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el balbuceo que da vida

Ensayo

Ba… ba… bla… el balbuceo que da vida. Una lectura de Cuerpo de María Auxiliadora Álvarez

María Auxiliadora Balladares

Número revista:

5

Tema libre

En 1985, María Auxiliadora Álvarez (Caracas, 1956) publica su primer libro de poemas titulado Cuerpo. La composición o al menos la revisión de los poemas que conforman este libro se puede rastrear hasta un taller de escritura poética en el Centro Cultural Rómulo Gallegos de la mano de Luis Alberto Crespo a mediados de los ochenta. Esta escritura –que, el propio Crespo lo señala en el prólogo del libro, se ha producido a partir de un diálogo cercano con la obra de Artaud y, sobre todo, a partir de la acumulación de imágenes que remiten al acervo artaudiano– nos lleva por la senda de un cuerpo vivo, pero desprovisto, ante los ojos del sistema médico estatal, de cualquier vestigio de humanidad o de vida que merezca la pena ser vivida. La reificación de ese cuerpo –que late en el sustrato del zoé, pero no del bios,[i] desde el punto de vista hospitalario– es lo que rebela a la autora y la conmina a entrar en un juego donde la palabra poética ironiza y se resiste, en varios planos, a esa mirada que cosifica. Ahí, donde las narrativas sobre la maternidad en la modernidad tardía se asumen desde la romantización del acto de dar a luz, la yo poética de Cuerpo vive una experiencia que no solo no romantiza, sino que a partir de ella expone la precarización de un sistema de salud pública que arrastra a millares de cuerpos de mujeres en trance de parir a ser pensadas y tratadas como máquinas de reproducción de vida.


Dice la yo poética: “la grabación del hospital / me contempla satisfecha // como la vagina que soy / como herida inteligente” (Álvarez, 1993, p. 18). La reducción metonímica que la lleva a ser meramente vagina y herida (ambas, índices del parto) despliega con absoluta asepsia la necesidad de pensar el cuerpo de la mujer desprovisto de alma y discurso, y apenas inteligente como para reaccionar ante diferentes tipos de estímulos físicos y ante la inminencia de ubicarse en la posición adecuada para parir. Estos epítetos revelan su instrumentalización: este importa en tanto es capaz de reproducirse y no como cuerpo que siente y padece. Si se le niega la palabra a esta voz que no puede ni debe hablar dentro de la institución porque no es escuchada y tampoco es válida, en el poema, en oposición, va a desarrollar un discurso que, de la mano de la crítica a la práctica biopolítica que se aplica a la letra en el hospital público, genera un lenguaje que parece balbucear –como haciéndole el juego a la lógica reduccionista– al repetir fonemas que simulan los primeros sonidos que emite un infante en su apropiación de la lengua: “su baba / bata blanca sanguinaria […] su baba blanca castrada” (p. 15, el subrayado es mío). Este es un balbuceo en apariencia porque en términos semánticos, en esas mismas líneas, logra invertir el lugar que ocupa la doctora con el de la mujer. Si aquella la mira como vagina, esta en su réplica asevera que quien utiliza la bata blanca ha padecido una castración. Este poema abre con un apóstrofe en el que la yo poética se dirige a la doctora y le dice: “hubiera podido reunirlo / el dinero doctora / vaca amarga castrada que me agrede / para tener mejor asistencia / su ojo más detenido / si el embarazo durara varios años / a medida que me hubiera ido inflamando / cada arcada / cada pelo que cayese / cada estría / lo hubiera ido guardando” (p. 8). La imagen de la castración, entonces, parecería remitirnos a un ser reducido porque está dispuesto a cumplir debidamente con su juramento hipocrático siempre y cuando se trate de una paciente que se atienda en la práctica privada. El condicionamiento de su ejercicio la ubica en un plano mercantilista en donde se exige a la mujer trabajar todo lo que sea necesario para reunir el dinero y poder pagar un parto digno. La fragmentación del cuerpo de la parturienta, entonces, cobra un sentido particular: el cuerpo troceado está desprovisto de dignidad humana, sus humores son las señas de una abyección.


