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Primitivo y salvaje el poder del nombre

Ensayo

“Primitivo” y “salvaje”: el poder del nombre

Rosa Inés Padilla

Número revista:

4

Tema libre

“Primitivo” y “salvaje”: el poder del nombre


A partir de las definiciones de las palabras “primitivo” y “salvaje”, y del por qué se han usado estos términos para nominar a ciertos individuos y a sus poblaciones, se intentará reflexionar respecto a cómo se construye la imagen de un “otro”; es decir, cómo se categoriza y subordina a partir de las palabras. Si, desde hace décadas, tanto académicos como científicos han estado al tanto de las implicaciones del lenguaje —como portador de discursos y significados, y como vehículo de transmisión de ideas—, ¿por qué connotar a ciertas poblaciones y a sus miembros como “primitivos” o “salvajes”? Es justamente esta idea de alteridad construida y representada desde estas categorías la que ha condicionado al otro a «ser» radicalmente diferente, excluido, distinto y marginado.


Este texto empezará por subrayar el problema de la nominación, es decir, de nombrar y otorgar. Las palabras son construcciones con cargas significativas; un nombre, en sí, es una imagen mental que se hace cada individuo. La disposición de ese nombre, en una oración, junto con otras palabras, es lo que provoca que la mente logre hacer conexiones y desentrañe significados, no solo de una palabra, sino también de un discurso: “Los conceptos, en especial relacionados con la vida social, nacen del debate, de la confrontación, y en general como respuesta a los problemas percibidos, la historia de un concepto modela ese concepto de distintas formas. Por un lado, los significados que incorporan un concepto nunca son del todo inamovibles, sino que tienden a evolucionar continuamente; por otro, los significados anteriores pueden aferrarse a él y afectar a su uso posterior. Es decir, hay una continua interacción entre el contexto que da luz a los conceptos y en el que serán utilizados, y los significados relativamente estables que adoptan con el tiempo, que tienen su propia fuerza” (Crehan, 2002, p. 57).


Para Kate Creham, en Gramsci, cultura y antropología (2002), es importante recalcar que esta fuerza se puede percibir en cómo los seres humanos entienden el mundo, siempre a través de los nombres o los conceptos que se han heredado o que usan. La autora realiza todo un análisis del significado y la genealogía del término “cultura”, igual de problemático que los adjetivos “primitivo” y “salvaje”. Michel Foucault, en el prólogo de Las Palabras y las Cosas(1968), que, según el autor, empieza a partir de un texto de Borges, menciona que “Los códigos fundamentales de una cultura (…) fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá” (Foucault, 1968, p. 7). Si esto es cierto, ¿en qué punto las palabras “primitivo” y “salvaje” ayudaron a construir un discurso apoyado en subrayar la inferioridad de ciertas sociedades y de individuos, y que resultaba conveniente para que, a través de la comparación, las sociedades a las que pertenecían estos intelectuales sean vistas como cunas del conocimiento, como dadoras de luz o como científicas? Esas palabras, por cierto, muy probablemente no tenían un referente fijo para aquellos que eran nombrados de esa forma. Al nominarlos así, tanto textos históricos, antropológicos como literarios ayudaron a formar una imagen equívoca de los “otros”, volviéndolos más susceptibles a que sean individuos subalternos, inferiores, arcaicos, completamente alejados del conocimiento y de la reflexión racional, pero nunca miembros de una sociedad, nunca comunidades que deben ser integradas o incluidas, siempre en el margen, actuando solamente en los bordes y periferias.


