violación ocurrida durante su captura por el bando enemigo. En ambas escenas citadas se tramita una ontología: la una porque se consolida declarando su posición frente a las estrategias fallidas de la célula, develando así el posicionamiento del patriarcado frente a lo que ella representa. La otra porque decide portar dentro otro cuerpo, el de su hijo. Ambas son instancias de futuro, afirmaciones de una posición ideológica disidente y de una opción de vida, y ambas son derrotadas al seno de la célula clandestina. Al mote de «estalinista», la protagonista se repliega por la acusación que el sustantivo insultante carga ante el grupo de ultraizquierda. Pero como se trata de cuerpos liminares y cuestionadores que se niegan a darse por vencidos, les es inherente un potencial representado por el niño en virtud del cual se genera una transformación en la mujer. Ello ilumina efímeramente el texto. Sin embargo, se sabe ya desde un principio qué acaece, lo cual se consolida al finalizar la narración fragmentada e intercalada con retrospecciones de que, así como la célula va desapareciendo, el niño gestado fallece como resultado de las decisiones disciplinarias de la célula misma.


Los cuerpos mismos encarnan la represión a través de la disciplina autoimpuesta, autorepresiva, que subraya la diferencia entre ellos. Se sostiene la novela en la elaboración verbal voceada por la herida que la atraviesa a ella, una mujer herida que habla lacerada por el deceso de su progenie. A nivel social se trata de la utopía rota, de la célula venida a menos, del encerramiento claustrofóbico, de la no tan serena aceptación de limpiar ancianos cuerpos sucios y mugrientos, otra metáfora del Estado venido a menos desde la perspectiva del afecto. Mientras estos seres, el cuerpo político, el de la anciana y el cuerpo del hijo, oscilan entre la vida y la muerte, la escena simbólicamente recurrente en la novela es la de la protagonista efectuando su tarea cotidiana o su misión.


Esta consiste en recorrer la ciudad dictatorial invadida por los ruidos con el objetivo de limpiar un cuerpo anciano y casi putrefacto que efectúa sus descargas excrementicias sobre su propio cuerpo pero que, sobre todo, impregna el cuerpo de la patria con su hedor. ¿Será efectivamente este cuerpo o este hedor el cuerpo de la patria? El que sea ella la cuidadora de esta muerte en vida dice mucho de su propio cuerpo gestor intentando mantener vivo a su propio hijo. Los cuerpos mismos encarnan la represión a través de la disciplina autoimpuesta, represiva, la disensión entre ellos, y la elaboración verbal, lingüística, voceada, de la herida que la atraviesa. Es una mujer urgida por la desesperanza quien enuncia la desaparición de su descendencia futura, y su duelo es hiperbólico pues sobrevive tras su propia muerte. La novela es lo suficientemente ambigua como para preguntarnos si ella vive mientras habla o sobrevive para lamentar esa otra muerte.


En el plano político, de otro lado, se trata de la utopía rota, de una célula venida a menos, del encerramiento claustrofóbico, de la serena aceptación de limpiar un cuerpo sucio y mugriento, el de la anciana, el de la pareja totalmente desahuciada por su propio cuerpo, venido a menos física y políticamente. Caminar la ciudad eltitiana no solo es riesgo, sino castigo porque constituye una exposición al peligro de sentirse obligada a atravesar un espacio plagado de presagios, ataques, delaciones o capturas inminentes. No existe un recorrido libre de esa ciudad, sino una exposición al ruido, la paranoia y la violencia:


Soy una pasajera más, una víctima de la demora, un mero componente urbano. Conseguí un asiento y eso me permite un pequeño control sobre una acotada superficie. Los otros pasajeros se convierten, ante la posición de mi mirada, en meros fragmentos, pedazos de espaldas, cabezas, un súbito perfil, la precipitación de la mano en el mental ante la visión del paradero. Somos pocos, muy parecidos los unos a los otros. Anónimos ciudadanos capturados en una locomoción interferida por un tránsito abarrotado que nos mantiene tensos en nuestros asientos.


Santiago de Chile los ha expulsado de su vía libre mientras ellos sobreviven acuciados por la posibilidad de ser reprimidos, perseguidos y capturados. Son los desahuciados de la ciudad quienes la recorren para sobrevivir de alguna forma. La ciudad aquí, como en Lumpérica, El cuarto mundo y Sumar, regresa como un espectro, pulsando ciertas coyunturas neurálgicas que alimentan el recuerdo o el trauma. Se reitera así la escena que entraña la exposición a esa doble vía del afuera y el adentro del juego, saliendo y entrando de la ciudad-farmacia que tanto Diamela Eltit como Guadalupe Santa Cruz han convertido en emblema de su narrativa. La encrucijada existente entre la ciudad y el cuerpo moribundo de la anciana, a quien la protagonista debe asear, opera como metáfora de la imposibilidad de futuro en esta instancia: «Morimos en medio de un parto atroz. No alcancé a dar a luz el siglo que venía. El niño, el mío, nació muerto después de mi muerte. Un parto estéril. Fue completamente inútil, Ximena»


La novela, pues, es un cuestionamiento de la sobrevivencia al centro de una célula clandestina que le impone a sus constituyentes todas las renuncias y, al cuerpo femenino, la de la maternidad. Es, además, la denuncia del golpe militar que de una manera u otra deseó destinar, aunque sin éxito, a todos sus habitantes a la sumisión, la renuncia y la deshumanización. Hoy, 19 de diciembre de 2021, otra generación llena de promesa inaugura la vida en Chile.



