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Palingenesias proustianas

Ensayo

Palingenesias proustianas en 'À l’ombre des jeunes filles en fleurs'

Gabriel Rosero León

Número revista:

8

Tema libre

La búsqueda de una permanencia para lo que es intrínsecamente efímero es el motor espiritual de À la recherche du temps perdu, la enorme novela de Marcel Proust. El tiempo, en su dimensión completa, es inabarcable. Los estímulos son demasiados, la mente no puede asimilarlos. El aprendizaje solamente es posible cuando la realidad disminuye de tamaño, cuando se vuelve parcial por acción del hábito, cuando la inteligencia la convierte en parte de ella misma. Si esto sucede, sin embargo, ya no hay realidad: hay signo. Dicho de otro modo, el sucedáneo de la realidad es el nombre. Por hábito, el nombre se llega a confundir con la realidad y se convierte en su falsario. He aquí el origen de la decepción proustiana, el tiempo perdido que solo se recupera por accidente y de manera transitoria. Un atisbo de la verdad se presenta con el milagro de la memoria involuntaria, la única —siguiendo a Bergson (1896/2014)— que posee todos los detalles de la realidad, pero que se guarda en algún lugar inaccesible para la inteligencia. La respuesta de Proust halla su piedra angular en estos momentos de epifanía, pero no se configura totalmente hasta el final de la novela, cuando el narrador se convence de su vocación literaria. Los signos proustianos no cesan de cambiar su referente hasta que llega el momento de escribir. El hábito y el olvido facilitan una especie de palingenesia de los significados, que en ninguna parte de la novela se muestra más claramente que en el segundo tomo, titulado À l’ombre des jeunes filles en fleurs, donde se narra el primer viaje del narrador al hotel costero de Balbec.


Proust establece que las transformaciones de los signos, de las personas y de los lugares obedecen a las mismas leyes que cambian la apreciación de las verdaderas obras de arte para quien entra en contacto prolongado con ellas. El narrador, por ejemplo, al convertirse en invitado habitual de los Swann, percibe cómo sus impresiones de la sonata de Vinteuil van cambiando con cada repetición. La primera ocasión que escucha a Mme. Swann tocar la sonata en el piano su memoria apenas alcanza a registrar la música. Luego van surgiendo las impresiones más fáciles y menos valiosas que, por un tiempo, le hacen pensar que la obra no tiene más que ofrecer. Pero, más adelante, el hábito invisibiliza las primeras impresiones y van apareciendo los elementos más recónditos y excepcionales.


Pour n’avoir pu aimer qu’en des temps successifs tout ce que m’apportait cette Sonate, je ne la possédai jamais tout entière : elle ressemblait à la vie. Mais, moins décevants que la vie, ces grands chefs d’œuvre ne commencent pas par nous donner ce qu’ils ont de meilleur. (Proust, tomo 2, p.100)


Las primeras impresiones son las más parecidas a lo que ya se conoce, por eso también son las primeras en cansarnos, dice Proust. Las que se revelan más tarde, al principio resultan imperceptibles por ser tan únicas, pero al final también desaparecen. Los límites de la sensibilidad los establece el hábito, por eso las grandes obras no se pueden apreciar en su totalidad sino con el paso del tiempo. Las obras en realidad no cambian, la transformación está en el sujeto que solo las puede observar en etapas subsiguientes. Así también, el narrador empieza a darse cuenta de que el amor es en el fondo algo subjetivo (p. 211), al igual que la percepción del tiempo (p. 181).


El joven narrador del primer tomo conoce a Gilberte Swann, pero no es el mismo que más tarde se enamora de ella en París, y tampoco es quien se hospeda en el hotel de Balbec, vuelto indiferente hacia Gilberte. Esta transición entre los “yo” sucesivos se hace posible por el hábito y sus efectos narcóticos. El amor, como expresión de la identidad, está ligado al hábito por la influencia que este tiene en la memoria: « Or, les souvenirs d’amour ne font pas exception aux lois générales de la mémoire, elles-mêmes régies par les lois plus générales de l’habitude. Comme celle-ci affaiblit tout… » (Proust, tomo 2, p.212). Aun así, lo mejor de la memoria está fuera de nosotros. O, mejor dicho, dentro de nosotros y oculto en un olvido que a veces ciertos estímulos consiguen suprimir. De cierta manera, el pasado solo puede resucitar gracias a este olvido. Así, una palabra de un desconocido revive momentáneamente los sentimientos del narrador por Gilberte que, por lo demás, desaparecen casi de inmediato al estar lejos de todo lo relacionado con ella. Si estos efectos aparentan ser contradictorios, es porque el hábito obedece a leyes múltiples:


