Ensayo
Un clásico de guerra
Martín Kohan
Número revista:
Ensayo entrevista
¿De qué forma debió pensar Leopoldo Lugones a Martín Fierro, sino como texto de guerra, para poder postularlo como poema nacional argentino? Debió verlo como una epopeya, y en esa epopeya ver a un héroe, y como sostén de ese héroe a un soldado, para que la idea de situar el poema de José Hernández en el centro del canon literario del siglo XIX cobrase eficacia y pudiese funcionar. Si algo termina de poner en evidencia esta clave de lectura, así sea por la negativa, es la refutación que emprendió Jorge Luis Borges al estimar cuánto mejor habría resultado para el país que su clásico literario hubiese sido Facundo y no Martín Fierro. Porque Borges con sus argumentos atacó exactamente esos puntos: descartó, por empezar, que sea la vibración de las narraciones epopéyicas lo que domina en esos versos, y mostró a cambio que su tono preponderante es más bien el lastimoso, el tono de la queja y el lamento; de eso derivó la imposibilidad de que ese texto erija a un héroe, y razonó que de su personaje (un delincuente y un asocial) no podía obtenerse la más mínima ejemplaridad; por fin, sugirió que contemplar a Martín Fierro como soldado solo servía para revelar su más verdadera condición: la de desertor, la del que desiste de ser soldado. Las razones de Borges terminan persuadiendo a la larga, aunque puedan parecer inviables a primera vista (lo mismo ocurre con la idea de que Pierre Menard fue el autor del Quijote, aunque ya estuviera escrito; o de que Kafka influyó en sus precursores, y no a la inversa). No obstante, no puede decirse que en Martín Fierro no haya guerra, que no haya milicia y combate; el texto que leyó Lugones no va a desaparecer del todo a causa de la apelación esgrimida por Borges. No va a desaparecer del todo, pero tampoco va a quedar intacto. La guerra está en el poema, su relato es relato de guerra muchas veces; la vida de soldado está y la lucha en la frontera contra los indios también. Pero todo eso está dañado, afectado, disminuido, trunco. Martín Fierro es epopeya, como quiso Lugones, pero frustrada, como alcanzó a objetar Borges; en cuanto a la guerra, es tanto lo que se hace como lo que se deshace, es tanto lo que se hace como lo que no se puede hacer. La guerra y su falla tienen que contarse, por ahora, a la vez. Y por eso no es indispensable elegir entre el soldado que exalta Lugones y el desertor que reprocha Borges: Fierro es soldado y es desertor, y es desertor por ser soldado; sus penurias de soldado engendran al desertor, y al mismo tiempo lo explican.
Sabemos que “La vuelta de Martín Fierro” aparece en 1879; es el año de la campaña al desierto de Roca. La “solución” al “problema del indio”, es decir, el paisaje de una guerra ganada, empieza entonces a vislumbrarse:
Estas cosas y otras piores
las he visto muchos años;
pero si yo no me engaño
concluyó ese bandalaje,
y esos bárbaros salvajes
no podrán hacer más daño.
Las tribus están deshechas
los caciques más altivos
están muertos o cautivos
privaos de toda esperanza –
y de la chusma y de lanza,
ya muy pocos quedan vivos (97-98).
La neutralización de la amenaza indígena en las fronteras de la provincia ingresa en Martín Fierro desde el orden de lo dicho, no desde el orden de lo narrado. Se la menciona, pero no se la cuenta. El decalaje semántico señalado por la rima: altivos / cautivos / vivos (negado), expresa esa resolución; pero es una verificación sin soporte narrativo. Se constata que el vandalaje concluyó, no se cuenta cómo se lo concluyó; se constata que las tribus están deshechas, no se cuenta cómo fue que las deshicieron. El tramo más declarativo del poema, ahí donde lo trabado se acomoda y lo conflictivo se ordena y por ende las moralejas pueden legarse sin más sobresalto, es el que contiene esa imagen final: la imagen de los enemigos vencidos. Pero en todo lo que fue peripecia y por eso precisó ser narrado, la guerra adoptó otro carácter, menos grato y promisorio.
Martín Fierro vuelve sobre esa cuestión fundamental de la guerra en el siglo XIX argentino: la conversión de la violencia popular, irregular y delictiva, en violencia militar, legal y regulada por el aparato de Estado. No habrá consolidación estatal hasta tanto su aparato de captura no se apropie de la violencia popular (la de los gauchos) y la asimile, para poder después emplearla en contra de esa otra violencia imposible de asimilar (la de los indios). La violencia contra la ley y la violencia de la ley libran así su gran batalla, pero una parte de esa batalla no sigue un afán de eliminación, sino un afán de transformación y absorción. ¿Qué otra cosa, sino eso, es la leva forzada del delincuente, su envío a la frontera como castigo y regeneración?: “y que usté quiera o no quiera, / lo mandan a la frontera / o lo echan a un batallón” (22).
