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Para una poetica de la novela policial en Quito

Ensayo

Para una poética de la novela policial en Quito

Santiago Páez

Número revista:

6

Tema libre

El cuerpo del niño, cuando lo retiraron los paramédicos, estaba ya algo rígido. Compungidas, las gentes miraron el pequeño cadáver que saltaba un poco en la camilla cuando, apresurados, los hombres de la ambulancia descendieron las gradas exteriores del Penal García Moreno, con su triste carga.


En cien años, esas escalinatas habían soportado los pasos de miles de condenados, de sus familiares tristes, de políticos acallados por las dictaduras y de un par de multitudes airadas que, rompiendo las seguridades, entraron en la prisión para linchar a algunos de sus ocupantes.


El niño estaba vestido con una malla de punto, un poncho rojo y tenía la cabeza cubierta por un gorro azul, de lana tejida, adornado con borlas amarillas. La madre, de haber podido verlo, se habría sentido –quizás– satisfecha de que hasta en sus últimos momentos lo abrigara la ropa que ella le pusiera en esa mañana, cuando se preparaban para ir a la prisión a visitar al padre, convicto por robo con agravantes.


Pero ni el padre, ni la madre, ni sus dos hermanos, ni su abuela podían ver ese pequeño muerto tan amorosamente vestido: todos ocupaban otras camillas, todos habían sido sacados del penal, antes que el niño. Todos estaban muertos.


Explicaba esos cadáveres una historia simple y brutal: esa mañana –según declaró la madre, antes de morir–, al entrar a la visita, ante la puerta de la prisión, un desconocido se le había acercado para rogarle que entregara, a otro convicto, unos panes de dulce y un botellón de Coca-Cola. Había explicado que era un compadre del reo, venía de la provincia y no podía quedarse en la ciudad.


La mujer tomó el encargo, jurando que se lo entregaría al destinatario, y el desconocido se fue, perdiéndose en la multitud del mercado de San Roque, entre vivanderas gritonas, cargadores hoscos y carteristas de mirada huidiza.


Pero la mujer no entregó los panes ni la Coca-Cola a su dueño. Apenas vio a su marido le contó –riendo– del encargo y, sin dudarlo un momento, tomaron los alimentos y se los repartieron: cada uno de los niños y cada uno de los mayores tuvo su trozo de pan de dulce y su vaso de refresco.


El hombre que debía recibir el pequeño obsequio era un individuo de mediana edad y aspecto feroz, y estaba condenado a varios años de prisión por una docena de delitos: robo, lesiones, violación…


El botellón de refresco estaba aderezado con veneno suficiente como para matar a una familia entera, y eso hizo. Los adultos, que habían ingerido más tóxico, se veían hinchados y monstruosos; sus rostros estaban amoratados y torcidos por la desesperación de la muerte. Los niños –al menos eso quisimos creer quienes veíamos las imágenes en el noticiero, porque esto que les cuento fue verdad, pasó hace ocho años– los niños habían muerto en paz, mientras jugaban.


Las alevosías de esta historia se tejían, unas con otras, en una red estúpida y terrible hecha de la ruindad del convicto que había dejado, como desecho de sus crueldades, un rastro de odio que terminaba en la prisión, de la vileza de esa mujer que hurtó a otro preso miserable unos pocos panes y unos vasos de refresco, y de la voluntad criminal del desconocido que entregó la botella envenenada.


¿Quién era ese hombre? ¿De qué ofensa se vengaba así? ¿Era hermano de una joven violada? ¿Era padre de un joven mutilado en una reyerta? ¿Era un cómplice afectado por la mala repartición de un botín roñoso de relojes, de televisores, de anillos o de cheques falsos?


Escribía Raymond Chandler, refiriéndose a su amigo y colega Dashiell Hammet, que este había devuelto –en las novelas negras– el crimen a donde pertenecía, a ese entorno turbio de gentes brutales y crueles, a esas calles miserables, a esos garitos inmundos y peligrosos en los que las desavenencias se resolvían a balazos o con el filo helado de una navaja. Lugares como el penal García Moreno, en Quito.


Apuntaba Raymond Chandler lo anterior para diferenciar su tipo de narrativa de la novela policial de enigma –la de Agatha Christie, por ejemplo–, esa en la que un detective inteligentísimo resuelve crímenes misteriosos –sucedidos entre potentados y nobles– haciendo uso de sus poderosas neuronas. Crímenes acaecidos en entornos elegantes: castillos aristocráticos, hoteles para millonarios o trasatlánticos de lujo.


Sería de un patético eurocentrismo inventar en el Ecuador novelas policiales que ocurrieran en lugares elegantes y entre nuestras élites criollas. ¿Un asesinato con curare disimulado en el alfiler de una corbata cometido en el club La Unión de Guayaquil? ¿El robo de una gargantilla de diamantes acontecido en un dúplex de la González Suárez en Quito? Historias que ventilaran esos delitos tendrían toda la impostura de una copia, como la de esas modelos nacionales que a punta de cirugías, tintes rubios y lentes de contacto azules tratan de verse como las top models de la Paris Fashion Week.


