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Pieza oscura

Ensayo

Pieza oscura

Edmundo Mantilla

Número revista:

4

Tema dossier

Para Ana

«la pieza oscura como el claro de un bosque»

Enrique Lihn, La pieza oscura.


Ajados los tapices. La vida, extranjera y terrible, trajo la soledad a esta casa.


Alfombras y manteles ajados con el paso de los años. La soledad está dentro, donde nos envolvemos con hábitos como túnicas oscuras, y oscuro es el espacio por detrás del cielo.


Arañas como lámparas que los dedos recorren, angostos y antiguos, son marañas en la memoria del corazón. En los jardines, en las calles, hay pájaros,[1] hay santos que viven sobre las ramas de un árbol y comen pan rancio.[2]


1. Cfr. Marguerite Duras, Escribir.

2. Cfr. Eliot Weinberger, Algo elemental.


Amplios y sonoros pasos ante los ventanales abiertos para adorar la montaña, la hierba atractiva desde la cual, de puntillas, podemos mirar una nube silenciosa.3 Caminamos y comprendemos que más allá nunca se está solo, que en el arroyo musical que comienza en un parlante nadan mujeres y hombres que bajan desde numerosas habitaciones con vajillas, floreros, botellas, cuadros, jarrones delicados, numerosas cajas que no tienen costumbre de moverse y que guardan el polvo que es tierra, piel y espejo.


3. Cfr. Goran Petrovic, Atlas descrito por el cielo.


Árboles como centinelas, abejas entre los ruidos, ancestros que ululan en el viento y cuentan lo esencialmente oscuro que es el universo y en lo más profundo del corazón, solo en lo más profundo, que es una montaña y una glaciación, y un hielo, y un oso polar sin rastreador, y un mar azul, solo en donde todo el sonido existe, vaivén, inquietud, tiempo, hay silencio. Es de noche en la casa y parecemos estar tan solos en una soledad que hicimos nosotros, en esta cuenca de ojo, esta cuenca vacía, esta impenetrable negritud del interior de la mirada y esta nada que creamos, que buscamos en la ruta peligrosa a los valles verdes, en la travesía hasta una ladera que el recuerdo desbanca, en el fantasma de una columna recta por detrás de la torcida, en este mar blanco de paredes que nos rodea como un cráneo y que navegamos para vivir lo aún desconocido, en ese otro océano de innumerables redes donde la cifra y el nombre son dioses, en las interminables escaleras que devolvía el viento al remolino del horizonte sin dejar huella, en la bodega debajo de las gradas donde pensamos aceptar voluntariamente caer entre dos oscuridades y sentir entonces los pasos de la luz por encima, sus zapatos lentos y verdes, y pensamos en lo lejos que se escucharía el cielo, en la soledad que no estaría todavía tan cercana y viajamos por entre tristes filas de casas hasta el lugar de infinitos colores, de líneas eternamente paralelas al suelo, hasta el regazo de la montaña donde los movimientos de la mente están insuflados en nubes en lo más hondo de la Estigia.[4]


