Ensayo
Errancias
(Un fruto o un escombro)
Marialuz Albuja Bayas
Número revista:
Tema dossier
De esos días repetidos guardo la imagen de mi mano sobre el vidrio. Las calles desiertas recordaban una escena de película distópica; me gustaba, sin embargo, la quietud. Eran los tiempos del toque de queda a las dos de la tarde y de mirar los noticieros para saber con cuántos muertos se cerraba la jornada, no sólo a causa del virus sino, también, debido a la violencia en los espacios reducidos y sobrepoblados en que la mayoría de habitantes de este mundo soportaba el encierro obligatorio: femicidios, violaciones, niños asesinados, gente muerta en plena calle como piezas cotidianas de una ‘normalidad’ feroz.
Pese a ello, cada tarde, al terminar las clases virtuales con mis estudiantes de la universidad, me conmovía descubrir el perfecto orden detrás de mi inexplorado potencial de no hacer nada. Las exigencias de afuera se habían detenido y tampoco había qué esperar. El desprendimiento de lo que antes parecía indispensable -ir al trabajo, correr de un lado al otro, lograr metas- significó un alivio para mí, tan acostumbrada a la desesperación.
Me entregué de lleno a los hijos, a mirar el techo, a repensar la vida. Leí mucho, aunque despacio. Escribí un texto de teatro y terminé mi último libro de poemas, un pendiente que me atormentaba hacía meses.
También fue la época del boom del Zoom, tan cacofónico en su sonido como en su contenido. Me invitaban con frecuencia a conversatorios virtuales sobre literatura y poesía, y llegó el día en que coincidí con X, un escritor a quien he admirado desde siempre. Su exposición me pareció brillante. No recuerdo lo que dije yo, pero sí lo que dijo él, más tarde, cuando me llegó un mensaje por interno en el que proponía venir a mi casa. Estaba dispuesto a violar el toque de queda, caminando por las calles secundarias para burlar a la policía.
Estuve a punto de decir que no. Temí que nos trajera el virus, y yo, con mis tres hijos, sin dinero para emergencias. Igual, le di la dirección y apareció dos noches después con la ropa húmeda por la llovizna y una botella de vino tinto. No era un desconocido. Habíamos coincidido varias veces, a lo largo de los años, en charlas y conferencias, mientras yo resistía los embates de mi matrimonio y de mi traumático divorcio, cada cosa prolongadamente insostenible. Me gustaba, sí, pero jamás habíamos hablado sobre temas personales. Y ahora, de repente, como si un portal se hubiera abierto, llegó a mi casa por primera vez y me encontró tan libre y dueña de mi espacio como dispuesta a vivir lo poco que pudiera antes del inminente fin del mundo que la pandemia anunciaba.
En el encierro una está lista para todo.
Cada vez que narro partes de mi vida, la anécdota me importa menos que el mito subyacente. Prefiero el andamiaje del antes y el después: lo que anticipa un hecho decisivo y los escombros o los frutos que perviven. Hay un detalle que quisiera no incluir, pero que es clave en esta errancia: él vivía -y sigue viviendo- con la mujer que ha sido su compañera desde hace casi dos décadas. Siempre supe que el frágil equilibrio de lo que habíamos creado pendía de un hilo: el que yo devanaba desde la sombra para sostener ese triángulo atascado que no iba a colapsar si mi presencia se mantenía oculta.
A pesar de esto, nunca fue más bello amar. No había a dónde ir. Ningún camino estaba trazado. La ausencia de objetivos hacía que pudiéramos errar por los instantes como el flâneur que vaga sin dirección, sumergido en la maravilla de sus hallazgos. Y, más allá de que las cosas hayan sido (o no) como él decía al afirmar que nunca había experimentado cosa parecida, presiento que su extravío en lo que hasta entonces fue su recorrido por la ciudad no se habría dado fácilmente sin la mediación del fin del mundo.
Pensé en mi padre y en mi dureza juvenil cuando le descubrimos una amante. En venganza, le raspé el auto y escribí palabrotas sobre la pintura roja. Es verdad que yo era una chiquilla en ese tiempo; sin embargo, la vida a veces nos coloca en situaciones que nos llevan a asumir el rol que tanto hemos odiado. Y, cuando ocurre, el panorama se convierte en algo muy distinto: un paisaje que no habíamos podido develar porque el camino, simplemente, no se había fragmentado aún para nosotros.
No le dejo todo al destino. Elegí libremente embarcarme en ese amor que me tocó a la puerta en el momento preciso. Un amor que fue, además, total, justo cuando me había preparado para la muerte.
Esto no quita que, en un momento dado, creí que X iba a abandonar su vida estable para quedarse conmigo. A mí también me causa gracia. Es parte del entrenamiento. Entonces renegué, me arrepentí, cosa que ahora me parece tan inútil como el vano deseo (transitorio) de retenerlo a mi lado. Si lo hubiera hecho, sé que el encanto se habría roto porque lo nuestro no cabía en el mundo real, sino en un bosque imaginario que solamente existiría mientras la vida no volviera al supuesto orden que la aglutinaba antes del desastre.
Somos tantas las mujeres que hemos experimentado algo parecido que seguramente superamos en número a las que no. Pero tampoco es cuestión de estadística. Toda vivencia es siempre individual y única, lo que la vuelve más universal aún. Y al amor, por otra parte, nada lo despoja de su esencia, ni siquiera las circunstancias hostiles.