Lo más acertado sería realizar un rastreo de quién fue el primero que usó las palabras «primitivo» y «salvaje» para describir a un conglomerado social. O, más bien, bajo el paraguas de qué texto se extendió y se hizo común usar estos términos para separar y dividir, señalar diferencias, excluir, demostrar poder sobre los otros o incluso ejercer violencia sobre ciertas comunidades. La Antropología, al igual que otras ramas de las ciencias sociales y humanas, tiene su origen en la curiosidad científica y en el afán de describir, catalogar y clasificar. Su deseo de conocimiento, en sus inicios, tenía que ver con la idea de dominación: conocer para subyugar, indagar para legitimar y conquistar. Es por esto que los primeros imperios enviaron cronistas o viajeros a sus colonias a registrar costumbres, usos y poblaciones, que a la larga tendrían que ser calificadas como “salvajes” o “primitivas” para que así deban incorporarse a la “civilización” bajo su guía, tutelaje y explotación. Esto, además, muestra también las formas en las que se organizaba el mundo y cómo empezaron a ubicarse los centros y los márgenes.


Diccionario: definición y clasificación


Una de las mejores formas para entender la catalogación, clasificación y definición es a través de un diccionario. Cosas, objetos, palabras, conceptos, comunidades e incluso personas se reúnen en un volumen textual que categoriza, define y determina. ¿De qué discursos, entonces, vienen acompañadas en los diccionarios actuales las palabras mencionadas?


primitivo, va.

Del lat. primitīvus.

1. adj. Primero en su línea, o que no tiene ni toma origen de otra cosa. 2. adj. Perteneciente o relativo a los orígenes o primeros tiempos de algo. 3. adj. Dicho de un individuo o de un pueblo: de civilización poco desarrollada. Apl. a pers., u. t. c. s.
4. adj. Perteneciente o relativo a un pueblo primitivo.
5. adj. Rudimentario o elemental.
6. adj. Esc. y Pint. Dicho de un artista o de una obra artística: de una época anterior a la que se considera clásica dentro de una civilización o un ciclo, y en especial anterior al Renacimiento o a su influjo. Apl. a pers., u. t. c.
7. adj. Gram. Dicho de una palabra: que no se deriva de otra de la misma lengua.


salvaje

Del cat. y occit. salvatge.

1. adj. Dicho de una planta: que ha crecido sin ser cultivada. Hiedra salvaje.
2. adj. Dicho de un animal: no domesticado.
3. adj. Dicho de un animal: feroz.
4. adj. Dicho de un terreno: montañoso, áspero y no cultivado.
5. adj. Primitivo o no civilizado. Apl. a pers., u. t. c. s.
6. adj. Falto de educación o ajeno a las normas sociales. U. t. c. 7. adj. coloq. Cruel o inhumano. Le impusieron un castigo salvaje.
8. adj. coloq. Dicho de una actitud o de una situación: que no está controlada o dominada.


primitive

ADJECTIVE
Relating to, denoting, or preserving the character of an early stage in the evolutionary or historical development of something.
1.1 Relating to or denoting a preliterate, non-industrial society or culture characterized by simple social and economic organization. ‘primitive people’
1.2 (of behaviour or emotion) apparently originating in unconscious needs or desires and unaffected by objective reasoning. ‘the primitive responses we share with many animals’
1.3 Of or denoting a simple, naive style of art that deliberately rejects sophisticated artistic techniques. ‘the Fauves saw primitive art as liberating forces.
Very basic or unsophisticated in terms of comfort, convenience, or efficiency.
Not developed or derived from anything else.


savage

ADJECTIVE
(of an animal or force of nature) fierce, violent, and uncontrolled.
‘packs of savage dogs roamed the streets’.
1.1 Cruel and vicious; aggressively hostile. ‘a savage attack on the government
(of something bad or negative) very great; severe. ‘the decision was a savage blow for the town’
(chiefly in historical or literary contexts) primitive; uncivilized.
3.1 (of a place) wild-looking and inhospitable; uncultivated.

Si las definiciones dan aún a estas palabras la libertad para calificar, ¿cómo salir del embrollo? Lejos de querer cambiar textos escritos hace más de un siglo, este ensayo intentará subrayar lo peligroso que es nombrar y categorizar. Además, pretende ubicar o plantear un debate que, lejos de ser arcaico, nos compete y cuestiona de forma constante en la actualidad.


