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Siberia o la madre bifronte Nacer herido de muerte

Ensayo

Siberia o la madre bifronte: "Nacer herido de muerte"

Alejandra Vela

Número revista:

4

Tema dossier

Recuerdo el dolor extremo (si ese adjetivo calza apenas para describirlo) durante el parto de mi hija como el momento en que dejé de ser yo y me volví cuerpo. Este se hizo tan presente que me borré; fui nada más que cuerpo. En cada contracción, mi mente se alejaba de la existencia y yo solo rogaba que aquello parara para que pudiera volver a ser o muriera de una vez por todas. Stephen Burwood (2012) habla sobre la experiencia del dolor en la que nuestro cuerpo aparece violentamente ante nuestra conciencia; se hace presencia única. Cuando no nos duele nada, en cambio, este pasa desapercibido y nos olvidamos de él. El dolor trae el cuerpo al primer plano de la percepción, pero a la vez produce una sensación de disociación, en la cual deviene otredad para su propio dueño; algo así como un acercamiento a la muerte porque con el dolor me parece extraña la parte afectada, como si no fuera parte de mí. El embarazo y el parto, en cualquiera de sus formas, en cuanto procesos radicales corporales de la mujer, llevan al individuo a un sentimiento similar al descrito por Burwood (2012): la madre al parir se convierte en cuerpo puro, condición del ser que lo ata a la vida, pero al mismo tiempo lo revela susceptible a la muerte. La gestación y el acto de parir configuran la corporeidad femenina como espacio ambiguo, donde el cuerpo se presenta extraño y devela que vida y muerte son opuestos que se juntan en la paradoja de la madre. Justamente, la novela corta de Daniela Alcívar Bellolio, Siberia (2018), trata de la pérdida de un hijo como la revelación directa y sin filtro, brutal, de la condición abyecta de la maternidad: al dar el don de la vida, concede también el don de la muerte.


El embarazo es extrañeza del propio cuerpo. Dentro de una aparece otro, que habita las entrañas. La mujer preñada acoge un ser en su interior que es ella y no a la vez, y eso le causa sentimientos encontrados: la protagonista de Siberia siente felicidad de su embarazo, aunque siempre acompañada de extrañeza: “Un pálpito, un latido. No. Un peso inmenso en el centro del pecho, de repente. Súbito, un hilo tirando de mi corazón desde el centro de la tierra, desde las profundidades de la tierra. Un animal reptando de mi pecho a mi garganta. Un animal sin rostro que apareció sobre el diafragma, o en algún punto del esternón, y empezó a caminar sin aviso y sin razón, o casi” (p. 47). La aparición de la vida en su centro la relaciona con los misterios del universo que no entiende del todo y la hacen sentir extraña ante el huésped, aquel ser animal que habita su vientre.


No es solo imaginar que extrañamente hay un ser dentro de una (como un gusano en el estómago), sino la certeza de que el cuerpo entra en metamorfosis evidente: “Es una especie de sorpresa, cada vez, la tirantez de mi piel en la panza, el crecimiento de los senos que ha desgarrado un poco mi piel en estrías alrededor de los pezones” (p. 54). Luego agrega la protagonista: “Me miro el cuerpo abombado que tengo ahora. Como si algún mérito me correspondiera en esta fluidez de la vida que me habita (…) Y la acaricio porque nada me debe, porque no ha habido voluntad, sino solo azar, en su aparición, porque es un amor súbito y verdadero el nuestro” (p. 55). La mujer se sabe habitada y se encanta y sorprende con el milagro de la transformación corpórea. También se fascina con la posibilidad de conceder vida, de nacer como madre con su hijo y morir un poco al darle vida: “Ahí me veo, habitada por otro, en progresiva expansión, fluyendo con sangre y vida en el cuerpo pequeño de mi hijo, siendo otra, otra más, cada día muriendo para dar vida” (p. 57).