Vagar sin rumbo cierto nos conduce a puertas inexploradas que, al final de los senderos circulares, desembocan en el sitio donde está lo que realmente se desea, y lo que no. Errar y errar, dos privilegios que la modernidad nos ha arrancado y que, durante la pandemia -tal vez por eso de retroceder al tiempo de la peste y de la incertidumbre- me fueron restituidos.
Tardé casi un año en comprender que es imposible volver práctico un amor que no tiene cabida en el mundo de las formas. Sería como pedirle a una obra de arte que deje de ser bella en sí misma, sin propósito, para convertirse en algo intencional. Querer cambiar esa mirada es una empresa absurda. Pero es también verdad que el ojo sabe distinguir entre el paisaje familiar y un centelleo, sin que tengamos, los amantes, el poder de intervenir esa mirada; aunque sí, la libertad para -al final- quedarnos con un fruto. O un escombro.
OTRAS ERRANCIAS…
Toda creación, todo descubrimiento, implica errar, aventurarse. Quien busca lo seguro no hallará nada nuevo. El riesgo es elemento fundamental del acto creativo. Una escritura sin riesgo es simplemente la repetición de lo ya dicho. Ocurre igual con cualquier manifestación artística o de otra índole. Hay que enfrentar los monstruos interiores, extraviarse en la propia oscuridad, lo que sucede solamente cuando emprendemos un viaje que permita la equivocación como parte natural del devenir. Esto va en contra de lo que la educación y el mundo requieren, hoy en día, de los ciudadanos, a quienes se les exige ‘certezas’ desde chicos, simplemente porque es fácil entrenar a la población para servir a algo más grande y diseñado para el control.
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La naturaleza humana necesita perderse en los caminos del pensamiento, ir por las calles como acto deliberado, igual que Winston Smith, protagonista de 1984, empleado en el Ministerio de la Verdad y que descubre el engaño del régimen gracias a sus recorridos fuera de ruta. Bien sabía Orwell que ese andar errante es un acto peligroso para un sistema que busca controlar las rutas y los pensamientos. Cualquier mapa del recorrido que alguien trace para sí mismo transformará la ciudad y la convertirá en otras. Cada recorrido es una posibilidad y una deconstrucción.
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Escribir es errar. Lo dice Andrés Cadena en el último relato de su Camino errado. Lo han dicho y lo han vivido otros, desde que existe la escritura. Nunca se sabe dónde acaba el viaje, excepto en el lenguaje que, pese a ser el mismo para todos, hace posible la búsqueda y el descubrimiento, así como el extravío y la desesperación.
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Cristina Rivera Garza afirma que la llamada ‘calidad literaria’ está generalmente definida por hombres de clase media, habitantes de ciudad. Es necesario el riesgo que nos permita alejarnos de esos presupuestos ciertamente importantes en la discusión, pero no únicos. Erramos al contar otras cosas, al explorar otras formas, al rompernos en la escritura. No me asusta que se diga que lo que decido contar no es ‘importante’ o ‘válido’. Cuando se trata de escribir, el miedo no es a errar, sino a caer en la corriente de ‘lo aceptable’. La libertad está en decir lo que se necesita, aunque para ello traicionemos, revelemos o causemos incomodidad y enojo.
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Tantas veces la vida nos obliga a andar sin rumbo, cosa que en el siglo XXI resulta condenable. Todos quieren aparentar que van a algún lugar. Sin embargo, sobreviene el extravío, inminente como una tormenta, como una erupción. Una calma inesperada en el camino, un laberinto del que no se sale fácilmente, una invitación a la humildad de no ser siempre dueños de nuestro destino. Saber errar, cuando sucede, podría ser la clave de la supervivencia, y es que ‘perdemos el control’ debido a circunstancias -externas o internas- que nos derriban, sin darnos cuenta de que vivir es eso: navegar las circunstancias y atravesar con entereza los tiempos de naufragio o falta de dirección como una parte inevitable de la vida; como el dolor, como la muerte.
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La ausencia de destino marca un rumbo, un ritmo otro que desemboca en nuevas posibilidades de nosotros mismos. Atreverse a errar y a errar podría ser, hoy en día, mucho más que una locura: una decisión consciente, una nueva versión del viaje del héroe, sin pretender serlo, pero con igual -o mayor- valentía. Algo parecido a lo que sucedía con los viajes de descubrimiento en que los marineros ignoraban hacia dónde iba a llevarlos la marea.
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Hemos perdido el derecho al ocio. Un bombardeo omnipresente invade nuestro ‘tiempo libre’ con un sinnúmero de herramientas que cumplen la misión de interrumpir el pensamiento y la vivencia. Una vez que se arranca al individuo de su derecho a la introspección, metiéndole ruidos por todas partes -estorbos que, además, son bienvenidos porque se han vuelto una adicción- el mundo de las ideas se apaga y la distopía nace.
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Pero siempre existirá la posibilidad de escribir.
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Mario Vargas Llosa, en una genial charla sobre Víctor Hugo, habla sobre la literatura como el último espacio de libertad que nos queda. Esto, sin ir contra el mundo audiovisual, que tiene tantas bondades y ventajas pero que, como hemos visto, es susceptible de ser controlado y controlar. En la literatura, en cambio, se abona el territorio para la rebeldía, para hablar de lo que nos concierne, para llegar de otra manera al pensamiento de los demás y revelar el nuestro. Algo así como una conversación invisible que, sin embargo, teje constantemente la capacidad de resistir.
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Errar, hallar caminos para evadir la sumisión.