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Tres figuras del silencio

Ensayo

Tres figuras del silencio

Edmundo Mantilla

Número revista:

3

Tema dossier

Para Ana


Sauce


Él, por las ruidosas calles, por su inquietud famosa que lanza reproches al origen de aquellos injertos de gases y metales en su aire de madera, con lágrimas de hojas contempla las vidas que son respuestas a su inmovilidad mortificada.


Sauce cano, sauce curvo, ¿lo sabes, lo has pensado? El silencio es el presente. Silencio es lo increado, lo que carece de huella en tu corteza acuosa, lo que de tu madera se forma: escultura viva, puente, túnel.


Como el agua que cae de sus ramas, el mundo es siempre diferente y el mismo. Sabemos que lluvia, personas y ramas vienen del silencio y van a él. Tal vez las flores de amarillo pálido que entrega cerca de marzo permanecerán por unos días. Tal vez alguna flor rivalice con él por ser la primera en mostrarse efímera. ¿Es posible de otra manera apaciguar nuestro corazón?[1] La vereda es el límite de su recelo. Más allá se encuentran los senderos impracticables del asfalto. Sin embargo, dirigirse hacia ellos no es difícil: es inevitable. Nadie escucha quebrarse la negrura, nadie escucha el bosque en el árbol y pocos son los que acarician su pelo extraño y brillante luego de la lluvia, su temblor de carne y luz.[2]


Sauce cano, sauce curvo, a tus pies se perdió Aretusa y sobre tus ramas todavía cuelgan sus vestiduras suaves.[3] De ti colgaron los hombres los trajes de fiesta y la música que llevaban.[4] Tú limpias las tumbas de las personas que viste pasar, pero no las recuerdas; por eso, mantienes lejos y cerca a los espíritus en el bosquecillo de Perséfone.


Una persona desconsolada abraza los nudos del sauce. Si ven que llora, llorarán con él. Si escuchan su silencio, callarán con él, aguardarán, tan cercanas, tan próximas como él está lejos, el viento que significa canción y el antes y después de su silbido. Con el tiempo, la partitura escrita en habas se ha borrado.


Sauce cano, sauce curvo, vives ya muchos años en este mundo despiadado que te recuerda con sus guadañas el borde invisible de tu silencio, no sea que se expanda, no sea que nos encierre, no sea que nos transforme tu cabellera sobre nuestros rostros desconcertados, la provisoria cumbre de ti mismo que cada día escalas.


Algunos pasos incautos quieren participarle los alcances de la pureza humana.[5] Su voto de silencio, he pensado, ¿de qué manera recibe los diálogos apresurados de los conductores, las voces apagadas de los mendigos, la vida fugitiva de los transeúntes?


Sauce cano, sauce curvo, nadie más que tú ha visto los fantasmas de los pájaros que sus nombres cantan. Nadie más que tú ha visto los fantasmas de las nubes que sus nombres dibujan. Confiaban demasiado en los humanos.[6]


Lleva sobre sus ramas los nidos que mañana serán tumbas. Son tan livianos que llora. Y el viento se lleva lágrimas, hojas, pequeñas ramas.


Sauce cano, sauce curvo, conservas el silencio. Es lo único que aferras, pero has de tocarlo como un ser delicado: no de carne; fabricado con los antiguos tesoros de la piedra y el hueso. No hay sonido, no hay llanto, pero el tītī llama en la oscuridad; el búho sonriente no ríe, se estremece.


El sauce camina con sus raíces hacia el seno de lo increado. La noche es el silencio


Eco


El sonido de la oclusión de la laringe

canta.

Paul Celan, Soles filamentos.


Si pudiera, ella, decirlo, decirlo o quizá cantarlo. Cantarlo porque voces cantoras en esta región habitan pocas. Pocas se adentran en las montañas; montañas hasta donde alcanza el lenguaje y el ansia de decirlo se vuelve tenue en cavernas[7]: cavernas para ella como el pozo oscuro de la garganta para el grito.


Gritar, si pudiera, pudiera aludir significativamente al mundo.[8] Mundo, esa cosa que calla en la mañana temprana cuando los pájaros cantan, pero no dicen.


Dicen que los pájaros, cuando el viento sopla desde el norte o desde el este, silban sus propios nombres.[9]


Nombres olvidados. Dados, incompletos, por numerosos hombres. Hombres, de todos, mi nombre, ¿quién lo devolverá?


