Ensayo
Los cráteres de las piedras en el aire
Edmundo Mantilla
Número revista:
Tema dossier
«Un hombre no golpea una piedra sobre el suelo»
W. H. I. Bleek y Lucy C. Lloyd, Especímenes de folclore bosquimano.
Antecuerpo: el fantasma
El mundo está poblado de fantasmas. Hay voces que oímos cuando ya no podemos o no queremos escuchar, como pinos imposibles de troncos verdes: crecen altos bajo las columnas de piedra de la catedral inmensa del aire. Están los olores que regresan cuando los anósmicos duermen entre ligeros temblores de murmullos, como polen que recogen sus alas frágiles y febriles. Sé de los tactos repentinos de un aroma en el paladar.
Si pudiéramos vivir un cuerpo o quizá una zapatilla rota desde todos los puntos del universo, ingresaríamos al misterio que encadena los hechos y los seres con su fuerza como de fuego, como de danza, como de danza de fuego.
Unir, unirnos, es fantasmear con la vida espectral, ser transparentes a la claridad, ser ecos que perduran entre las rocas y el tiempo, aunque ya nadie los escucha porque son las voces de los apaches y aquellas más antiguas que hablaron a Alce Negro y le dijeron que todas las alas del aire irían a él.
Cuando nuestra mano cree sujetar un paisaje, intenta recoger las agujas de pino que tejen el mantillo y enriquecen la sabiduría del lugar. La sabiduría acalla las pisadas de los que caminamos debajo. No son, los del fantasma, los pasos de hoy. No son los cantos de las aves las voces del ahora. El mundo vivo, el corazón que alcanza la muerte se convierte en pájaro.
El mirlo brinca sobre el césped recortado, pero prefiere el árbol nudoso donde silba porque conoce que hoy es el mañana y su abrir de párpados, la madrugada.
De un cuerpo que escribe
«Esta noche me despierto
y pienso en el tiempo perdido»
Él mató a un policía motorizado, El fuego que hemos construido.
El futuro no existe. Eso que no existe nos dice: el cuerpo no existe, el cuerpo obsoleto entre vida, bromo, cromo y muerte no existe. Ni el gimnasta ni el acróbata del algoritmo hablan del cuerpo ni lo buscan. Pronuncian un más allá que no existe. La niebla, la red que el sujeto elabora, invisible, el resplandor ciego a sí mismo nos dice: el pasado ya no sirve. Nos dice: no es el dedo pulgar el que empuja el pedal; la mente acelera el tiempo, es la máquina la del don ubicuo que un día como una nube se disipó en el aire.
Sin embargo, el vacío proviene de la doliente certidumbre de un segundo cuerpo. Cuando Teresa de Jesús se abisma y asciende, lo ausente no es el cuerpo, sino el alma. La deidad tiene voz, allí en lo apagado de la tormenta, tiene forma en la figura encendida de la zarza, se despliega en la geometría de lo viviente. La encarnación, el rubor de la vejiga animal en la fría materia, es el mundo hermético del éxtasis. Quien sobre un pilar ansía librarse del rojo es quien lo encuentra.
En la gruta Ton-yuang persiste una cascada donde vuelan los jades fríos. La del don ubicuo es la piedra. La roca negra del milagro. Cuando brilla, fugaz, en la noche, decimos que es cuerpo celeste. Su anuncio es el de un ángel. Su visión convoca a los lejanos magos de Oriente. No obstante, su tacto se ha separado de su memoria, quizá porque el ádyton de los templos griegos recordaba con insistencia que la forma del amor no es humana: es lagarto de dos cuerpos que se juntan, pero la tradición prefirió una idea ilimitada y luego una cifra.
Digo que el futuro no existe, digo que el número solo es pleno en el entierro de la terracota, en el recuento, como de hilos, como de cuerdas, de los nudos en los dedos, de los dedos de los mudos, de los mudos seres que escriben en las grietas de las cerámicas rotas: el Dr. Isailo Suk decía que para un judío una obra de alfarería quebrada es el signo de una incompleta, perdida persona.
Si es cierto lo que cuenta Avram Brankovich —o quizá fue la princesa Ateh—, Constantino, luego de la muerte del emperador Teófilo, afirmó que nosotros y nuestros pensamientos somos como el mar y la corriente que lo recorre: nuestro cuerpo es la corriente, pero nuestros pensamientos son en el mar en sí mismo; así el cuerpo se forma un lugar en el mundo por la forja de los pensamientos.
