Ensayo
Hugo Mujica: poética de la pasividad
Fernando Albán
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La palabra poética enciende la noche, no desde sí misma, sino desde lo que en ella y hacía ella acude; centro radiante orientado a la «dispensación de lo otro»; pasiva creatividad que se encamina hacia un ahondar, hacia un abismarse en lo abierto. Del poema manan las palabras y, en su reserva de silencio, no cesa de vislumbrarse el sentido de la gratitud como también es gratuito el don que las abre y las convierte en huéspedes o rehenes del «puro espacio»:
«El poeta contempla la rosa con mirada de poeta, sin preguntar, sin encuadrar. Mira la rosa como la rosa es: sin para qué, la deja ser en su aparecer, la deja decirse en su decir. El poeta abre con ello —lo abre en el espacio mismo que él renuncia a ocupar, en la apertura que la negación a sujetarse a su subjetividad libera— un espacio poético: gratuito».
La palabra en el poema lleva a la «cosa» desde sí hacia sí; es decir, da a la rosa lo que de ella recibe: «la posibilidad de brotar». El don de la palabra enciende a la flor en el centro secreto de su ser, al mismo tiempo que es la custodia del silencio que anida en el brote secreto de la rosa. El arte poético, sugiere Mujica, «tiene más que ver con la faena de un agricultor que con el trabajo de un fabricante»; deja acontecer y, con ello, insta al signo poético a volver al lugar del que proviene: desnudez, plegaria, gratitud.
«al final, cuando la desnudez
sea otro inicio
pido morir como mueren los mendigos
en el hueco de la mano.»
La oquedad de la mano extendida, cuenco ahondado en la «recepción a oscuras», una recepción que, observa Mujica, excluye la elección y exige, por el contrario, la entrega. Concavidad de la palma, espacio propicio para dar acogida; hondura necesaria para que el descenso se torne en abismo: silencio. «Descenso y por ende, hondura. Hondura más profunda que cualquier fondo. Abismo negro donde los límites ocultan sus bordes». Sin embargo, la poesía «no desciende de lo alto, asciende de lo hondo». Se sugiere entonces que el poema es Eurídice: don ofrendado por la noche que de inmediato se disipa en ella.
Despliegue nocturno, pues solo en la noche la desnuda exposición de las cosas se muestra sin herir aquello que oculta, sin revelar el abismal secreto que las hiere:
«abajo, o adentro de la noche
un ciego camina
leyendo
con sus manos el vacío en cada grieta».
En la noche se mira, se palpa el mundo, siguiendo el camino emprendido por los ciegos: «ellos ven lo invisible, lo que la noche al cubrir los bordes dilata y hace visible; lo invisible que el espesor de lo visible no nos deja ver». El ser se oculta detrás del ente, parece sugerir Mujica siguiendo en esto a Heidegger; en respuesta, el poema es «el develamiento de la ocultación». Así, el ciego —Homero o Tiresias— es el vidente, pues su mirada yace «rebosante de luz oscura», en ella se aúnan la luz y el silencio. En los ojos privados de luz, la mirada se ahonda hasta alcanzar la desnuda desmesura de los seres, sin que su misterio sea, sin embargo, despejado; la visión nocturna de los ciegos mantiene a descubierto unos cuerpos que el «verdor oscuro (..) abraza y abriga».
Grieta, tajo, herida, hondura, cuenco desde los cuales se puede otear el «desgarro de la lejanía», el infinito de la separación, así como anunciar el posible «rescate del infierno de la división». La poesía no cierra la herida, como tampoco colma la grieta, es, por el contrario, «reconciliación con la escisión». Con Orfeo, la palabra poética desciende hacia las tinieblas para encenderlas y poder así reunirse con lo perdido: Eurídice, la alteridad, la belleza. «Deseo de reunir los bordes de la dualidad, de la herida». Lo imposible yace en el deseo, agrietando y ahondando el espacio propicio para mantener viva la herida. «La que se abre brecha en lo posible: fuente, manantial. Grieta para la razón y apertura para el deseo, el deseo que agrieta la opacidad de la razón».
«La boca abierta bajo la lluvia
y el agua buceando el alma.»
La sed llama a la grieta y esta, a su vez, «clama por lluvia». Sed adentro, el poeta yace vacío de sí; abierto como la grieta que se retiene y contiene en la apertura. Errando en lo abierto, la escritura poética no colma el vacío, solamente lo dice, precipitándose, cayendo en él. Solo resta caer, creer en el vacío, pues de ahí mana lo abierto. Desierto de la sed en el que se anuncia el mero ser hueco del poeta que resuena ante el roce del agua o del viento «como el hueco de una caña. Como una flauta, un oboe».
El poema vislumbra la medida mortal que es el hombre y, con ello, pone de relieve su constitutiva posibilidad de novedad. La noche acoge a la muerte, es su huésped in-esperado que destina la existencia humana a su esencial inacabamiento, a su poder-ser-siempre-más, siempre otra.