Leach y la decodificación simbólica


Edmond Leach (1910-1989) fue un antropólogo que, a partir del estructuralismo, problematizó alrededor del uso del lenguaje y la estructura simbólica del mismo[1]. Para el autor, es casi imposible que los antropólogos o los académicos lleguen a entender de manera “objetiva” las costumbres y los comportamientos de otros pueblos hasta no comprender el código en que se desempeñan. Este código no debe ser entendido meramente como palabra, sino que también se refiere a “las diferentes dimensiones no verbales de la cultura”: vivienda, vestimenta, música, comida y alimentos, además de cómo se realiza su preparación, gestualidad, pose, entre otros. Para Leach, todas estas dimensiones “se organizan en conjuntos estructurados para incorporar información codificada de manera análoga a los sonidos y palabras y enunciados de un lenguaje natural” (Leach, 1989, p. 1). Su argumento será que todos decodificamos los símbolos, no solo a partir del habla, sino también a través de todos los sentidos.


Me interesa el punto de Leach por una razón en especial, y es que, si bien muchos escritos antropológicos usaron categorías como la de “primitivo” y “salvaje”, estas palabras no actuaban solas. Más bien estaban acompañadas de todo un aparato textual que minimizaba las características de los allí retratados. Este afán puede entenderse no solamente por los contextos sociales y culturales de la época en Occidente, sino también por una intención de dar credibilidad a sus escritos. Si las descripciones de ritos, mitos, tradiciones y prácticas, entre otros elementos de una sociedad, proponían las palabras mencionadas y eran construidas por agentes totalmente ajenos a esos pueblos, ¿cómo no mirar con sospecha las intenciones de este sector intelectual? Como bien señala Leach: “Un símbolo particular creado en un sueño o en un poema, o en una ‘manifestación simbólica’ de tipo no verbal, recién inventada, no logrará transmitir información a los demás hasta haber sido explicado por otros medios” (Leach, 1989, p. 16).


El antropólogo es de los primeros en dudar de los signos y de la dicotomía que había legado Saussure, en un libro que fue escrito por otros y no por él —como los libros que se estaban escribiendo y que se habían escrito sobre los pueblos africanos, australianos y americanos—: “i) los signos no se presentan aislados; un signo es siempre miembro de un conjunto de signos contrastados que funcionaba dentro de un contexto cultural específico. ii) un signo sólo transmite información cuando se combina con otros signos y símbolos del mismo contexto” (Leach, 1989, p. 19). Entonces, las fuerzas adscritas en este contexto ayudaron a escribir textos que forjaban las ideas de lejanía y lo inhóspito, de lugares donde habitaban ciertos grupos humanos que fueron llamados “primitivos” y “salvajes”: los adjetivos que calificaban a los “otros” lo cambiaron todo.


La imagen acústica de la que tanto habla Saussure[2], y que ha sido tan problematizada por algunos teóricos, se vuelve indispensable para entender este punto. Arbitrariamente, las palabras y los textos usados para describir a estas comunidades provocaban una imagen acústica y todo un entramado simbólico y discursivo que se ligaba a características negativas. La imagen del otro está siempre en detrimento, por lo que me sumo al pensamiento de Leach, para quien la imagen no solo era acústica, sino también sensorial. Asimismo, es preciso mencionar que estos discursos sirvieron también para garantizar la disciplina antropológica y fueron vínculos para que toda una sociedad conociera sobre pueblos alejados de su “civilización”. El mismo Leach se dacuenta de estas consideraciones; para el autor, la arbitrariedad con la que se aplican los nombres implica un problema (Leach, 1989, p. 24-25).


Al adjetivar arbitrariamente a ciertas sociedades y al volverlas parte de una convención social, las ubicamos en antagonismo: las comparamos porque, para que haya algo primitivo, debe haber algo civilizado. Por esta razón, no solo son problemáticos estos adjetivos, sino también el conjunto de palabras con las que estaban acompañados; las descripciones que les seguían cumplían un objetivo específico: ponerlas en antagonismo con la “civilización”. Los “primitivos” y “salvajes” dieron una razón de ser a una disciplina y ayudaron a conformar la imagen de algunas sociedades occidentales como “civilizadas”. Es decir, crearon un “otro” que se objetivizó y que se minimizó como ser humano; fueron estas primeras descripciones las que los volvieron parte de un sistema que legitimaba su subordinación, explotación y colonización.