À Paris j’étais devenu de plus en plus indifférent à Gilberte, grâce à l’Habitude. Le changement d’habitude, c’est-à-dire la cessation momentanée de l’Habitude, paracheva l’œuvre de l’Habitude quand je partis pour Balbec. Elle affaiblit mais stabilise, elle amène la désagrégation mais la fait durer indéfiniment. (p.213)


El hábito de ver a Gilberte atenuó los sentimientos del narrador, pero al romperse este hábito con el viaje, un recuerdo espontáneo revivió su amor momentáneamente. Sin embargo, este renacer del pasado es algo muy frágil. Sin un hábito de presencia y estabilidad que lo pueda nutrir y hacer durar más tiempo, se extingue debido a un nuevo hábito. La acción del hábito elimina lo anterior y afirma lo nuevo. Pero, al ser una acción continua, lo nuevo se convierte en lo anterior que está en camino de desvanecerse.


Tras su llegada al hotel de Balbec, la relación del narrador con el espacio y los objetos también obedece a las leyes del hábito. Frente al lugar nuevo los sentimientos se reavivan, la atención se agudiza, el tiempo pasa más lentamente. Una residencia nueva es para el narrador un “lugar de suplicio” (Proust, tomo 2, p. 233). La habitación desconocida es ajena y hostil, los objetos parecen rechazar al recién llegado con su presencia indeleble. No hay lugar para el narrador en el universo extraño del ruido del péndulo, las cortinas púrpuras, el techo elevado y el olor ofensivo del vetiver. « C’est notre attention qui met des objets dans une chambre, et l’habitude qui les en retire, et nous y fait de la place » (p. 235). Antes de que eso suceda, solo la presencia de la abuela en la habitación contigua aplaca en cierta medida el malestar que la suya le provoca.


El cambio de estado es doloroso, pero, con el paso del tiempo, el hábito ejerce su influencia y las cosas se tornan casi en extensiones del propio cuerpo, una “ampliación de sí mismo” (Proust, tomo 2, p. 235). Proust conjetura que este sufrimiento procede de la resistencia del ser presente a un futuro donde aquello que lo conforma estará muerto. El hábito efectuará un ajuste en la identidad misma del sujeto, amenizará los lugares y las personas con un resultado analgésico. Al mismo tiempo, esto acarreará un olvido del estado anterior. Más que un consuelo, este es el motivo de la angustia más profunda para el narrador; el miedo se acrecienta al imaginar un futuro donde, por ejemplo, ni siquiera el afecto que se tiene por los padres o los amigos ausentes sobrevivirá: « …ce serait donc une vraie mort de nous-même, mort suivie, il est vrai, de résurrection, mais en un moi différent et jusqu’à l’amour duquel ne peuvent s’élever les parties de l’ancien moi condamnées à mourir » (p.240). El hábito provoca una palingenesia del “yo” por medio del olvido, que es como una muerte del presente. Tiene un doble efecto, eliminar la vida anterior y crear una nueva: « …alors la mort, puis une nouvelle vie auraient, sous le nom d’Habitude, accompli leur œuvre double » (p.240). Las sensibilidades despiertan durante este proceso de renacimiento, hay un período de sufrimiento que fácilmente se puede transformar en placer. De ahí que la mañana siguiente, al abrir la ventana, se le presente al narrador una visión especialmente bella del paisaje costero, de la que Proust hace una descripción admirable (pp. 241-243). En realidad, este estado de receptibilidad boyante se extiende durante toda aquella primera temporada en Balbec, donde nuevos personajes, paisajes y situaciones se le presentan al narrador. Quizás evoca a Heráclito cuando declara no haber visto dos veces el mismo mar al otro lado de la ventana (p.273).


