Ensayo
La vida breve: Brausen en el panóptico de Gertrudis
Aitana Samaniego
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Juan Carlos Onetti publica La vida breve, su cuarta novela, en 1950, obra que ha sido considerada por un sinnúmero de críticos y lectores como su trabajo literario más representativo. Entre las razones que respaldan esta opinión se encuentran, sin lugar a duda, la articulación de la historia y —un aspecto que Vargas Llosa (2008) destaca como primordial en la obra del uruguayo— la fuga de los personajes de la detestable realidad hacia un mundo ficcional. La narración permite trasladar la explicación sobre estas dualidades a un ámbito que puede ser tanto superficial como contemplativo. No obstante, es necesario aclarar que dicho traslado no implica, de ninguna manera, una concepción desmejorada de la correlación entre ficción y realidad en la obra; por el contrario, cualquier tipo de limitación, en el desarrollo de la trama, vetaría la oportunidad de realizar una reflexión crítica del texto. La novela efectúa, entonces, un interminable bucle imaginativo que integra varios escenarios y personajes ligados por la indeterminación y el hibridismo.
Camuflado entre las gruesas paredes de su departamento —esperando, como todos, la tormenta de Santa Rosa— encontramos a Brausen. Un hombre drenado por la vida y sus vaivenes, intentando salir vivo de entre las cicatrices de su Gertrudis, estancado con un argumento que se muestra irresoluto en la mente e imposible de transmitir al papel; un exánime personaje atento a todo, menos a su propia existencia. Concentrado escucha, a través de una pared, la conversación de la mujer del piso aledaño, en tanto que imagina su cuerpo, movimientos y expresiones. Y, mientras esto pasa, nos involucra en sus problemas maritales, en su trabajo y la constante frustración que siente, así como en lo desatinado de su existencia. De aquí parte para contar su historia, eso sí, siempre de maneras fugaces, con recelo, con un frágil instinto de protección personal en escenarios que se dejan ver entre el pasado, el deseo y la transformación. Así, él, que nada quiere con su vida, se convierte en creador de otra.
En el centro de la creación de Brausen —personaje principal—, entre las desdibujadas fronteras donde conviven la resignación y la resistencia a lo real, se encuentra Gertrudis como figura que aprisiona. Parecería, entonces, que entre los dos mundos habitados por el protagonista se ubicara el pliegue cóncavo del seno amputado junto a una constante evocación de la época de juventud, como una especie de tirabuzón que lo confunde todo.
Fui a mirar, en el retrato de Gertrudis, a Montevideo y a Stein, a buscar mi juventud, el origen, recién entrevisto y todavía incomprensible, de todo lo que me estaba sucediendo, de lo que yo había llegado a ser y me acorralaba. (Onetti, 1950, p. 26)
Brausen, acometido por los saltos al pasado —una ficción más nítida que su presente brumoso—, es un hombre al que la vida le ha jugado una mala pasada. Su compañera yace ahora incompleta, desgarrada, arrebatada de plenitud en la cama matrimonial, mientras él busca desesperadamente un argumento fantástico que salve su trabajo y le permita mejorar su empobrecida existencia. Partimos, así, del punto de inflexión de las cavilaciones de Brausen (Gertrudis), que extiende sus tentáculos hacia ambas partes de la narración y busca tomar la forma tanto de ella misma, en un tiempo caduco, como de Elena Salas de Lagos en la quimérica Santa María. Tenemos, entonces, a un personaje que convive, al igual que su esposo, con varias realidades para sobrellevar el devastador cambio de su cuerpo.
Entre tanto, Brausen, aprisionado en su apartamento, intenta escapar de las cicatrices en forma de barrotes carcelarios mediante el empleo de dos alter egos: Díaz Grey y Arce, que operan como contrapeso entre el bien y el mal. El primero, un doctor que mira constantemente hacia la ventana de su consultorio, llega a tener una visión de una Gertrudis “íntegra”, jovial y seductora; sin embargo, cada vez que Brausen ocupa su piel, existe una resistencia a vivir plenamente esa realidad: “Cuando terminara la noche, cuando yo me pusiera de pie y aceptara, sin rencor, que había perdido, que no podía salvarme inventando una piel para el médico de Santa María y metiéndome en ella” (Onetti, 1950, p. 26). En cuanto a Arce, podemos situarlo como un personaje despreciable que, a diferencia de Brausen y el doctor, no comparte una fijación por Gertrudis, sino que concentra su atención en la Queca, acechándola y esperando su muerte. Es un personaje malévolo, que choca constantemente con la personalidad del mismo Brausen. Así, la única posible escapatoria de Gertrudis consiste en la creación de un personaje infame. Brausen no encuentra manera digna de ejecutar su fuga. La posición de la mujer, entonces, se establece como una omnipresencia del encierro. Ella todo lo ve desde las dos dimensiones, de la misma forma en que Brausen se instaura como un personaje indefinido, esperando un rol para vivir su vida e intercalando papeles con ensoñaciones de un mundo utópico. No obstante, a diferencia del protagonista, Gertrudis se tiene a ella misma como símbolo de su propio encierro. Solo muerta, como propone Brausen, podría poner un fin a sus metamorfosis; solo muerta dejaría de impedir que él la olvidara, solo así disolvería los dos mundos.
La vida breve (1950) de Juan Carlos Onetti se establece como una novela que va más allá de una narración sobre los límites de la realidad y lo fantástico como forma de evasión. Los personajes interactúan constantemente en una dualidad caótica que se instaura como una vida anodina, en la que la propia identidad se confunde peligrosamente. En este continuo ir y venir existe una constante: Gertrudis. La mujer actúa como señora del panóptico que abarca la realidad y la ficción, y que continuamente aturde la existencia del personaje principal. Sin ella no hay historia ni encierro, ella consolida las dicotomías y las conjuga en su pecho inexistente.
Referencias:
Onetti, J. (1950). La vida breve. Titivillus
Vargas, M. (2008). El viaje a la ficción: El mundo de Juan Carlos Onetti. Trivillus