Lévi-Strauss y lo salvaje: categorizar al pensamiento


No hay nada como los salvajes, los campesinos y la gente de provincia para estudiar a fondo sus asuntos en todos los sentidos; también, cuando lleguen del pensamiento al hecho, encontráis las cosas completas” (H. de Balzac. Les Cabinet des antiques).


Claude Lévi-Strauss (1908-2009) no empezaría una de sus grandes obras con una cita al azar. La misma tiene que ver, de hecho, con todo el texto en general, en donde el teórico francés trata de desentrañar la forma en que los seres humanos piensan[3]. Las estructuras de lo cognitivo serán vitales para Lévi-Strauss porque, a partir de estas ellas, así como de órdenes y calificaciones, se entienden los seres humanos en general.


¿Qué pasa, sin embargo, cuando esos seres humanos no son iguales y están divididos entre “primitivos”, “salvajes” y “civilizados”? ¿Qué pasa cuando las categorías para organizarlos son impuestas desde lógicas que no han sido convenidas por ambas partes y que han resultado de la arbitrariedad y la imposición? El trabajo de Lévi-Strauss se destaca ya que, desde el inicio de la obra, intenta no calificar el pensamiento del otro: “Durante largo tiempo nos hemos complacido en citar esas lenguas en las que faltan los términos para expresar conceptos tales como los de árbol o de animal, aunque se encuentren en ella todas las palabras necesarias para un inventario detallado de las especies y de variedades. Pero al mencionar estos casos en apoyo de una supuesta ineptitud de los ‘primitivos’ para el pensamiento abstracto, en primer lugar, omitíamos otros ejemplos, que comprueban que la riqueza en palabras abstractas no es patrimonio exclusivo de las lenguas civilizadas”(Lévi-Strauss, 1997, p. 11).


Al encerrar en las comillas el término, pareciera que Lévi-Strauss intenta no caer en la trampa del lenguaje: “En toda lengua, el discurso y la sintaxis proporcionan las lagunas del vocabulario” (Lévi-Strauss, 1997, p. 11). Para el autor, las palabras y sus nombres tienen poder para determinar, y estas determinaciones son las que vuelven a esa posibilidad de nombrar un arma que debe ser usada con cuidado.


Como bien menciona el autor en varias partes de su extensa obra, para los miembros de estas sociedades es el deseo lo que guía su pensamiento. Los indígenas —según el autor— nombran también los objetos, principalmente plantas y animales, que no les son útiles, para armar intrincados sistemas clasificatorios. Queda claro que la función de su pensamiento está más allá de los fines meramente prácticos, como bien menciona Lévi-Strauss más adelante, pues es la exigencia del orden lo que guía la base de todo pensamiento, independientemente de que sea “primitivo” o no: “Toda clasificación es superar al caos; y aun una clasificación al nivel de las probabilidades sensibles de una etapa hacia un orden racional”(Lévi-Strauss, 1997, p. 33). Entonces, los “primitivos” están vía a elaborar un pensamiento racional, por lo que la balanza sigue inclinándose hacia el lado de los científicos, quienes siguen desprestigiando a un conglomerado social, aun a pesar de sus esfuerzos contradictorios por evitarlo.