Digo que la escritura ha de ser el arte más corporal de todos y el más inconcluso. Digo lengua. Digo sílaba en la cavernosa laringe del golem. Digo arrugas. Digo manos que empujan las letras.
Las palabras, dice Wendell Berry, «no pueden cobrar sentido en la mente hasta que no cobren sentido en el cuerpo».
Llamo a las personas perdidas e incompletas, pues en el interior del libro, aunque lejos por muchos años y vidas distintas, sabemos que esa criatura de ahí afuera somos nosotros.
Piedras sin pulir o el comienzo de las mutaciones
«[…] lo que es sólido y no puede doblarse, se transforma en huesos […]»
Ovidio, Metamorfosis, I.
Me gusta, de las tardes de verano en Quito, que para mi vista no hay obstáculo hasta que encuentro la figura pequeña de un árbol. Cuando la miniatura vegetal se perfila sobre la montaña como cima más alta que la cumbre, me pregunto si aquel árbol es muy grande o simplemente muy solo.
Por encima de las nubes y del mundo de lagunas y cuerpos ahogados, el monte Parnaso sobrevive. Elevado, el dios de las barbas empapadas retira las olas y las aguas y dice ‘mar’, dice ‘playas’. El dios de las barbas empapadas ve el profundo silencio de las tierras. Lo que llamamos hondura no es más que ampliación de la superficie.
En su grito ahogado, Deucalión supo, y lo conoció Pirra, que los unían los mismos peligros. Intuyeron que eran muchedumbre de dos cuerpos sobre las duras piedras y el musgo y el liquen de rostros terribles. O quizá lo pronunció la diosa del oráculo en el viento que aprenden a evitar los pájaros sin ánimos de profetas, esos jonases que las ballenas devoran y gestan para las nuevas eras.
Lo pronunció la diosa: que se alejaran del templo y cubrieran sus cabezas y arrojaran tras las espaldas los huesos de la tierra. Y cuando las columnas y el trípode de bronce apenas se distinguían, Deucalión y Pirra temieron las sombras de la madre. Vieron colgar de una pared el alacrán que el peso leve del futuro cultiva.
Contra Homero, no diremos como Penélope: «dime tú de tu raza y país: no naciste, seguro, de la piedra o la encina que cuentan antiguas historias».
Se explica en el laberinto del tiempo que debajo de cada piedra hay otra piedra, como un adjetivo colocado encima del núcleo sustantivo de una oración: amable por encima del amor, dorado el ojo que ilumina como un sol de manos, negra la piedra que tocamos para sentir la noche.
Todo adjetivo es deforme. ¿Qué temen Deucalión y Pirra? No la sustancia de la tierra, sino sus propiedades, su tiempo encerrado, su fósil que cuenta los muertos a medida que viaja por el inframundo. Temen las alas en los pies del conductor de almas, que no es otra cosa que el cuerpo. Hermes, el otro, no el dios, dirá que arriba y abajo son lo mismo. ¿Cómo no temer los adjetivos?
¿Pero qué daño haría intentarlo? Probemos a cubrirnos la cabeza y a lanzar por detrás de nuestras espaldas o a imprimir en ellas el número que se multiplica siendo uno.
De algunos pájaros se afirma que aprenden a temer los vientos fríos. Lo que temen es la congestión que rompe el sello de los labios. De igual manera, cuando de un ojo abierto cuelga una lágrima que ha de caer, indescifrable, he visto que, a veces, mientras la esfera salada y cristalina espera su alegre vuelo, una gota de agua se precipita desde una cañería vista. Como un palíndromo, la coincidencia abre al cuerpo y lo dobla.
Esa roca que cae, como gota, como lágrima, de claridad antigua, que conservamos para protección de las ciudades, que las manos rojas del fuego lanzaron desde la atmósfera, es la piedra del amor profundo y primigenio.
Y ahora vuelan cientos de piedras desde los brazos humanos. ¿Podríamos detenernos e imaginar la vida de cada una? Quizá, pero nos han dado el mandato de no regresar a ver, de seguir y caminar y no mirar atrás.
Del aire al aire
«Amigo piedra necesito que
me ayudes con mi auto otra vez
para viajar a ese lugar nuevo.»
Él mató a un policía motorizado, Amigo piedra.