La protagonista se siente alegre por su maternidad; no obstante, hay a través de la narración un sentido de extrañeza hacia la vida de los cuerpos. La carne en su mente no es estática, sino fluida, se abre, se desgarra, queda herida. Son pensamientos sobre su cuerpo y de los otros que apuntan al trágico desenlace. Imagina los tejidos de su mano afectada por una alergia transformándose como lo hacen los de su vientre preñado: “Si es posible llamar sonido a lo que nadie escucha, si una frecuencia emitida por la abertura de unas fibras ínfimas de dermis puede ser llamada sonido, si yo puedo soñar que escucho ese crepitar de mi carne abriéndose por grietas inflamadas, rojas y púrpuras, la contemplación magnificada por el sueño de un adentro que florece, se expone en su rubor  de entraña, corta la superficie y sale, sale para respirar. La carne sale para respirar y luego se pudre o se ahoga, se hace pus, se hace costra que siempre vuelvo a rascar” (p. 27). La descripción de su proceso alérgico se vuelve alegoría de su maternidad: el cuerpo se hincha y se desgarra imperceptiblemente en ese otro que la habita hasta que sale a la luz para respirar, pero aquella carne que quiere vivir fuera del cuerpo no lo logra; entonces se pudre, es cadáver. Queda la madre con los brazos vacíos y la herida que se rasca una y otra vez, lo que aviva el dolor de la pérdida.


La ambigüedad de los cuerpos que habitan la frontera entre la vida y la muerte es una constante en la novela y revela la paradoja de que vivir solo es signo de morir. El cadáver, para Julia Kristeva (2015), es la mayor expresión de abyección porque es el ser que ya no es ser; es un individuo con nombre y todo, pero al mismo tiempo es cuerpo inerte, comida de gusanos, ser fronterizo. La protagonista, antes de saber que está embarazada, encuentra el cuerpo de un ratón muerto en la calle: “Me acerqué a mirarlo porque parecía apenas dormido: quieto y pacífico (…) tan muerto que parece dormido” (p. 50). Más adelante, ante el cuerpo de su hijo sin vida, afirma siniestramente de forma paralela: “El rostro de mi hijo, tan tranquilo que parecía dormido” (p. 58). Es la revelación fatal de la relación íntima y universal entre la vida y la muerte, que no distingue entre especies: nacer es necesariamente morir. Se pregunta “¿cómo le iba a explicar a Julián que un ratón me acaba de mostrar un paisaje que nunca había conocido pero que estuvo siempre dentro de mí?” (p. 52). El encuentro con el hijo muerto le revela la abyecta figura de la madre (ella misma) que da vida, pero al hacerlo irremediablemente concede la muerte. Destino universal. Ella encarna la paradoja de la madre: da vida para quitarla.


Por eso, el desgarramiento de la carne, que bien podría ser una alegoría del nacimiento (la separación violenta de la madre) o simplemente una herida, es descrito como aquello que en busca de vida encuentra la podredumbre: “La carne abierta se deshace de la piel para poder salir a buscar su forma: ese es su prodigio y como nunca encuentra su forma, como siempre va hacia otro lugar, como siempre puede seguir desplegando su belleza de carroña, es eterna como el mundo” (p. 90). Más adelante en la novela, al describir un perro muerto, dice: “La carroña al sol es un paisaje irrepetible, se expone al mundo, como predicando alguna soberanía de lo podrido, que es fuente inagotable de vida” (p. 116). El nacimiento, el desgarramiento de la madre en otro ser, se plantea como parte de una renovación eterna de la materia en la generación de la vida a través de la muerte. La pérdida del hijo, la imagen de su cuerpecito muerto, le revela a la protagonista que la madre cuando da vida a un ser también le concede el trágico sino. Ella encarna la gran herida que expulsa carne que quiere respirar, su hijo, pero que termina siendo un cuerpo muerto que se pudre. Se siente dadora de muerte: “Maté y seguí viva” (p. 92) dice evitando cerrar los ojos para no ver la imagen de su hijo muerto. ¿No es acaso la muerte de nuestros hijos lo que todos los padres evitamos pensar? ¿Acaso las madres no damos también a luz a la muerte de los hijos? La pérdida de la protagonista muestra lo que las madres que han llegado a término solo postergarán. Se revela también que la madre es el dios Jano: ve siempre hacia la vida y al mismo tiempo hacia la muerte. Kristeva la llama “La madre bi-fronte” (p. 209), porque “nos da la vida pero sin el infinito” (p. 211). Dice esta autora que es el “Momento enloquecedor donde los opuestos (vida/muerte, femenino/masculino) se juntan para formar probablemente más que un fantasma defensivo contra el poder persecutorio de la madre: una alucinación pánica de destrucción del adentro, de interiorización de la muerte consecutiva a la abolición de los límites” (pp. 212-13). La madre en la novela se percata de su doble función: ha matado a su hijo al darle vida y esto la lleva al límite de la existencia, a la frontera de la significación: al otro lado está la nada, Siberia.