«La muerte hace de la vida una despedida, siempre reanudada y nunca acabada, pero, por ello mismo, deja las manos siempre libres para el nuevo saludo, para el encuentro siempre renovado y siempre único con la novedad.»
Saludo de bienvenida que va al encuentro del otro imposible. Encaminamiento que aproxima el límite extremo de lo posible: ahí donde el infinito, a cada instante, insta a partir hacia la intemperie. «La muerte quita casa, desfundamenta los cimientos de toda solidez». Andadura, herida o grieta de lo finito que para el peregrino se torna en espacio de gratitud.
«Entre las grietas
los posibles brotan
y los poemas hablan…»
Latencia que no conoce la espera; esperanza de que lo otro in-esperado sea ahora. Simiente, «germen de sí, la vida está grávida de su aún-no. Todo late en vilo». Sueño en el que anida la noche con su horizonte abierto, colmado de su blancor.
«hay días en que la luz lo ocupa todo,
días en que todo es blanco
como la vida
en la memoria de un ciego…»
El ciego mira por grietas que sueñan los posibles; riesgo de no ser, quizás. La noche en la que palpita la nada y la plenitud: «Su temblor por ser». En el sueño se abre el espacio del encuentro que solo la noche desnuda. «El sueño es revelación. La revelación que sólo sobre la desnudez del cuerpo dormido puede inscribirse. Que sólo las manos vacías pueden recibir». Más hondo que lo real, gravita la posibilidad. Hueco, cuenco, tajo, grieta: «potencia en vilo». Potencia de no ser que se convierte en creatividad, en ser pasible de lo otro.
«seguir
hasta donde uno mismo quede atrás,
porque solo lo que no es
no nos separa de nada.»
Temblor de lo finito, umbral de lo no acabado, en el que lo aún por ser anida en lo que es. «La utopía es pulsión de ser» que abre brechas en la clausura de la facticidad, fisura la totalidad y compele a crear como respuesta a la nada. Si potencia y acto coincidieran, observa Mujica, el hombre dejaría de soñar y la imaginación no sería más la lumbre con la cual la utopía enciende la realidad. Utopía, vislumbre de lo lejano, hacia donde el ciego abre sus manos. Lo abierto atrae y en su llamado dilata el espacio propicio para la utopía: «topografía del deseo».
La noche que abre un nuevo espacio como extensión del sueño va paulatinamente dilatando las pupilas hasta volverlas susceptibles de acoger las sombras con sus límites inciertos. Errancia que encuentra su senda como un eco de la respuesta de lo posible. La noche, en su Libre Amplitud, rescata al hombre —al poeta— de su subjetividad, abriéndole en su propio ser a la Apertura. La espera en su pasividad coopera para que aquello que palpita dentro y que habita al humano sea siempre ya una admisión de lo lejano.
«Como en la tradición mística, donde el contemplador se transfigura en lo contemplado, también aquí, la espera —libre de toda representación, esperando nada— parecería transformada en aquello que espera: la Libre Amplitud que toma ya su nuevo nombre: Apertura.»
En la espera, lo abierto linda con lo abierto así como el silencio abreva en el silencio. Fuente, manantial: el infinito ensimismado se extrovierte, se ahonda sustrayéndose. En el espacio poético se pone en juego una y otra vez la experiencia de la paradoja y es lo que vincula al poetizar con la tradición mística. «Vaciarse para recibir, recibir para ser, ser permaneciendo vacío, vaciarse para permanecer receptivo». Grieta, hueco de la existencia, como la palabra que subsiste horadada, agrietada por el vacío, por el silencio. Precisamente, esto determina que la palabra en el poema, más que expresar un contenido semántico, deja ser, deja aparecer: es pura mostración, pues su vacío central recibe aquello que muestra.
Manifestación, emanación, brote, dictado, términos que dan testimonio de la copertenencia del nombre y de lo nombrado. Así, el poema es respuesta a un posible que llama; escucha dirigida hacia el latido del pájaro herido que yace en el cuenco de su mano. La palabra poética deja intacta la desnudez de aquello que ha sido convocado en su decir; es por ello que la creación es un don, un modo de cultivar. «Nombres de lo que no instauro desde mí, lo que no se infiere de lo ya dado, lo que no es prolongación ni voluntad, lo que es recepción, poética de la pasividad, acogida de la poesía». Y en tanto lugar de la pura receptividad, el poema es la experiencia extrema de aquello que calla en el padecer: silencio de la pasión o la pasión de aquello que solamente puede ser visto o escuchado desistiendo de mí.
«Amanece y
callo;
callo todo miedo, callo cualquier
presagio,
busco un alba virgen de mí,
busco el nacer de la luz,
no su alumbrarme.»