[1] La obra crítica de Leonidas Morales, Juan Carlos Lértora, Nelly Richard, María Eugenia Lagos y Eugenia Brito da fe de la trayectoria estética eltitiana, sus preferencias temáticas, su escritura al margen de los cánones estéticos convencionales y su filiación a movimientos de intervención urbana y de performance, tales como el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte).

[2] Lorenzano, S. (2011). «Sobrevivir precariamente. En torno a la propuesta literaria de Diamela Eltit». Prólogo a Tres novelas. (p. 13). Fondo de Cultura Económica.

[3]«(Estar) justo en el umbral de la memoria: la ‘violencia fundadora’ de la víctima en Lumpérica, de Diamela Eltit, y La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman», Sotomayor, A. M., (2004). Femina Faber. Letras Música Ley. San Juan: Ediciones Callejón, 2004, (pp. 61-82). Ver además sobre Sotomayor, A. M.

----(2000). Tres caricias: una lectura de Luce Irigaray en la narrativa de Diamela Eltit. El Padre mío, El cuarto mundo y El infarto del alma, en MLN (Modern Language Notes) 115, pp. 299-322.

----(2012). Juzgar un juicio o las roturas de lo que se cose con afán. Puño y letra de Diamela Eltit. Revista Iberoamericana, Vol. LXXVIII, 241, pp. 1011-1024.

[4] Sobre una discusión de Derrida, el stare decisisy el concepto de justicia en Lumpérica, y sobre derechos humanos internacionales y procedimientos judiciales en Puño y letra, ver Sotomayor (Ibid). Sobre marginalidades, cuerpos femeninos y justicia, ver de Zaida Capote, «Márgenes insurrectos», en Valoración múltiple. Diamela Eltit. Edición de Mónica Barrientos. La Habana: Fondo Editorial Casa las Américas y Ediciones Universidad Autónoma de Chile, 2021, p. 30-67.

[5] Sobre Sumar, ver de Julio Ramos, «Sumar de Diamela Eltit. El excedente radical de la ficción». En Valoración múltiple(Ibid), p. 296-302.

[6] Vallejo, C. (1949). Poemas humanos. Recogido de Cesar Vallejo Poesías completas. Editorial Lozada.




Sotomayor, Áurea María (San Juan, Puerto Rico, 1951). Profesora del Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas, del Programa de Estudios de Género y de la Mujer, y de Estudios Culturales en la Universidad de Pittsburgh. Obtiene su PhD en la Universidad de Stanford y hace un Juris Doctor en Derecho de la Universidad de Puerto Rico. Es una de las voces poéticas caribeñas más prolíficas y su obra ha sido incluida en numerosas antologías de América Latina y de su propio país. Ha obtenido premios nacionales e internacionales como poeta y crítica. En poesía, ha publicado los libros Sitios de la memoria, La gula de la tinta, Rizoma, Diseño del ala, Cuerpo nuestro, Artes poéticas, Chuvento o lengua secreta, La noche es otra luz, Operación Funámbula y Espacio teselado, entre otros. Sus libros de crítica son Hilo de Aracne, literatura puertorriqueña hoy, Femina Faber. Letras, música, ley; Entre objetos perdidos, Un siglo de poesía puertorriqueña; y Poéticas que armar. También fue cofundadora de las revistas culturales, literarias y de teoría posmoderna Postdata, Nómada y Hotel Abismo en Puerto Rico. Ha editado varios libros sobre la obra de José María Lima, Guadalupe Santa Cruz y Eduardo Lalo. Su investigación se centra en cuatro áreas principales: Poesía y poética latinoamericana, Derecho, Justicia y Derechos Humanos en un contexto literario, Poética caribeña y medioambiental, y Género y literatura femenina. Ha traducido el libro The Bounty (como La providencia) de Derek Walcott y ha publicado tres antologías: De lengua razón y cuerpo (Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1987) sobre nueve mujeres poetas contemporáneas, Red de voces (Casa de las Américas, 2011) y Poesía puertorriqueña (dos tomos) para Biblioteca Ayacucho. Recibió el Premio Casa de las Américas en 2020, versión ensayo por Apalabrarse en la desposesión (Ley, arte y multitud en el Caribe Insular).

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