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La pasion de escribir

Ensayo

La pasión de escribir (o reflexionando sobre La enfermedad de escribir de Charles Bukowski -Ed. Anagrama)

Julio Barco

Número revista:

5

Tema dossier

Cuando pienso en Charles Bukowski, pienso simplemente en alguien apasionado con la escritura. Y es que, aunque la imagen que nos venda la sociedad sea la de un viejo procaz y alcohólico, en realidad, el viejo Bukowski fue uno de aquellos escritores adictos a escuchar la música de su máquina. Prefería su soledad y su música clásica a las fiestas y la vida social, prefería sus libros de literatura rusa y francesa a las revistas de moda que pululaban por EEUU en 1945. Esto lo separó para siempre de su generación.


Es con La enfermedad de escribir (2020)que muchos de sus lectores podemos acceder a una parte poco conocida de su obra: sus cartas. Este libro es un inventario de antología sobre su escritura epistolar, es decir, un relato paralelo que nos muestra cómo se forjó el famoso autor de las novelas Mujeres y La senda del perdedor:


“Mi postura siempre ha sido la del aislacionista que cree que lo único que importa es la creación del poema, la forma artística más pura. Lo de menos es mi personalidad, en cuántas cárceles he holgazaneado, cuántos recitales poéticos para corazones solitarios he evitado. El alma de un hombre, o su ausencia, quedará patente cuando estampe sus palabras en un folio blanco”[1].


Resulta, entonces, interesante analizar al propio Bukowski desde otra mirada, desde donde su lado sórdido y bohemio queda de lado un rato para dar paso al escritor terco, aburrido, obstinado y maniaco que fue; pues, al dejar de lado un rato su pose de maldito, queda simplemente la imagen de un animal que se inmolaba frente a su máquina de escribir, un ser entre romántico y terco que encuentra en la escritura su única casa y modus vivendi.


“La mayoría de los poetas son jóvenes, todavía no han sido atrapados por la maquinaria de la vida. Los pocos poetas mayores son locos o genios. Pasa lo mismo con los pintores. No estoy tan seguro porque, aunque pinto, no es mi especialidad, pero supongo que es parecido (…)”[2].


Es cierto: de Bukowski, todos recordamos al viejo salvaje y procaz que dejó de trabajar como cartero, casi llegando a los cincuenta años, para dedicarse a escribir, ir al hipódromo y dar recitales en universidades yanquis como toda opción de vida. Quizá ese paso de la marginalidad al éxito literario le dio otro discurso interno, lo sacó de un eminente olvido y lo consagró como un paradigma de la nueva literatura.


Sin embargo, sería ocioso pensar que ese éxito fue fácil y tarea de un solo día cuando, en realidad, fue un constante y obstinado trabajo en la soledad, el desdén y la pobreza. Julio Ramón Ribeyro, que sabía mucho del vicio de escribir, se preguntaba por qué no nacían más escritores del temple de Bukowski en nuestras letras. ¿Por qué la literatura seguía siendo el carril de lo políticamente correcto y del falso decir? Y es que en Bukowski se da un caso extrañísimo de un apasionado amor a las letras, como de un desapego de la vida y sus placeres; así, oímos al viejo rumiando contra justamente aquellas actitudes que algunos iconoclastas solo del alcohol, pero no de las letras, esgrimen como valores a seguir:


“La mediocridad es justificable cuando observamos borrachos la página en blanco, pero no hay excusa que valga si la mediocridad es fruto de escuelas o modas o el valetudinario devocionario que dice: ¡forma, forma, forma! ¡Etiquétalo!”[3].


Ajá: estas cartas permiten observar que, detrás de aquella figura que celebramos por justamente salir del molde del academicismo, se encuentra un trabajador permanente de su obra y su estilo. En Bukowski todo es estilo y voz. Crea un lenguaje propio, tanto en poesía como en novelas, que rápidamente identificamos y sentimos como parte de su propio universo personal, lo cual no es nada fácil ni algo que nace por generación espontánea. Es la consecuencia del título vital de este libro, la pasión de escribir que termina siendo, en algunos casos, enfermedad, locura, éxtasis:


“No me cansaré de decirte lo mucho que me exasperan los escritores cuidadosos con sus creaciones trilladas y planificadas hasta el último detalle. La creación es un don y una enfermedad”[4].