¿Y el detective de una novela así? Solo imaginarlo nos deriva por la senda de la parodia: el investigador en una novela quiteña de enigma sería, sin duda, un joven atractivo, blanco y con ese eficaz empaque del ejecutivo, de buena familia, con sus dotes deductivas desarrolladas en las aulas de la universidad de Harvard o en alguna universidad belga, un tipo parecido a algunos de nuestros ministros de finanzas más conspicuos, muy probablemente afiliado a Alianza País o al partido Socialcristiano. No. Una novela quiteña policial y de enigma solo cabe como pastiche o como parodia.


Pero… y repetir la propuesta de novela negra de Chandler, esa de contar crímenes tan sórdidos como reales, cometidos por delincuentes ruines en entornos degradados, repetir este planteamiento, ¿no tendría igual dosis de eurocentrismo? Al cabo que el género se desarrolla en Estados Unidos y toma su nombre de una colección francesa de narrativa, de la editorial Gallimard.


Creo que no. No, porque mientras que esas élites criollas –las de la novela de enigma– y sus entornos lujosos son siempre malas copias de las élites europeas y estadounidenses –Samborondón parece Miami–, los entornos y las gentes que cometen crímenes en nuestros países son muy propios, caracterizados, inconfundibles. No intentan ni les interesa ser copias de los gánsteres de Los Ángeles, de los criminales de Londres o de los mafiosos de Nueva York. Y esos entornos y gentes propios de nuestro medio son las referencias fundamentales de la novela negra ecuatoriana.


Cada ciudad tiene su crueldad, su manera de ser vil, aparejada a su manera de generar, en sus habitantes, una particular aspiración a lo inefable. Son las ciudades, esos espacios degradados de la novela negra, las que le dan –a este género narrativo– sus características, su individualidad. Es que no se es ruin en Quito como se puede serlo en México, en Ámsterdam o en Calcuta. Cada urbe produce –diríamos– una geografía urbana de la perversidad y el padrón municipal de sus perversos…


Pensemos, primero, de ese padrón de los perversos


Ignoro cómo será la maldad en otras ciudades, sé que en Quito lo maligno es una sombra que gotea de sus piedras más antiguas, prehispánicas, que se mezcla con los muy definidos sudores de los indios que cargaron esas piedras hasta los castillos del Inca y que años más tarde, bajo el fuete de los españoles, volvieron a cargarlas para basamentos y dinteles de sus casas solariegas.


Y luego todas esas sangres, y todas esas mezclas; y en cada mezcla, en cada sangre, un sedimento perverso traído desde las selvas del África, desde la agreste montaña gallega o desde las calles retorcidas de esos pueblos libaneses que, a inicios del siglo XX, agobiaba el Imperio Otomano.


Y qué decir de las miradas que vinieron a mezclarse con la contemplación taciturna de los indios, esas miradas labradas por el polvo seco de unas tierras estériles de Calabria o endurecidas por la aridez angustiosa de las huertas extremeñas.


Justo es decir que en esas manos callosas, de campesinos exiliados de las tierras de sus padres, en esas miradas secas también vino, junto con la crueldad, una impresionante capacidad para el trabajo y para lo bueno. Obreros anarquistas, criminales y ángeles arribaron, todos en las huellas de esos pies agrietados e incansables con los que los inmigrantes vinieron a rondar las calles de esta ciudad, sus adoquines y el polvo andino que los barre en las madrugadas de hielo y en los mediodías de luz despiadada y calor asfixiante.


Y en esa sangre, en ese sudor y en esa bilis, medra el mal de esta ciudad, y por eso nuestro mal es peculiar, propio. Solo nuestro. Y por eso la novela negra macerada en estas calles, en estas casas, en estas sombras es propia, peculiar. Nuestra.


Pensemos también de esa geografía urbana del mal


La novela negra es, siempre, un murmullo de amor contrariado por una ciudad: Los Ángeles de Philip Marlowe o el París de Maigret o la Barcelona de Carvalho o el Santiago del detective Heredia, invento del chileno Díaz Etérovic. En Quito no iba a ser distinta la invención de sus novelas negras. Una de estas novelas ha de mostrar las calles empedradas que ascienden por colinas agrestes, y casas que se descuelgan en las laderas de esas colinas, y quebradas en cuya enramada se sepultan las esperanzas de tantos, sus carajazos o sus lamentos… Callejuelas retorcidas que se prestan para los encuentros fatales, las emboscadas, los navajazos. Vías que se quiebran en escalinatas o se sumen debajo de arcos y de puentes cegados por unas brumas palpables. Y no hablo solo del milenario centro histórico: en la Floresta Baja, las calles se convierten en escaleras de cemento que se hunden en la pestilente quebrada del río Machángara; en la Pulida o en la Jaime Roldós, barrios de aluvión y de invasiones, los caminos embarrados se retuercen trepando una montaña ominosa.


