Ensayo
El mismo sitio de siempre por primera vez
Chávez Benavides
Número revista:
En Memorias del subsuelo (1864) de Fiódor Dostoyevski, el poeta no está satisfecho con lo que hace. En la construcción del discurso, antes de la narración de las memorias, el protagonista se introduce a sí mismo no como un hombre de acción ―quien comprende que los caminos conducen a alguna parte y que se interesa en ser arrastrado a una condición determinada―, sino como alguien que no acepta condenarse al objetivo de trazar caminos que lo lleven a alguna parte. El protagonista se abandona al deseo que el hombre de acción evita: la destrucción en vez de la construcción, pues habla entre dientes de su miedo a encarar la culminación de la obra. El hombre del subsuelo desea la aproximación al objetivo, pero alcanzarlo no le satisface.
“Es posible que el hombre desee únicamente el bienestar. Pero ¿no es igualmente posible que desee el sufrimiento?” Según el narrador, que se encuentra más allá del bien y del mal, importa únicamente la garantía del capricho que se suscita en el flujo mismo de las memorias: el presente, que es sed de vida, no responde a un orden lógico. Al hacer un recuento de quién es, el protagonista se pregunta si es posible ser sincero y si puede tener fe en aquello que va brotando en el momento mismo del acto memorioso. La voz del narrador protagonista en tiempo presente nos enfrenta ante la necesidad de ser testigos directos de los hechos y de los pensamientos, que brotan intempestivamente de su pluma, sin eludir la contradicción. Entendemos como presente ―iniciado, pero no terminado― el momento de la enunciación de las memorias.
Lo lírico yace en el presente porque en el preciso instante en que el hombre del subsuelo consigna sus memorias la palabra va construyendo al protagonista, que quiere ser golpeado para sentirse vulnerable, luego quiere golpear a través de la palabra para sentirse como el que vulnera. Sin embargo, el protagonista no se da una forma acabada en el acto de enunciación en el que se define como fuerte o débil, sino que se entrega a la posibilidad de seguir imaginándose como uno y otro porque prefiere la incertidumbre. En las ilusiones no hay espacios para ser decepcionado porque se está a disposición de la sorpresa.
En la prosa, el lenguaje es eficaz porque busca producir determinados efectos; pero en la poesía deja de ser utilitario pues no es un vehículo de una intencionalidad. En Memorias del subsuelo, el narrador habla de la vida de la prostituta como si fuera el verso del poema que nos revela verdades intuidas sobre nosotros mismos, justo las que no se quiere pronunciar, pues al ser reveladas nos sumen en la desesperación, tal como ocurre con Lisa; la cabeza hundida en la almohada, el llanto asfixiante, el cuerpo tembloroso, el grito detenido para que no supieran de su sufrimiento porque lo lírico no arroja soluciones. La poesía nos pone ante situaciones en las que el cuerpo ordena quedarnos ahí, en el único lugar en el que realmente se está a merced del ser: el que rompe o el que ha sido roto.
En la prosa, las cosas se revelan a través del escritor. En la poesía, las palabras hablan a partir de ellas mismas. “En mis sueños subterráneos, sólo he podido concebir el amor como una lucha.” La primera conversación que el protagonista tiene con Lisa, le lleva a hablarle de las implicaciones prácticas del amor romántico en el matrimonio: te quiero tanto que tengo derecho a atormentarte un poco, como el niño que agradece ser alimentado al morder el seno. El protagonista entrevé, en el tono burlón de la mujer, la astucia y el orgullo necesarios para retener la entrega y la manifestación de sentimientos. La sensación de debilidad después de hablarle de las cosas que se dicen sobre la cama, mueve al hombre del subsuelo a bajar a Lisa a su nivel: sólo venimos aquí cuando estamos completamente borrachos; si hubieses vivido como las personas honradas, te habría hecho la corte, e incluso me habría enamorado de ti; me habría hecho feliz una mirada tuya, pero enterraste tu existencia a cambio de un café con pan. Tras ser testigo de la descomposición de Lisa, el narrador asegura que su mirada parecía excusarse; una mirada dulce, implorante, confiada, acariciadora y tímida que expresaba el amor y el odio. Pero el protagonista parece sensibilizarse cuando anuncia su intención: salvar a Lisa. Luego él siente una lástima dolorosa por la inutilidad de la franqueza de Lisa: “Te enterneciste y hoy quieres oír más palabras enternecedoras. Entonces me burlé; descargué mi irritación sobre ti, me vengué en ti. Me humillaron y quise demostrar mi superioridad sobre alguien” (Dostoyevski, 1864).
Los papeles continúan invirtiéndose cuando el protagonista advierte que Lisa había prestado atención no a las palabras insultantes, sino al esfuerzo que él había hecho por pronunciarlas. Amar, para él, seguía siendo dominar, poseer y tiranizar moralmente al otro. El protagonista la ponía a prueba; insistía en empujarla al límite. Así, cuando estaban al borde de la reconciliación, el narrador, después de haber sido consolado, abre la mano a la mujer y le entrega dinero, haciéndole ver su condición, finalmente ella decide irse. Sin embargo, el hombre del subsuelo sale a buscarla preguntándose si la odia por haber encendido en él el deseo de arrojarse a sus pies, pero es demasiado tarde. El poeta persiste en escoger el camino del fracaso.
Si el punto de llegada se ve como un proceso matemático, en el que dos y dos son cuatro, se establece un principio de muerte y no de vida: “Referir detalladamente cómo ha fracasado uno en su vida, por no saber vivir, reflexionando sin cesar en su subsuelo, que es lo que he hecho yo, no puede ser interesante en modo alguno.” Antes de concluir, el narrador reprocha que la cobardía sea llamada prudencia en vista de que se ha perdido el hábito de vivir y no se siente repugnancia por la “vida real”, considerada ingrata y penosa. Dostoievski pudo optar porque el protagonista, que se había acercado a Lisa íntimamente, “viviera” con ella que, en apariencia, encarnaba la idea que él interpretaba como amor; sin embargo, se decidió por la soledad del personaje, que es lo único que se posee en el presente de la narración. La poesía, según Kant ―en palabras de Sartre―, es una manera absoluta de ver las cosas y el absoluto es el relato que se mantiene fijo en el presente, que tiene al fracaso como única retribución.