Este libro nos permite observar la lucidez que hay detrás de todo acto demencial. Lo genial no nace del mero deseo o capricho del instante, sino que es una fuente precisamente amplia de donde tomar lucidez, constancia y seriedad con la escritura misma. También, en este texto, es muy interesante poder conocer su punto de vista sobre otros escritores; sin embargo, es claro que todos estos gustos e ideas ya se palpan en muchos de sus poemas[5] y, claro, en algunas de sus novelas, aunque es justo decir que en sus prosas no se nota tanto aquella devoción lectora y literaria que sí deja constancia en varios de sus versos. Como decía, hay en este libro confesiones que resultan polémicas y esclarecedoras para entender su propia literatura, por ejemplo,


“[…] la obra de Faulkner es pura mierda, pero es una mierda inteligente, maquillada con inteligencia, y cuando muera les costará ponerlo por los suelos porque no acaban de entenderlo, y como no entienden los pasajes anodinos y huecos, las cursivas inacabables, pensarán que es un genio”[6].


Como también la desmitificación que hace de Allen Ginsberg, líder de la Generación Beat:


“[…] su autoproclamación como DIOS y LÍDER es anodina y ambiciosa. pero, claro, depende de Leary y Bob Dylan, quienes acaparan las noticias de portada. son decisiones mediocres. [7]


Estamos, por ende, frente a un libro de notable reflexión sobre la maquinaria de la escritura, la furia de su pasión y su locura, como además la lucidez que conlleva dedicarse a un oficio que, si bien te da todo, también te quita todo. Y el viejo Charles Bukowski la tiene clara:

“No me malinterpretes. Cuando digo que ganarse la vida escribiendo es duro no me refiero a que sea una vida de mierda. Ganarse la vida con la máquina de escribir es el mayor de los milagros. y tu ayuda me ha levantado la moral, ni te imaginas cuánto. Pero escribir, como cualquier otra cosa, requiere disciplina. Las horas pasan volando y aunque no esté escribiendo las ideas están cuajando, por eso no me gusta que vengan a verme para beber cerveza y parlotear. me interrumpen, frenan el flujo creativo”[8].


Gracias a La enfermedad de escribir, vemos que detrás de la pose y la figura no se oculta ningún misterio. Simplemente hay una fuerza encarnada en dos manos que no cesan de escribir y que su poder y necesidad crean y dibujan nuevas obras. Nos da a entender, sin decirlo, que la literatura es un trabajo que se debe tomar en serio y con muchísima ambición.


La enfermedad de escribir, bello título, encierra la metáfora de todo escritor atravesado por la urgencia de hacer una obra y de no poder sino permanecer atrapado en ese deseo, como un enamorado o un demente esclavizado a su desvarío. Y esto, que nos recuerda a los diálogos del teatro de Chejov, también nos devuelve a nuestra propia mecánica creadora. La escritura es un fuego diario.


Esto nos permite pensar que detrás de todo mito que ansiosamente nos traduce un paradigma, hay, sin duda, una vocación y la certeza de que solo la disciplina, la pasión y la lucidez llevan hasta el nom plus ultra. Este libro es un tributo a aquel acto salvaje y encendido que conduce a sus adeptos al trabajo avasallante de escribir, tan avasallante que resulta una feliz enfermedad.


[1] De la carta a James Boyer May, 29 de diciembre de 1959.

[2] De la carta a Guy Owen, marzo de 1960.

[3] De la carta a John William Corrington, 21 de abril de 1961.

[4] De la carta a John William Corrington, 21 de abril de 1961.

[5] Pienso en “El incendio de un sueño” donde leemos estos versos: “Yo era un lector / entonces / que iba de una / sala a / otra: literatura, filosofía, / religión, incluso medicina y geología. / Muy pronto / decidí ser escritor, / pensaba que sería la salida / más fácil / y los grandes novelistas no me parecían / demasiado difíciles.

[6] De la carta a Jon Webb, julio de 1961.

[7] De la carta a Harold Norse, 21 de octubre de 1987.

[8] De la carta a John Martín, 1970.

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