Son dignos de mención, al menos en este texto de Lévi-Strauss, pasajes como estos: “Por lo demás, subsiste entre nosotros una forma de actividad que, en el plano técnico, nos permite muy bien concebir lo que pudo ser, en el plano de la especulación, una ciencia a la que preferimos llamar ‘primera’ más que primitiva”(Lévi-Strauss, 1997, p. 35). El autor podría serun pionero en entender lo peligroso que resulta usar ciertas categorías: “Entre el absurdo profundo de las prácticas y las creencias primitivas, proclamado por Frazer, y su validación especiosa por las evidencias de un pretendido sentido común, invocado por Malinowski, hay lugar para toda una ciencia y para toda una filosofía”(Lévi-Strauss, 1997, p. 114). Se destaca, a su vez, la lucha constante por tratar de alumbrar el pensamiento de lo que él llama “salvaje”, para dotarlo de significados, para probar que sus clasificaciones no solo responden a la vida utilitaria y pragmática: “Las lógicas práctico-teóricas que rigen la vida y el pensamiento de las sociedades llamadas primitivas están movidas por la exigencia de las separaciones diferenciales (…). Ahora bien, lo que importa, tanto en el plano de la reflexión intelectual como en el plano práctico, es la evidencia de las separaciones, mucho más que su contenido; forman, una vez que existen, un sistema utilizable a la manera de un enhebillado que se aplica, para descifrarlo, sobre un texto al que su inteligibilidad primera de la apariencia de un flujo indistinto, y en el cual el enhebillado permite introducir cortes y contrastes, es decir, las condiciones formales de un mensaje significante” (Lévi-Strauss, 1997, p. 112).


Al dotar de significación al pensamiento “salvaje”, Lévi-Strauss sí marca un antes y un después, sin embargo, incluso él está inscrito dentro de un sistema de clasificación y subordinación. ¿Por qué un texto que aborda cómo “las otras sociedades” mal llamadas “primitivas” piensan, ordenan y jerarquizan y no actúan solamente por fines utilitarios, cómo también buscan el pensamiento, la reflexión y estructuras de pensamiento que ordenan el mundo, y cómo esas formas son distintas pero no desiguales, tuvo que titularse El pensamiento salvaje? De nuevo, la contradicción separa, compara, atribuye y ubica. Lévi-Strauss también clasificaba el mundo y, así, la alteridad siguió creciendo, inmutable.


Assad y la voz de aquellos “otros”


Talal Assad, en un recuento de cómo la antropología ayudó a que el colonialismo triunfe, traza una ruta para entender cómo los miembros de una disciplina tuvieron una agencia en la subordinación de aquellos pueblos que se pretendían estudiar. Como menciona el autor, en la Introducción de Anthropology and the Colonial Encounter (1975), los libros de texto (de antropología) “que parecían útiles, ya no lo son; monografías que solían parecer exhaustivas ahora parecen selectivas; interpretaciones que una vez parecían llenas de discernimiento ahora parecen mecánicas y sin vida» (Assad, 1975, p. 10). Y es que las interpretaciones realizadas en los textos de finales del siglo XIX y principios del XX parecieran relatos de tiempos estáticos, de comunidades prístinas, mágicas, en donde los individuos carecen de movilidad y en donde se han estacionado todas las edades de la Tierra.

Assad también hace hincapié en lo que se pretendía estudiar en la Antropología social: pueblos más simples, comunidades “primitivas”; sin entender que los fenómenos no son únicos. Es interesante que Assad no problematice la palabra “primitivo” como un resorte de otras categorías simples, en las que siempre se usa el prefijo “pre-”:preliteral, prealfabeto. Las sociedades no fueron vistas como dinámicas y fueron medidas a partir de parámetros y estándares impuestos desde ejes equívocos y distantes. El otro no fue entendido como un ser humano: fue un instrumento al que se podía dominar con el fin de explotarlo y estudiarlo, a veces, al mismo tiempo.


La Antropología, para Assad, estuvo arraigada en un encuentro de poder sumamente desigual, que ayudó también a consolidar el poder de la burguesía de algunos países de Europa. Fue en este encuentro cuando los antropólogos se encargaron de direccionar la información que se obtenía de aquellos pueblos que se estaban estudiando y los ubicaron en el Tercer Mundo. Todo el conocimiento e historia recolectados, por lo tanto, sirvió solamente para acentuar las desigualdades entre unos y otros. Los antropólogos tal vez se olvidaban del dicho scripta manent, verba volant y de que sus escritos se mantendrían ahí, todavía, en un lenguaje académico, en una lengua distinta; textos que pretendieron traducir a todo un conglomerado social que, en muchas ocasiones, ni siquiera lo había solicitado.