El huésped que ha vivido, crecido y se ha alimentado de ella por unos meses le deja una herida para siempre. Parir siempre es el desgarramiento del propio cuerpo, que queda herido, marcado. Como una amputación donde la otra parte cobra vida, o no. La protagonista de Siberia queda marcada después de su cesárea; el suyo es un cuerpo herido en el vientre, como un tatuaje que le recuerda que es dadora de muerte. La herida se vuelve una constante en la narración, en cuanto es signo de la pérdida: la llevará en el cuerpo para siempre. Dice la protagonista: “pienso en la línea púrpura sobre mi piel, en la parte más baja de mi vientre, la imagen impecable, amada y temida de mi hijo entre mis brazos, muerto y perfecto (…) Hay solo una línea corta pero infinita que me surca afuera y adentro, que ha abierto mi cuerpo y lo ha dejado partido y vacío” (p. 103). No puede alejarse de su tragedia porque la lleva en la piel. El proceso traumático por el que pasó queda grabado para siempre en el vientre partido.


En la narración, hay otros seres heridos como su gata enferma y el perro que salva de los vecinos. Este último tiene el cuello en carne viva por la soga con la que lo amarraron de cachorro y que no aflojaron a medida que iba creciendo. Hay nuevamente un paralelismo entre el animal y su propia experiencia corporal: “Era una herida lineal, que rodeaba todo el cuello, en la parte lateral tenía un agujero del que salían gusanos. Traté de no pensar en mi propia herida” (p. 99-100). Heridas y cicatrices son testimonio de un dolor pasado que les acercó a la muerte. Ambas atestiguan que la carne viva termina por podrirse.


Su cuerpo, después de la pérdida, se siente incompleto, despojado; algo así como amputado. Se convierte en cuerpo nada más, cuerpo torturado por un sistema obstétrico que lo trata sin dignidad. Así describe su experiencia en el hospital: “La vida me derrota cuando vuelvo a sentir la rigidez de mi cuerpo atravesado por una estaca que no se ve” (p. 144). Los enfermeros la desnudan y le pasan paños por las axilas, el ano y la vagina, como a un cuerpo sin alma. Como a una niña, le limpian también los mocos y le cambian el paño de la herida. Luego las enfermeras de rosa llorando le exprimen los senos hinchados de leche que quedan amoratados por sacar apenas unas pocas gotas, que nadie tomará. La existencia después de un proceso corporal tan fuerte (embarazo, pérdida, cesárea) está atravesada únicamente por el cuerpo: “Nunca antes mi cuerpo había sido un ancla tan mortal a tierra, tan pesada e invencible” (p. 145). De manera violenta, le han despojado de una parte de sí: “Repito vida, vida y vida para no dejar de recordarme que es esto lo que tengo, una vida desbordante y desbordada por la muerte de mi adentro” (p. 104). Se queda con un agujero en el vientre, que es la muerte del hijo, evento único en su universo: “No existe nada más que esto. Nada más que la hendidura que llevo conmigo como un lugar” (p. 106). La falta habita su vientre, sus senos y sus brazos que acunan la nada.


La visita del huésped en Siberia, del hijo en la madre, deja una cicatriz, la herida, que devela la compleja red entre vida y muerte que se entrevé en la concepción de la maternidad en nuestra sociedad. Veo a mi hija de seis años con la sonrisa en la cara, tan llena de energía, y no quiero cerrar los ojos porque me pueden mostrar lo que quiero postergar infinitamente. La pérdida del hijo es la revelación de la condición abyecta de la madre bifronte de Kristeva, aquella que da vida sin el infinito.

Referencias
Alcívar Bellolio, D. (2018). Siberia . Luna de bolsillo.
Burwood, S. (2012). Turned into Body by the Other. En Gonzalez-Arnal, S., Jagger, G., Lennon, K. (Eds.). Embodied Selves. Palgrave Macmillan.
Kristeva, J. (2015). Poderes de la perversión. Siglo XXI.

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