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Esta divina prision

Ensayo

Esta divina prisión

Verónica Jarrín-Machuca

Número revista:

6

Tema libre

Encierro barroco


Una mano sujeta la pluma y la otra sostiene el papel, se necesita destreza para que la gota de tinta no manche la página. Pluma. Tintero. Papel. Poema. El movimiento constante doma la mano, la aquieta; sin el yugo de la palabra, esta sería capaz de galopar, desbocada, por los atajos ilícitos del cuerpo. Sabiduría de los claustros: los dedos que sujetan la aguja, pulsan las cuerdas, pelan frutas o prenden fogones se purifican en el cansancio. No sucede lo mismo con la escritura: rienda para la mano conducida por la imaginación. Los dedos de la escritora a veces se convierten en peligrosos dardos de oro que encienden entrañas y producen quejidos de éxtasis místicos. La palabra es lengua ágil, retorcida y amorosa que prueba frutos prohibidos.


El convento es prisión a medias. En los virreinatos españoles, en México, Quito, Lima, la ley se distiende y los votos se relajan: pobreza escondida bajo hilos de oro, cruces y rosarios/joyas, castidades perdidas en túneles, celdas y pasajes secretos, obediencia condicionada a las riquezas y a los certificados de nobleza. Claustros coloniales, más que cárceles, son pequeñas repúblicas [1] con casas atendidas por esclavas y sirvientas. Naciones hacia dentro, manos para las artes: cantar, pintar, dramatizar, bordar, inventar recetas e incluso escribir. Territorios de mujeres encerradas, con puertas que se abren para los otros: el arzobispo, el confesor y el sacristán, pero también el aguatero y el jardinero. Estados con fronteras delimitadas por la autoridad de Dios, que es hombre.


Las robustas paredes de adobe blanqueado, ¿son los límites de un encierro o de un refugio? El convento es un espacio seguro para escribir contra la necedad de los hombres. Es un resguardo contra Fabios y Silvios, criollos proclives a pasiones erradas y a amores volubles; es un fortín contra el capricho de amantes que solo anhelan cortejar cuando son desdeñados y se vuelven esquivos al ser correspondidos. El retiro es un púlpito seguro desde el que se puede denunciar que no hay querer sin celos y que el amor siempre nos hace esclavos, más aún cuando se imponen matrimonio y maternidad. Fortaleza y no cárcel, el claustro acoge un mundo íntimo, que se convierte en palabra de mujer, lanza que hiere, una vez más, la piel del Dios.  Las manos que escriben no pueden sujetar la poesía, los muros no pueden encerrarla. La enclaustrada se queda sola en esa intimidad, en la que hasta su nombre se desvanece poco a poco.


Encierro victoriano


Cartas y sobres mesita del tamaño de una Madriguera, la manga blanca se estremece.


La escritura agitada traspasa la hoja y se extiende hacia el envoltorio. Un sobre, que debía encerrar el mensaje, ya no es cubierta, sino poema. Los versos son venas negras que recorren sus alas amarillas. En la habitación cerrada, hay cartas que sostienen confesiones íntimas acerca de las dulces horas fallecidas sobre una mesita insignificante el poema se exhibe impúdico en el papel del sobre. La ventana se abre al camposanto y al huerto. El alma ha elegido su propia sociedad; detrás de los cristales, los ojos de la mujer absorben el paisaje: el retiro agudiza su mirada. Solo ella conoce el sendero de la oruga en la rama del manzano, el sótano donde guarda tesoros el escarabajo, el alto abrevadero del que bebe el alazán. ¿Es otro Edén el jardín de Amherst o es un sobre que oculta pasiones inconfesables?


Recatado vestido blanco paneles de encaje, bolsillo delantero, añadido intencionalmente para transportar secretos mientras se camina por el campo. Los sobres y un lápiz pequeño caben perfectamente en ese bolsillo. Seguir al tordo en su trayecto, estudiar los cambios de luz sobre las colinas, hablar con la Muerte, imaginar volcanes y océanos desde el encierro, todo es posible gracias al silencio de una casa cómoda y al recogimiento del huerto, todo queda registrado por la mirada y la mano. Poesía decimonónica que se alimenta de soledad, tiempo, bosques o páramos.


¿Aislamiento? En la casa de madera blanca, alguien enciende hogueras en invierno. Hay manos invisibles que preparan las comidas, lavan los vestidos con bolsillitos, podan los manzanos, cortan leña y alimentan a los caballos. ¿Hay ojos capaces de observar que la poesía se sostiene también en esas tareas mundanas? Un nudo de raíces subterráneas sostiene el florecimiento del genio individual en el jardín privado. Los versos escritos en sobres también pertenecen a ese enjambre de seres silenciosos, anónimos.


Encierro pandémico


La blanquitud es una fortaleza inexpugnable, dice la mujer de bellos ojos y tocado blanco. Desde su baluarte, Houria Bouteldja [2] reconoce y grita el crimen de su blanqueamiento: la vergüenza de uno mismo es una segunda piel, vergüenza por un cabello más oscuro, por los padres poco educados, por la comida, la religión y los modos de hablar, rasgos que se van diluyendo en una conciencia blanca: los tentáculos del privilegio nacen en bibliotecas familiares, campamentos de verano, viajes por el mundo, visitas a museos, fiestas navideñas, vacaciones pagadas y educación privada. El colonizado vive dentro de su fortaleza, creyéndose más blanco e inocente que sus hermanos. Siembra cámaras, guardias de seguridad, alambradas electrificadas en los linderos de su territorio.


Los muros de la blanquitud encierran el pensamiento, nos protegen del Otro, siempre pobre, vago, desobediente, incivilizado, en fin, siempre monstruo. Qué difícil es mirar dentro de la propia celda y darse cuenta de que ellos, los que están afuera, sin casas, sin ventanas, sin trabajos, sin vacunas son tan monstruosos como nosotros. Desde computadores personales y teléfonos inteligentes, reflexionamos sobre un encierro que restringe nuestra libertad. Mostramos, orgullosos, los pasatiempos adquiridos en las horas muertas y nos lamentamos por los privilegios perdidos. El colonizado no puede escapar de sus cadenas, solo le queda la reflexión y la mirada hacia uno mismo, ¿qué más puede hacer un prisionero de la historia? La buena conciencia blanca exige darse golpes de pecho de vez en cuando, y así llego también yo a cantar mi crimen.



[1] Paz. O. (1982). Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Fondo de Cultura Económica.

[2] Bouteldja. H. (2017). Los blancos, los judíos y nosotros, hacia una política del amor revolucionario. Akai.

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