El dolor es el signo que marca las vivencias de los cuerpos de las madres. Todo duele, todo se inflama, todo se desgarra, “convulsiona / se contrae” (p. 31). El cuerpo después de parir no es el mismo, ha mutado irremediablemente. Y la experiencia puede ser tan terrible que paraliza: “una se queda quieta / quieta” (p. 32). Ningún órgano permanece en su sitio. Ese mutar imprevisible abre lo cerrado y “cierra todo lo abierto” (p. 31). Nada más alejado de la idealización de la maternidad que esta certeza de que, con el hijo o la hija, la madre también nace porque la experiencia radicalmente dolorosa la convierte en otra; le depara un cuerpo nuevo al que se debe enfrentar siempre desde la zozobra, desde el desasosiego que supone el no reconocerse; el saber que parte de su vitalidad se ha ido para siempre con el parto. Esta es la consecuencia que de suyo padece todo cuerpo que pare. Se pare siempre en un contexto, sin embargo, y eso es lo que María Auxiliadora agrega con tanta lucidez y desgarramiento en este poemario.


La instrumentalización de los cuerpos se observa, asimismo, cuando la yo poética se refiere a las mujeres parturientas como si se tratara de reses: “amarrar todo el ganado / con una sola cuerda // que usted halaba […] le gustaba la lealtad / nos marcaba el lomo / con sus iniciales / amarraba nuestros hijos / le gustaba / el olor de sangre en la cuerda / en la exactitud de ganado” (43). Es como si, con esta metáfora, alcanzara un punto culminante: el cuerpo de animal instrumentalizado y el cuerpo de mujer instrumentalizado tienen el mismo valor.[ii]El destino de ambos es reproducirse para seguir proveyendo de organismos cuya fuerza de trabajo asegure la supervivencia del mismo sistema que los somete; el destino de ambos es ser reconocidos como propiedad del hombre (que es hombre y, al mismo tiempo, representación del Estado) que maneja la cuerda y les deja su marca de fuego. También es sugerente la suposición de que al ser una res, no es persona, “persona plena será aquella que tiene control sobre su propio cuerpo, quien se declara ‘dueña’ de su cuerpo y capaz de someter y de conducir su ‘parte animal’. La persona funciona así como un régimen de dominación biopolítico, que distribuye posiciones y luchas en torno a ejercicios de poderes, de resistencias y de desposesión sobre un mapa móvil de relaciones con lo viviente, que son siempre relaciones de control y de propiedad” (Giorgi, 2014, sección Biopolítica y cultura. Sobre el “hacer el vivir”, párr. 8). En el poemario se vuelve a interrumpir el régimen de propiedad sobre los cuerpos cuando refiere el deseo de la hija de volver al vientre materno: “ella me abre las piernas / desde el piso / trata de ascender / y no la dejo / que ahí no hay nada / se cerró la puerta / se acabó la casa / ella quiere devolverse / por las tardes / se me para entre los pies / calva y caliente y no entiende / que la aparto / que esa puerta se acabó […] y ella tiene miedo / y quiere hundirse / en el útero de nuevo” (p. 28). Aunque el retorno a ese primer habitáculo es inviable, la sola enunciación del deseo de la niña se vislumbra como un indicio de esperanza, de resistencia. Al menos alguien entiende que esa vida no es aceptable: queda intacto el deseo ferviente de volver a instalarse en la economía del cuerpo materno, a su sabiduría y no habitar más el espacio exterior a la khôra.