Aparte del mismo narrador, los personajes que mejor ilustran el cambio en À l’ombre des jeunes filles en fleurs son el grupo de muchachas que aparecen un día sobre el dique enfrente al hotel de Balbec. Al principio, los rasgos de las muchachas se intercambian entre ellas, sus fisonomías se confunden, no existe separación que sirva para individualizarlas. Se diferencian del resto de la multitud, pero su esencia es compartida entre ellas. Mientras el narrador las observa, ocurre la repartición y asociación de características individuales de cada una, aunque el grupo conserva una homogeneidad entre sus partes. La banda de muchachas posee un aura misteriosa que cautiva al narrador por la fugacidad de lo desconocido. Y es que el conocimiento destruye también el deseo de posesión porque invalida los efectos de la imaginación. Esta, dice Proust, debe ser avivada por la incertidumbre de poder alcanzar un objetivo, creando así una meta que oculte a la otra. Al sustituir el placer físico por la idea de penetrar en la vida de alguien, no se lo puede agotar, no se lo puede distinguir siquiera: la meta se ubica fuera de nuestro alcance (Proust, tomo 2, p.362).


Al contrario de lo que creía el narrador, pronto llega a encontrarse con las muchachas y llega a penetrar dentro del grupo que le había parecido tan sagrado e inaccesible. La realidad de cada una es diferente de lo que imaginaba, pero también cambia con cada encuentro. El narrador habla de las distintas Albertines, por ejemplo, que van apareciendo según se entera de otros aspectos de ella. La “bacante”, la “bien educada”, la “inteligente”: la memoria no logra asir la complejidad de la realidad cambiante. Lo mismo pasa con Andrée, Gisèle, Rosamonde; el narrador se enamora sucesivamente de las muchachas y de sus múltiples reencarnaciones:


D’ailleurs comme, devant elles, je n’étais pas encore blasé par l’habitude, j’avais la faculté de les voir, autant dire d’éprouver un étonnement profond chaque fois que je me retrouvais en leur présence […] Le visage humain est vraiment comme celui du Dieu d’une théogénie orientale, toute une grappe de visages juxtaposés dans des plans différents et qu’on ne voit pas à la fois. (Proust, tomo 2, pp. 477,478)


Las criaturas sobrenaturales se convierten en simples muchachas por el hábito, pero algo del misterio subsiste en ellas. Eventualmente, el narrador manifiesta una preferencia por Albertine, con quien tendrá una relación en el futuro. Hasta cierto punto, el aura de las jóvenes hieráticas de Balbec se destilará para él en la idea de esta mujer. Pero, específicamente, la semilla será plantada por el deseo frustrado que se configura en la escena del rechazo del beso (pp. 489–494).


A lo largo del resto de la novela, el narrador comprenderá, entre ilusiones y decepciones, que la palingenesia continua de los signos del “yo” no pueden conjugarse de ninguna manera fuera de la obra de arte. La verdad es solo aquella que confluye todas las intermitencias en un momento de eternidad, que para Proust toma una forma monstruosa y de semántica extensísima, similar a la palabra poética. Así, Barthes (1972) —siguiendo la interpretación de Deleuze— resalta las dos etapas del “aprendizaje” proustiano: “una ilusión y una decepción de las que nace la verdad […] pero, antes de eso, el narrador proustiano debe interrogar perdidamente los signos” (párrafo 5). Como para los simbolistas, la verdad para Proust se halla en el interior. El artista es un “traductor”, cuyo deber es mostrar la verdad que ha encontrado dentro de sí mismo y afirmarla por medio de su obra. Mientras tanto, un hábito derroca al anterior y se asienta como el nuevo representante de una verdad a medias. Esta es la triste realidad de todos los seres que carecen de vocación artística o, lo que es peor, de los que la han desoído. Con todo, el contacto con la obra ajena también es una manera de tocar la verdad propia. Por eso el narrador de Proust afirma que sus lectores en realidad lo serían de sí mismos (Proust, tomo 7, p. 338).



Referencias

Barthes, R. (1972). Proust et les noms. En Nouveaux essais critiques. Seuil. http://www.ae-lib.org.ua/texts/barthes__nouveaux_essais_critiques__fr.htm#4

Bergson, H. (2014). Matière et mémoire. En Oeuvres complètes. Arvensa (original publicado en 1896).

Proust, M. (1988–1990). À la recherche du temps perdu (Vols. 1-7). Gallimard (original publicado entre 1913 y 1927).




Gabriel Rosero León (Quito, 1991) ha realizado estudios en Jurisprudencia y en Literatura y se ha desempeñado en el campo de la edición y la traducción. Pero para él su mayor logro sería, por parafrasear a Borges, los libros que ha llegado leer.

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