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El cuerpo de los otros

Ensayo

El cuerpo de los otros

Laura Sofía Rivero

Número revista:

6

Tema dossier

Lo que siempre me ha gustado


La mochila o el garrafón. El suéter. Mi bolsa. Mis talones. Mis antebrazos. Todo se ve mejor en los hombros de quienes deseo. Los hombros: angulares, ejemplo de masculinidad, tan diferentes a los míos. Disfruto las competencias de natación. Eso es lo que sintonizo cuando hay Juegos Olímpicos. Se acercan a la alberca. Se quitan una bata holgada. Y antes de bajar los goggles, estiran los músculos. Los hombros en su máxima expresión, alargando cada brazada. El hueso ancho y fuerte en el recuerdo de por qué un gigante antiguo pudo cargar la bóveda celeste.


Lo que no decido que me guste


Decir que me gusta el corazón parece lugar común. Pero los tres hombres que he creído amar comparten una extraña circunstancia. Bum, bum / Bum / Bum / Bum, bum /. Su corazón vive en la lógica de la arritmia. Amo a los destiempo, a los de pálpito errado. Se les olvidó repetir y coordinar. No saben ir al compás de los otros. Ellos laten y yo callo. Tengo por destino el amar a los corazones desiguales.


Lo que no me gustaba y ahora sí me gusta


El pelo en pecho me daba asco hasta hace pocos años. Me recordaba a los viejos, a los actores de telenovela que se empiernaban con sus amantes entre sábanas sedosas, a los años setenta, a los señores que abren sus camisas corrientes y venden seguros de coches y viven en la playa y tienen dientes de oro. Durante un tiempo amé a un hombre que no era esos hombres. Se levantaba por las mañanas y se veía su no barba en el espejo: estiraba su piel y me preguntaba si le había crecido más. Y yo le decía que no. Se lo decía feliz de saber que faltaría mucho para que el vello llegara a su quijada, el dorso de su mano, la cueva de sus oídos, su pecho.


Pero el tiempo fue poblando de pelo a mis conocidos. Incluso los que lo perdían en algunos lugares, lo ganaron en otros. No solo por costumbre ni por resignación lo fui queriendo, pues concebí en él la dulce extranjería de lo que no está en mí.


Lo que me pone triste


La gente encorvada, incluyéndome. Los labios resecos. Los ojos blanquecinos de los ancianos.


Lo que les gusta


A Phillip Lopate: las espaldas, aunque se pregunte qué podrá decir de él amar una parte del cuerpo que alude a la despedida. A Montaigne: sus bigotes, porque hacen perdurar los aromas del día, revelan el lugar de donde viene y guardan la humedad de los besos de la juventud. A Modigliani: los cuellos largos y los ojos vacíos. A Michel Tournier: las rodillas, porque es la articulación clave de donde parten el esfuerzo, el empuje, el impulso; porque la forma de las rodillas también revela más del carácter de una persona que su cara, pues no saben mentir. A Juan Ruiz “Arcipreste de Hita”: las encías bermejas.


Lo que no debería


Las manos que parecen pezuñas de tan pequeñas que son. Los genitales minúsculos de las esculturas grecorromanas. Las lagañas. Las pieles picadas por mosquitos, el chapoteo de su saliva encarnada.


Lo que me inquieta


Suelo preguntarle a la gente cómo sienten el cuerpo cuando. Quisiera saber si mis sensaciones son solo mías o si todos compartimos la traducción de nuestros sentimientos a vísceras y espasmos parecidos. La timidez se me presenta como un silencio en el tórax. La tristeza me enfría la garganta y me calienta los ojos, un picor minúsculo comienza a hormiguear por mi nariz, párpados, pómulos; luego, me vacío. Cuando estoy feliz, algo irradia y siento una cola fantasma que se agita emocionada, quizá alguna vez la tuve y por ahora solo puedo recuperarla a ratos.


Me preocupa que todos experimentemos cosas diferentes. O que aquellos que aseguran percibir lo mismo hayan caído en un error y solo usemos las mismas palabras para comportamientos del cuerpo que varían de forma, frecuencia, intensidad. Un amigo me dijo que su tristeza es una mariposa azul que ya no vuela y yo no le creí nada. Alguno alega que sus pulmones parecen derretirse un poco. Otro más, quitado de la pena, reveló que no siente mucho, solo algo frío y ligeramente metálico en los nervios. En sus ojos pude ver que, mientras yo explicaba mi sensación de hormigas diminutas pinchándome en su marcha, él desconfió totalmente de que mi descripción fuera cierta. Sospecho que hemos aprendido a catalogar el ánimo con etiquetas imposibles.

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