4. Cfr. Inger Christensen, Alfabeto.


Antiguos rituales hicimos: agitamos ramas de eucalipto en el mercado de la fina lluvia persistente sobre las ropas; aseguramos los negros abalorios en el cuello de los mirlos, los soñadores, los cantores de la luz naranja; abrazamos el alma de la espalda cierta e inscribimos sobre ella la abrasadora tinta con que se escriben los días y las noches, y fue signo escondido en los sueños, quizá en papelitos besados, quizá en pequeñas placas de grabado, quizá en una frase pronunciada en susurros; arrancamos los clavos oxidados en la madera de un librero y contamos su número —eran once— para llevarlos con nosotros como inolvidables evidencias; abrimos las puertas, las ventanas, las paredes con nuestra lengua para rodear el círculo de nuestro cráneo con metáforas e historias como pequeñas piezas de un rompecabezas que muestra el mapa de aquel otro mundo insuficiente, helado, oscuro más allá, de la luz necesitado[5] y necesario para el resplandor abiótico que da la vida, y puentes para esa luz abrimos, caminos entre la oscura selva abrimos, hasta el sol llegamos, como Ícaros quemados nuestras alas abrimos, como Dédalos, como laberintos caímos, como la fauna abisal en el mar del otro nos hundimos, el abismo abrimos, el ansia de tumbas lejanas abrimos y las lágrimas amargas y la supervivencia sobre la tabla de la dulzura aferramos hasta que escuchamos los callados talones del destino sobre los tablones de árboles de antiguos rituales de la casa.[6] La soledad del escribir, del esculpir y el silencio incluso en las palabras pronunciadas es todo lo que nos rodea en la pieza oscura del universo, a todas horas del día, en la soledad real de dos cuerpos que se convierten, inviolables, en eso que llamamos un hogar, y habitarlo es lo único que llena la vida, es lo único que debemos hacer cuando inician, cuando culminan, cuando se realizan los ritos de tinta negra y sus huellas inencontrables,[7] los ritos de la materia que las manos calientan, que doblan la arcilla que somos en cráneos de bueyes dentro de los cuales se verterán la comida que es consuelo y la bebida que es fuerza, y así habitar esa soledad bifronte es una mesa, es una piedra, es una moneda de pintura seca, un rocío intemporal sobre la hierba, una historia contada en sucesivas noches, y así buscar la soledad para habitarla, buscar una casa de la que ser huéspedes, es ser como una llama que devora calles y personas y que con sus ojos enormes engulle el polen, el trébol blanco, la acacia negra, el nogal, el toronjil, la guaba que recoge para quemar el mundo alrededor suyo, alrededor nuestro, en este accidente geográfico de temblores, de aguas freáticas como los llantos tiempo atrás hundidos[8] y sueños de sueños bajo las estelas blancas como orugas de los aviones, y así debieron buscar la soledad los dioses con sus iras proverbiales y sus imperativos, hágase, dijeron, la luz, la soledad, el vacío alrededor nuestro, que se forme como el rumor de un mar embravecido y el hueco cóncavo de la nave de un abrazo, y que más allá sean el frío, la oscuridad, lejos, lejos de nosotros. 