Los antropólogos cayeron en un problema ético del cual no se sabían parte, porque el uso que se dio al conocimiento extraído y la forma en la que se escribieron sobre ciertos temas ayudaron a que se cuenten con las herramientas necesarias —en algunos casos— para destruir o desplazar a pueblos enteros, para la venta y trata de personas, para la expulsión de miles de individuos fuera de su tierra, para la explotación. La objetualización del otro tuvo consecuencias graves, sin embargo, los antropólogos fungían aún como políticamente neutrales.


Esta supuesta neutralidad política también es anotada por uno de los colaboradores de la publicación de Assad, Wendy James (The Anthropologists as Reluctant Imperialist), quien menciona que, si bien en los primeros textos antropológicos se puede observar una persistencia en recalcar la supremacía cultural y racial de los “blancos”(gobernantes coloniales, colonos blancos locales y allá, en casa —Inglaterra, Francia—), los antropólogos rara vez tenían un sentido político activo. James, en su artículo, opina más bien que el trabajo antropológico estuvo orientado por una cuestión moral más que política (1975, p. 44). Uno de los ejemplos que pone es el de Evans Pritchard: “En conclusión, podemos dirigirnos a los administradores y misioneros y médicos cuyas vidas se pasan entre personas primitivas en África (...). Podemos dejar a los nativos decidir entre el bien y el mal, la moralidad y la inmoralidad, el bien y el mal, el crimen y la ley. (...) Por último, podemos hacer bien en reflexionar que la mente sensible a los cuentos de brujería revela su propia crudeza, ya que a menudo se ha demostrado que cuando dos civilizaciones entraron en contacto el otro es siempre acusado de hechicería” (Evans Pritchard citado en James, 1975, p. 45).


En este apartado, se puede ver que la carga moral jugaba un papel determinante dentro del juicio de los antropólogos a la hora de establecer categorías y de denominar al otro. James también citará a Raymond William Firth para aclarar que la carga moral tampoco anula que el científico venga cargado de suposiciones y predisposiciones “basadas en su educación y ambiente social, su disposición temperamental, sus valores estéticos. Puede considerar la cultura de un conjunto primitivo, medio desnudo de personas en una isla de Salomón como una forma de vida agradable, dando expresión a la individualidad de sus miembros en formas ajenas a la civilización occidental” (Firth citado en James, 1975, p. 48).


Firth incluso menciona que el antropólogo puede empeñarse en hacer que esta sociedad perdure y se preserve en sus costumbres lejos de injerencias ignorantes y prejuiciosas (Firth citado en James, 1975, p. 48). Sin embargo, en los dos partidos se puede notar la carga moral que ambos antropólogos llevan. Las observaciones que se plantean ayudan a entender que ellos mismos se consideraban los protectores o los únicos traductores de estos pueblos. A sus ojos, los individuos de estos lugares debían cuidarse porque estaban indefensos y, en algún sentido, esto era verdad porque estaban siendo sometidos, explotados y exterminados, bajo distintas formas y mecanismos.


Lejos ahora de la carga moral, en otro de los artículos incluido por Assad, Peter Forster, en “A Review of the New Left Critique of Social Anthropology”, también problematiza tanto la objetualización como la nominación de estos pueblos como “primitivos”. Forster se ayudará de Goddard para señalar el mal uso del término “primitivo”. El autor se pregunta por qué se estandarizó el uso del adjetivo “primitivo” en vez de “colonizado” (1975, p. 25). Otro de los que se une a esta voz es Leclerc, quien sugiere que si bien no se puede quitar ciertas culpas a la Antropología Funcionalista, esta no tenía una concepción clara del colonialismo como un sistema. Además, señala que hay un uso ambiguo del término “primitivo” en el trabajo antropológico de esta escuela (Forster 1975, p. 34), tal y como se ha intentado hacer en este ensayo.