Devolverá, ella, las palabras postreras con breve uso de su voz. Voz que espera. Espera que, desde lejanos campos, lleguen para arrancarla de esta contemplación de la nada las vivaces, azufres, llamas.


Llamas, viejo halcón que visto desde mi encadenamiento al suelo pareces fantasma, kērangi, hijo de la diosa del fuego, con tu viaje circular llamas lo que siendo queda en nosotros como pasado y, en su paso, para crecer, como de tus plumas la flama, algo escapa.


Escapa, ella, entre los destellos brillantes del sol a través de mis hojas, y en la espesura deja huellas furtivas: voz tan solo y huesos quedan.[10]


Quedan por decirse tantas palabras. Palabras que no encuentro; encontrarlas, ¿dónde? ¿Dónde las encontraré para atenuar el mundo ausente?


Ausente la palabra, perdido el lenguaje, ¿cómo podríamos desprendernos de las cosas, no necesitar en las horas de eclipse la antumbra de su presencia?[11]


Presencia, de las marañas de calles, callas; sobre rostros amados y subitáneas promesas, sobre angostas paredes y multitudes que agitaban antorchas, echas un velo.


Velo, contempla, al que a sí mismo se descubre. Descubre que quien no te mira no te escucha, que quien así se mira, a sí únicamente escucha.


Escucha el lamento del albatros, escucha el pájaro escondido que el futuro canta, canta con el cuervo en la noche estremecida y estremecida deja que sus sonidos, semejantes a personas que conversan, te cuenten de los gusanos que por debajo de tus pies mueven la tierra, de la música de tu planeta cuando gira, y gira, como una antena, hacia el exterior de tu caverna, para encontrar al guardián de canciones y proverbios, el tūī que los maoríes entrenaron para imitar sus voces y cuando sientas que puedes imitarlos recuerda que las voces de todos ya imitas cuando escuchas. ¿Escuchas?


Escucha: la canción del karuwai cuando suena en el amanecer puede revivir a un hombre que muere.[12]


Muere, pues prendido tiene el amor y no hay palabra que lo desprenda, mi cuerpo, como el sonido que viaja por el aire y pierde, entre ondas de otros montes, la palabra propia, así como los huesos se tornan piedra.[13]


Piedra, tu nombre es silencio, tu nombre es Eco.


Casandra


Al anochecer, comenzó la fiesta que tus padres organizaron en el templo de Apolo Timbreo, ornado por columnas que en el futuro serán menos que ruinas. Entonces resplandecían las hogueras; iluminaban las variopintas ropas de verdugos de hombres que regarían de sangre y odio puro, líquido, hermoso,[14] las llanuras sobre las que Troya caía como sombra.


Odio la mugre, la hoguera encendida que anunciará la muerte de mis hermanas y librará al vigía de sus fatigas.[15] Infeliz, contemplabas las constelaciones y otros fuegos. ¿Qué esplendor sería más glorioso? La luz que viste era diminuta, si supieras, si supieras te perderías en la inmensidad de las estrellas. Pero encontrarás más grande tu alegría en tus palabras que en tu pecho y, abandonando el silencio, caerás como la luz del cielo cuando amanece sobre las mortales moradas.


Habías nacido pocos días antes. Tenías un gemelo. Héleno era su nombre y el dios también posaría sobre él sus ojos y sus dádivas. Le regaló un arco con el que cazaba a los pájaros. Les arrancaba los ojos a través de los cuales miraban los dioses. Oculto, en la noche de sus cuencas, podía descifrar el camino por las plumas rojas de los muertos. Escudriñaba las entrañas de las criaturas durmientes. Algunos de ellos escapaban a la tortura fundiéndose en rocas.[16] Tú querías mucho a Héleno. Ambos fueron olvidados en el templo, cuando terminó la fiesta, por sus padres. Cayó sobre ustedes la noche.


¿Qué haces Héleno en la noche argiva? ¿No temes, como yo, sus horas? ¿No recuerdas ya las serpientes que nos cubrieron como el sueño? ¿Qué buscas en el monte Ida, despechado? La Helena que llevó Paris a Troya era una sombra. Cuando corras, huyendo de Odiseo, correrás a la más profunda de tus noches.[17] Serás tú quien abra las entrañas de un caballo de madera y las puertas de la ciudad que protegiste. Bajo la mirada depredadora de Atenea, darás a la muerte un océano de sangre que navegar. Verás a tu madre transformada en perra. Habrás de enterrarla. Tu camino será largo. Si mantienes tu espíritu elevado, Andrómaca será tu compañía en los días menguantes. Algún alma generosa olvidará tu traición. Pero no yo. Caiga sobre ti mi maldición.