Llamo a la vida incompleta de las rocas arrojadas al aire. Indagamos esos extremos, entre la mano que lanza y las entrañas que con angustia se arrancan de sus hogares. Volverán, sin duda, pero es en su tránsito aéreo cuando forman los signos de tela de araña del cuerpo.
Volverán. Una joven mujer llamada Francina Illeus, más conocida como “Ti Femme”, fue declarada muerta el 23 de febrero de 1976. Antes de su fallecimiento, había ingresado al hospital por problemas digestivos. Varios días después de que recibiera el alta, murió en su casa, lo cual fue verificado por un magistrado local de Port-au-Prince. Sin embargo, tres años después, su madre la reconoció por una cicatriz de la infancia en la sien. Cuando su tumba fue exhumada, el ataúd que debía contener su cuerpo estaba lleno de rocas.
Tejerán. Son las sirenas las de los cantos hipnóticos y las esfinges las de respuestas a los terribles enigmas. No la persona que se duerme y se levanta, sino aquella que sueña. No la piedra que se lanza ni el ser humano que crece de ella, sino la roca blanda en la mitad del aire. No su estallido en la superficie de la tierra ni su comienzo estelar en los eones, sino su cráter en la membrana como de pétalo del aire.
He visto sobre las aguas de un estanque a seres sumergidos en esferas transparentes. Quizá valdría recordar que no veíamos nuestro cuerpo hasta que irrumpieron los espejos. Sobre las aguas, tan solo percibíamos fragmentos, como pequeñas mordidas del agua. Y en el tacto de otra mejilla, descubríamos la nuestra, fuera en el golpe o en la caricia, fuera entre las manos grises o en el reflejo fugitivo en las pupilas. Un cuerpo amado era el espejo de los amantes antiguos.
Los seres en sus esferas flotan, pero no como el ahogado pez de los sueños, sino como el llanto de vidrio de los nervios cuando alcanzan las cosas. Eso es el mundo perceptual de arrebatos tiernos. Una proyección como de tatuajes sobre la piel llena de grietas de la vida esférica y naranja. Eso que llamamos noche oscura primero es noche en nuestras bocas, oscuridad de los cabellos, senda del frío y de mármoles que solo nosotros descubrimos en la piel ciega del cansancio.
He visto jugadores de fútbol que entrenan con pelotas inflables gigantes adheridas a sus cuerpos. Corren, esquivan, pero sobre todo chocan con una soñada belleza, como echarse a rodar por la colina verde de la infancia y perderse entre las hierbas como roncas palabras, como tensar las cuerdas que sujetan todo lo que vemos, que hacen sujeto de mí y de ti; es decir, sostengo, sostenemos, una fina membrana, como una red con la cual pescar el mundo, extendida desde el mar del cuerpo. Esa trampa con la que atrapamos, nos dibuja, nos limita, y ese es el mundo efectual como río gris de aguas intranquilas: su brazo lo atrapa todo, eso es todo, tranquilo, no se agite, es todo, toda la vida, toda la muerte.
Del aire al aire, la roca que viaja se lanza entre el mundo perceptual y el mundo efectual. En el registro de su cráter en el aire sabemos que eso es nuestro mundo circundante: la híbrida criatura, mitad piedra, mitad mujer, mitad hombre, que un iluminador arranca de la oscuridad.
Cuerpo: esa bestia incómoda, eso que duele, ese límite sin territorio ni fronteras.
El mundo circundante, como piedra, lo arrojamos a nuestras espaldas y caminamos sin mirar atrás.
Poscuerpo: la nada
«Voy a derrumbar
mi casa y a empezar de nuevo»
Él mató a un policía motorizado, La noche eterna.
Siempre me desconcertó que Heidegger dijera que la nada nadea. Es triste ignorarlo y vivir. Pensé: debe tener los ojos sordos y la nariz muda, debe ser muy grande la penumbra de su cráneo, debe fantasmear con alegrías deshechas, con preguntas de labios secos y raídos, debe ser como un búho disecado que gira el cuello entre polvo y crujidos, debe ser como la lluvia que evadimos, no la que aceptamos en conquistas de breves latidos, debe ser padre de todas las fatigas que navegan solas en sus canoas de ciprés por las corrientes de las rosadas lombrices con que pescan los temblores las memorias, debe ser el agrio mineral que crece como vetas en el cuerpo entre cuerpos de la cripta.
El cuerpo es camino entre dos muertes y su gesto, el viaje entre dos vidas. El antes y después, la nada. Y la nada, como dice Heidegger, nadea.