Si es en el plano del discurso poético en donde acontece la resistencia a la violencia obstétrica que padecen las mujeres y si el cuerpo es el lugar de la experiencia, el poema y la maternidad van a ser los espacios que se preservan de la lógica patriarcal, los espacios seguros, porque solo los conocen ellas. En el cuarto poema del libro, sostiene con vehemencia la voz poética: “usted nunca ha parido / no conoce / el filo de los machetes / no ha sentido / las culebras de río / nunca ha bailado / en un charco de sangre querida / doctor / no meta la mano tan adentro / que ahí tengo los machetes / que tengo una niña dormida / y usted nunca ha pasado / una noche en la culebra / usted no conoce el río” (p. 19). El modo imperativo es revelador. Este expone una exigencia que nace del disgusto, de la pesadumbre; va con él una amenaza latente y una queja que se despliega en otros poemas como aquel en el que la yo poética contrasta las experiencias de la paternidad y la maternidad repitiendo la oración “es injusto” (p. 40), o aquel en el que se refiere con ironía a “los esposos saludables” (p. 38). Y aunque la violencia persevera en su reino de sometimiento y muerte, también lo hace la imagen del río que es poderosa: todo lo que acarrean sus aguas es aquello que se mantiene intocado, lo que no puede someterse, lo que se le escapa entre los dedos al panóptico. El cuerpo-río-poema es el triángulo de la vida, de la dignidad, es un canto liberado que nadie dicta y que nace espontáneo en los pechos que nutren.


Este poemario parecería no tener final. En el último poema, se instala de vuelta un lenguaje balbuceante, vertiginoso; un lenguaje que esquiva las construcciones sintagmáticas, que no busca instalarse en un sentido cerrado, concreto y reconocible, sino que se quiebra, que se interrumpe, que es escritura esquizofrénica, que prolifera, que se aleja de la corrección. El lenguaje poético se fragmenta, se entrecorta, como remitiéndonos a una temporalidad extraña, a una temporalidad otra donde “se imaginan y se piensan formas de vida que eludan la complicidad o la colaboración con los regímenes de violencia” (Giorgi, 2014, sección Biopolítica y cultura. Sobre el “hacer el vivir”, párr. 11). El final abrupto puede corresponderse con el sinsentido y el horror que auspicia la violencia, pero también con la acuciante necesidad de producir una lengua con la que se pueda enunciar la contra.



[i] Gabriel Giorgi (2014), leyendo a Agamben, plantea en los siguientes términos la diferencia entre bios y zoé: “las vidas a proteger, las formas de vida reconocibles (bios) y las vidas a abandonar, las vidas cuyas muertes no constituyen un delito (zoé)” (sección Biopolítica y cultura. Sobre el “hacer el vivir”, párr. 7).


[ii] Esta metáfora mujer-res también se trabaja en “Ternera acosada por tábanos” del libro Ejercicios materiales de Blanca Varela. La poeta peruana refiere, en un recital en la Residencia de Estudiantes de Madrid, que este poema surge una mañana en la que vio a unos niños salir de un terreno baldío. Las madres de los más jóvenes querían golpear a la mayor de ellos, que habrá tenido a lo sumo 12 años y que evidentemente se encontraba embarazada, por considerar que ella era la culpable de que sus hijos se drogaran. Dice el poema de Varela (1996): “sólo recuerdo al animal más tierno / llevando a cuestas / como otra piel / aquel halo de sucia luz // voraces aladas / sedientas bestezuelas / infamantes ángeles zumbadores / la perseguían” (195). En ambos textos, la metáfora o la representación alegórica provoca una conmoción porque la identificación entre animal y humana las iguala en el sufrimiento, en el sometimiento de sus voluntades y en el silencio.

Referencias:

Álvarez, M. A. (1993). Cuerpo / Ca(z)a. Fundarte-Alcaldía de Caracas.

Giorgi, G. (2014). Formas comunes: animalidad, cultura, biopolítica. Eterna Cadencia. Edición Kindle.

Varela, B. (1996). Canto villano. Fondo de Cultura Económica.

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