Has vivido una vida ruidosa, Casandra. Tu paisaje sonoro era el de los metales y las rocas entrechocados, el de los gritos aterrados de tus padres cuando te encontraron bajo dos serpientes que detenían sus lenguas sobre tus labios. Depositaron sobre ti el comienzo, la palabra inaudible que llevaban en la punta su lengua como un camino bifurcado. Enterrada, Casandra, con los ojos abiertos.[18] Eras una niña y hubiste de callar toda tu vida el signo de una desgracia, hubiste de fingir otras primeras veces, esperando que alguna lo fuera, que alguna novedad de gracia llegara para «purificarte» de aquella «purificación» temprana que fue presentimiento de lenguaje y predicción del jeroglífico que dibuja el río de la historia. Cuando desaparezca aquel río, ninguna voz humana será escuchada: solo el canto de los pájaros, su conferencia, su viaje: ¡miren los problemas del mundo, el descontento, la rivalidad, el aire contaminado, las luchas desesperadas![19] Canta y cae, como un pájaro, como una saeta sobre el corazón del dorado Apolo, Casandra.


He visto el mundo, oh, dios, oh, dioses, ¡oh, tierra! Tú que me arrebatas, Tierra y no Apolo, de nuevo me perdiste. ¿A dónde, a qué morada, me trajiste? Suplicios de horca, asesinatos.[20] Odio esta casa, sus macetas de jazmines, el limbo inmaterial de las cosas materiales, sus intersticios de silencio. Esclava de hombre, mis visiones se ahogan en el confín secreto de mis lágrimas. Ilión, esta es mi batalla, mi gesta, mi historia.[21] Recorreré la alfombra roja. No la extendieron por mí, pero para mí también está reservada la grande y nueva desgracia que meditan estas mansiones.[22] Caerá sobre mí.


En ti habitan la Tierra y sus dioses. Aunque de Agamenón seas esclava, es silencio tu condena. Un juez te ha dicho: ¿por qué congelas nuestra alegría con tus palabras, con tus denuncias, con tus visiones? No calles, Casandra. Grita. Grita para que, cuando llegue el silencio, parezca para los hombres una página que leer en el periódico. Grita para que en el templo de Atenea la diosa te mire y mire al que te ultraja.


¿Quién escuchará a una prisionera? Quienes conocen la palabra ahogada en el ruido de los metales, quienes cortan sus lenguas cuando tejen la red de la vida, quienes habitan el silencio: esas me escuchan. «La transparencia es todo lo que queda», diría el poeta.[23] Oh, dios, oh, dioses, oh, silencio.



[1] Cfr. Kamo no Chomei, Pensamientos desde mi cabaña.

[2] Cfr. Giorgio Manganelli, La ciénega definitiva.

[3] Cfr. Ovidio, Metamorfosis, V.

[4] Cfr. San Juan de la Cruz, Poesías, Otro de el mismo que va por «super flumina Babylonis».

[5] Cfr. Antonio Di Benedetto, El silenciero.

[6] Cfr. Eliot Weinberger, The Ghosts of Birds.

[7] Cfr. Ovidio, Metamorfosis, III.

[8] Cfr. Luis Villoro, La significación del silencio.

[9] Cfr. Eliot Weinberger, The Ghosts of Birds.

[10] Cfr. Ovidio, Metamorfosis, III.

[11] Cfr. Luis Villoro, La significación del silencio.

[12] Cfr. Eliot Weinberger, The Ghosts of Birds.

[13] Cfr. Ovidio, Metamorfosis, III.

[14] Cfr. Ethel Krauze, La Otra Ilíada.

[15] Cfr. Esquilo, Agamenón.

[16] Cfr. Eliot Weinberger, The Ghosts of Birds.

[17] Cfr. Alessandro Baricco, Homero, Ilíada.

[18] Cfr. Octavio Paz, Blanco.

[19] Cfr. Peter Sís, The Conference of Birds.

[20] Cfr. Esquilo, Agamenón.

[21] Cfr. Ethel Krauze, La Otra Ilíada.

[22] Cfr. Esquilo, Agamenón.

[23] Cfr. Octavio Paz, Blanco.

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