5. Thelonious Monk: «Siempre es de noche; si no, no necesitaríamos la luz.»

6. Cfr. Edith Södergran, “La vieja casa”.

7. Cfr. Marguerite Duras, Escribir.

8. Cfr. Inger Christensen, Alfabeto.


Al claro del bosque acudimos a escuchar las voces lejanas sentados en un banco de tosca entalladura, voces que cuentan del principio indefinido de los seres, que lo abarca todo y todo lo gobierna, y esas voces dicen que por el aire comenzamos y en él terminamos cuando cae una hoja plana como el sol que retorna a un orden propio en su sueño vegetal como llevada por yeguas al camino de una deidad;[9] al claro del bosque fuimos a recoger fragmentos de rosas holográficas cuando el sueño grabado de la mañana se desvanecía y la lluvia era amarga y en cada gota se reflejaban los pedazos de la rosa holográfica y en cada fragmento estaba la imagen completa de la rosa y un todo todavía más grande, del que concluimos que todos somos partes de otra parte, huéspedes momentáneos de esta porción rota de espacio, cristales de una otra cristalización, y cada fragmento mostraba la rosa de un modo distinto;[10] al claro del bosque acudimos a desenrollar con delicadeza los pergaminos carbonizados de una villa en Herculano para descubrir que, cuando el rayo cazador habla, dice oscuridad, dice nada, dice el negro corazón del ser, imprescindible para nuestro desasosiego, dice las tinieblas que rodean su destello, las nubes de tormenta que súbitas se tornan azules como augurios del cielo por venir, y aquel rayo circundado de sombras es el claro al que acudimos con la certeza de que está allí para señalar la bendición ambivalente de quienes habitamos la vida como rompimiento de lo inanimado;[11] al claro del bosque fuimos por el ondulante, vasto, árido camino de páramo que bajaba del enclave de los espejos y del filo cortante de la roca y de la paja que oculta la irregular pendiente, fuimos como el pensamiento recorre la senda que trazará por años sobre el piso, el mundo flotante de nuestra casa, así como labramos en la infancia esa tierra fiel que preferimos, su bondad, su malicia de historias siempre iguales, su avidez de semillas lejanas que alojaba en diminutos agujeros como pechos, conversaciones luego cubiertas de palabras ya dichas, donde trabajamos pausadamente, atentos al campanario, que, cuando doblaba las horas en años, señalaba el momento en que la paciencia de crecimiento de los cipreses regados con canciones devino bosque perdurable por el cual arraigarse a la oscuridad húmeda de la tierra y abrirse en la luz que cae a la amplitud del cielo; al claro del bosque acudimos por entre la maleza hasta lo no hollado, temimos las alimañas, el atlas de monstruos que creamos, el atávico miedo por detrás de nuestros ojos, las migajas que pudieron haber dejado los esqueletos que desenterramos, lo no dicho en el lenguaje, la maduración de siglos de lo sencillo que en nosotros no ha madurado, la estela del aliento de ese camino de páramo que vuelve vanos nuestros planes, nuestros órdenes dispersos en aquello que es junto y solamente soledad nuestra tan buscada y no uniforme, y con el temor despierta nuestro amor por lo libre, como ir al claro de bosque, como buscar el aliento del páramo, y contra el mero trabajar la comprensión súbita de que aquella tierra en la que hacemos surcos es la piel de nuestra cara y la materia de nuestro cerebro, donde están frente a frente el juego de la juventud y la sabiduría de la vejez y la sabia serenidad que, si está, si viene al claro desde la oscuridad, si mora en un largo origen, si aprecia el brillo tenue de las estrellas y el más tenue brillo de las farolas, si vibra con los golpes de un martillo, si encuentra la nitidez de la remolacha que crece, sus hojas alienígenas, se abre a lo eterno.[12] Esta casa, este mundo, no se puede recorrer en toda su extensión; eso significa ser huéspedes, ir y venir, en esa soledad que se hace sola para compartirla con las otras soledades, quizá con algo de miedo en esa casa sola de donde salen los abrazos y los libros y las muñecas, de la soledad de la casa y de la luz reflejada en su ventanas, que dan a un parque, que dan a una montaña, que dan y darán numerosas vigilias de aquellas interrogantes que ahogan con su silencio el cielo[13], preguntas sobre la pregunta, preguntas de la hospitalidad, sobre qué significa vivir, hallarse en un agujero, en el fondo de ese agujero y descubrir que solo la soledad compartida nos salvará, esa inmensidad vacía donde agitamos los brazos y la piernas como en un líquido espeso, delante de nada, y atrás nuestro la nada, porque tener algo en frente significaría ser otros respecto de otros, ser extranjeros en la mirada, criaturas secas y desnudas, y no sumergidas en el milagro del agua, donde no hay eco ni ortografía, ni sentido otro que el nado para probar que juntos nos movemos, en las lágrimas, en la duda que pone todo en duda, los amigos y los amigos de la pareja, y la muerte imposible de poner en palabras y el momento antes de nacer, y las multitudes de personas que se marchitan como cosechas del virus maduro en el agitar de alas de un ser noctívago, y la espera en un parque se pone en duda, y la pareja no, el hogar no se pone en duda, aunque esa duda crezca alrededor de uno y dentro, porque la incertidumbre ha nacido de esa soledad doble que elegimos, ese ir y venir de huéspedes, esa interrogar la interrogante para darse cuenta de la hospitalidad incondicional de la página en blanco, del pájaro, del cielo, del puñado de arena que es el desierto donde acudimos como al bosque porque nos sabemos fervientemente esperados,[14] que es toda la gracia que pueden entregarse dos soledades allí donde trazan líneas como un trama de hilos para conocer la ubicación del agua y el centro del laberinto personal del que escapamos agitando las alas, y repetimos, las fronteras, las calles, el olvido, la extensa habitación que fue escondite, la buhardilla en que nos recogimos, el ático que soñamos y por un momento vimos, el cuarto azul y el cuarto blanco al que trajimos las hojas naranjas de nuestros sueños y las luces, como estrellas que cuelgan de los dinteles, y repetimos, juntos, solos, en esta pieza oscura, uno solo, repetimos: ser huéspedes y hospedadores pese a todo, pese a la desesperación o con ella, vivir como viviríamos si viviéramos[15].


12. Cfr. Martin Heidegger, Camino de campo.

9. Cfr. Martin Heidegger, Camino de campo; cfr. Alberto Bernabé (ed.), Fragmentos presocráticos de Tales a Demócrito.

13. Cfr. Inger Christensen, Alfabeto.

10. Cfr. William Gibson, “Fragmentos de una rosa holográfica”.

11. George Steiner, Fragmentos.

14. Cfr. Edmond Jabès, El libro de la hospitalidad.

15. Dice Marguerite Duras: «Escribir como escribiríamos si escribiéramos.»

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