Corolario


Quisiera citar de nuevo a James para empezar el proceso de cierre de este ensayo, de este grosso modo. No deseo, con él, inculpar o deslegitimar a autores y textos que sirven y que han servido para hacer estudios serios, y que han ayudado también a forjar un aparataje crítico. Sin embargo, hay que observarlos como textos productos de una época que resultaron de la visión de un conglomerado –sobre todo masculino– que obedecía a su tiempo y a su historia (individual y colectiva): “Así, paradójicamente, el período colonial abrió el camino para la creación de un cuerpo de literatura que reflejaba la crítica sobre la situación predominante y la filosofía política que la justificaba. Por lo tanto, veo al antropólogo colonial como un radical frustrado, a sus pretensiones de estatuto científico, a la separación de su obra de cualquier aparente punto de vista moral o político y a la confesión de su utilidad práctica, determinada en gran medida por la necesidad de hacer una convincente para la supervivencia y expansión de su tema” (James, 1975, p. 50).


Empero, sí quiero resaltar la labor de ahora, la que se debe emprender, la que nos obliga a dudar constantemente de nuestra herramienta principal que es el lenguaje, un lenguaje que ha estado ahí para construir la historia que ha condenado a tantos y que ha vanagloriado a otros. Esta historia que fue escrita de manera desigual puso en desventaja a unos individuos por haber nacido en el lado equivocado del mundo. Es una historia que los ha juzgado por no tener un mismo lenguaje, por explicar de otras formas los fenómenos, por la forma en la que sobrevienen del caos y clasifican el mundo.


Esa historia nos hizo el otro de un aquel; nos puso dos nombres que no eran ni sujetos ni sustantivos, sino adjetivos “primitivo” y “salvaje”; e impuso una moralidad de la que no estábamos al tanto. Esta historia se escribió ayudada por esas narraciones antropológicas. Nos hizo parte de un sistema en el que estaba bien ponernos en el tercer puesto de unos mundos, en un orden que no sabíamos cómo fue establecido. Nos puso a competir usándonos como carnada académica, como dato empírico; fuimos un objeto más que un sujeto. Al nominarnos, siempre en desventaja, ayudamos a conformar un sistema desigual, que se ha mantenido casi estático, que ha perdurado y que sigue, de manera continua, señalándonos como el otro.


[1] La obra seleccionada de Leach para esta discusión es Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos: una introducción al uso del análisis estructuralista en la antropología social.


[2] Sobre este punto también caerá en cuenta Lévi-Strauss: “Ahora bien, existe un intermediario entre la imagen y el concepto: es el signo, puesto que siempre se lo puede definir, de la manera iniciada por Saussure a propósito de esa categoría particular que forman los signos lingüísticos, como un lazo entre una imagen y un concepto, que, en la unión así realizada desempeña respectivamente los papeles de significante y significado. Como la imagen, el signo es un ser concreto, pero se parece al concepto por su poder referencial: el uno y el otro no se relacionan exclusivamente a ellos mismos, sino que pueden sustituir a algo que no son ellos” (1997, p. 37-38).

[3] La obra escogida para este análisis es El pensamiento salvaje.

Referencias

Asad, T. (1975) (ed.). Anthropology and the Colonial Encounter. Ithaca Press.

Crehan, K. (200). Gramsci, Culture and Anthropology. University of California Press.

Foucault, M. (1968). Las palabras y las cosas: una arqueología de las Ciencias Humanas. Siglo XXI Argentina.

Forster, P. (1975). “A Review of the New Left Critique of Social Anthropology”, en T. Asad (ed.). Anthropology and the Colonial Encounter. Ithaca Press.

James, W. (1975). “The Anthropologist as Reluctant Imperialist” en T. Asad (ed.), Anthropology and the Colonial Encounter. Ithaca Press.

Lévi-Strauss, C. (1997). El pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica.

Leach, E. (1989). Cultura y comunicación. La lógica de la conexión de los símbolos: una introducción al uso del análisis estructuralista en la antropología social. Siglo XXI España.

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