Cada ciudad tiene una geografía moral y sentimental, y la de Quito ha brotado, como brotan los hongos, en sus piedras más antiguas, en sus sombras. Y en esa geografía se tejen las historias que se pueden contar de esta urbe. Historias como la del niño envenenado por la mínima ruindad de su madre…


Si hubiese una investigación, si alguien decidiera buscar al ínfimo criminal que en su afán torpe y siniestro de envenenar a un delincuente concluyó por eliminar a una familia entera, deberíamos contar con los servicios narrativos de un detective: ese personaje ambiguo que en las novelas negras deambula por esa geografía urbana del mal que hemos descrito y entre los miembros de ese padrón de los perversos.


Pensemos, pues, finalmente, del detective


El detective de las novelas negras es un profesional, usualmente privado, que tiene su empresa de investigaciones o trabaja en una gran empresa de seguridad. Es un sujeto de común, rudo, poco intelectual, sensible y casi honrado; camina siempre en equilibrio entre el bien y el mal, entre lo blanco y lo negro.


¿Cómo sería un detective parido por Quito en una novela negra? Hay. Hubo un prototipo del quiteño: el “chulla”. En el imaginario de las gentes de la generación de mis abuelos –nacidos al final del siglo XIX-, el “chulla” era el paradigma del habitante de esta ciudad: ingenioso, sagaz –sin dinero pero con recursos–, de buenos sentimientos y poseedor de una lengua afilada para el chiste alegre. Así era el quiteño de cepa, espejo de todos sus conciudadanos que o no tenían su ingenio o carecían de su astucia. Ya no hay quiteños de cepa o, mejor dicho, los que quedamos somos irrelevantes estadísticas.


Quito, como sus barrios más nuevos y salvajes, es una ciudad de aluvión, de inmigrantes que han llegado de un campo empobrecido en el que les es imposible sobrevivir. Pero, por distinta que sea la matriz de la que vienen esos inmigrantes, esta ciudad les ha impuesto la impronta de sus calles, de sus sombras y de sus laderas; los ha modelado como ha modelado siempre a sus habitantes, desde hace mil años. Lo que pasa es que las condiciones son distintas de aquellas que generaron al simpático “chulla”, son violentas y brutales: no se vive igual en una pequeña ciudad de cien mil habitantes que en una metrópoli desquiciada que alberga a dos millones de almas. En consecuencia, podemos decir que si el “chulla” fue ingenioso, el quiteño actual ha de ser taimado; si el “chulla” era sagaz, el quiteño de este tiempo ha de ser artero; si el “chulla” fue chistoso, el quiteño contemporáneo ha de estar dotado de una inmensa porción de humor negro para soportar esta ciudad. Y bueno, los quiteños –antes y ahora– hemos sido gente simpática.


Creo, pues, que el detective de una novela negra quiteña podría ser así: taimado, artero, sardónico y simpático –esta es, insisto, una característica que los quiteños no podemos evitar–. Probablemente se trate de un profesional de clase media, con la carrera frustrada y la familia deshecha, de un antiguo sindicalista, hastiado de la venalidad de sus compañeros de lucha o de un político asustadizo que prefiere enfrentar navajeros que colegas diputados…


Este personaje ha de conocer su ciudad, como solamente se la conoce en la ruta de los buses del transporte público o desde esos miradores humosos que son los comederos populares: el del redondel de la Floresta, el de la avenida Rodrigo de Chávez en su confluencia con la estación del Trole de la Villaflora, el de la avenida La Prensa en la entrada de lo que fuera el antiguo pueblo de Cotocollao…


Muy probablemente, este personaje se administre frecuentes dosis de licor para inmunizarse en algo contra la maldad húmeda de la ciudad. Es también probable que tenga, como mantra, los versos de alguno de los poetas que cantaron a las ciudades. Quizá, cada vez que se agobie en exceso, para consolarse murmure el terrible poema de Cavafis:


Nuevos lugares no encontrarás, ni encontrarás otros mares.

La ciudad te seguirá, por las mismas calles vagarás.

Y en los mismos barrios envejecerás;

y en estas mismas casas encanecerás.

Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro sitio –no lo esperes–

no hay barco para ti, no hay camino.

Bien, con estos componentes: esta geografía del mal, este padrón de los perversos y este personaje desencantado, ¿cómo empezaríamos una novela, una novela negra quiteña?


Creo que podríamos hacerlo escribiendo algo así:


El cuerpo del niño, cuando lo retiraron los paramédicos, estaba ya algo rígido. Compungidas, las gentes miraron el pequeño cadáver que saltaba un poco en la camilla cuando, apresurados, los hombres de la ambulancia descendieron las gradas exteriores del Penal García Moreno, con su triste carga…

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