Por supuesto que este traspaso de la violencia popular desde el delito hacia la ley se complica y mucho en la versión de José Hernández. Ante todo por la manera en que el gaucho es hecho delincuente, es forzado a la delincuencia. Luego por la ilegitimidad de su incorporación al ejército (“He servido en la frontera / en cuerpo de milicia; / no por razón de justicia / como sirve cualesquiera” [172]). Y por fin, por las arbitrariedades y los incumplimientos de la propia administración estatal para con sus hombres de guerra. La consabida dimensión de protesta social de Martín Fierro no es social en términos generales, sino específicamente militar, en varios de sus tramos más potentes. Hay denuncia, por supuesto, pero ¿de qué? De que el aparato militar no es efectivo. Y de que ninguna guerra va a poder ganarse así.
La injusticia y la ineficacia se suman en la frontera. Las arbitrariedades y el maltrato, que las propias autoridades ejercen, motivan en el poema las quejas que se harían célebres: “barajo! si nos trataban / como se trata a malevos” (25), “No hay plaga como un fortín / para que el hombre padezca” (30), “mas si voy al Coronel / me hacen bramar en la estaca” (34). El gaucho bueno es forzado a ser delincuente; por saberlo delincuente se lo fuerza a ser soldado; una vez que ya es soldado, se lo trata como a un delincuente. De este modo tan circular el propósito militar se impulsa pero también se frustra, aparece en Martín Fierro activado pero también impedido: “Aquello no era servicio / ni defender la frontera - / aquello era ratonera / en que solo gana el juerte” (35).
Si hay una protesta insistente en el canto de Martín Fierro, es por la falta de pago (“Del sueldo nada les cuento” [30], en la Ida; “porque han tomao la costumbre / de deberle años enteros” [173], en la Vuelta), que hace del servicio en la frontera una forma más de la explotación social del gaucho. Pero esa explotación, la de la falta de pago, asume a la vez un carácter específicamente laboral; no es solo un abuso en la milicia, dado que otra cosa injusta que acontece en la frontera es que los soldados son puestos a trabajar por sus superiores, en un desvío de funciones que no hace sino debilitar, si es que no directamente vaciar, la finalidad militar del desplazamiento a la frontera:
Y qué indios ni qué servicio,
si allí no había ni Cuartel –
nos mandaba el Coronel
a trabajar en sus chacras (25).
Allí tuito iba al revés:
los milicos se hacen piones,
y andan en las poblaciones
emprestaos para trabajar (35).
Es la guerra del tuito al revés: al peón lo hacen soldado pero para, una vez que ya es soldado, volver a hacerlo peón (se aplica sobre el trabajo una torsión semejante a la que se aplica a la delincuencia). Es guerra en la que todo falta: faltan armas (“a naides le dieron armas” [25]), cuartel (“si allí no había ni cuartel” [25]), municiones (“las de juego no las cuento / porque no había municiones” [26]), buenos caballos (“y qué habíamos de alcanzar, / en unos bichocos viejos” [27]), monturas (“en pelos y hasta enancaos” [26]), soldados suficientes (“nuestra gente que era poca” [28]), el sueldo y el uniforme (“Siempre cubiertos de harapos / siempre desnudos y pobres, / nunca le pagan un cobre / ni le dan jamás un trapo” [172]). La instrucción militar resulta “de puro vicio”, “con un estructor que… bruta! / que nunca sabía su oficio” (26); lo que supone que la conversión del gaucho en soldado va a quedar trunca por definición. “Vicio” y “oficio”, conectados por la rima, podrían y deberían oponerse (con otros términos rimados, como “servicio” o “ejercicio”, como pasaje de uno a otro); pero también esa perspectiva se invierte: el instructor no sabe su oficio y es de vicio la instrucción. En la lista de lo que falta es preciso consignar también la preparación para el combate. ¿Y a pesar de todo lo dicho, hay guerra en Martín Fierro? Sí que hay guerra, y la hay porque están los indios, y porque los indios atacan. El relato de guerra transcurre y se impone así: como relato de los ataques de indios. Es cierto que difícilmente se pueda dotarlo de un carácter epopéyico, porque en respuesta a esos malones apenas es posible hacer otra cosa que aguantar. Pero como texto de guerra, que de hecho lo es, Martín Fierro dispone una decisiva interpelación al aparato de Estado en sus insuficiencias, apela a una inclusión necesaria (la de los gauchos, como fuerza de trabajo y como detonador de la violencia popular) y verifica una inclusión imposible (la de los indios, enemigo irreductible). Porque a los indios, según se explicita en el poema, no es posible mejorarlos: “Es tenaz en su barbarie, / no esperen verlo cambiar, / el deseo de mejorar / en su rudeza no cabe” (95); y esa es la verdadera frontera que lo separa del gaucho. Es guerra de una asimilación necesaria en contra de una asimilación imposible.
A Martín Fierro lo reclutan y lo mandan a la frontera; pero la frontera, una vez en el terreno, no parece funcionar como tal. La prueba es que los indios la traspasan y consiguen invadir cada vez que se lo proponen: “Y los indios, le aseguro, / dentraban cuando querían” (25). No pudiendo contenerlos, solo queda el perseguirlos; perseguirlos; pero aun esta persecución es siempre demorada (“Recién entonces salía / la orden de hacer la riunión” [26]), ineficaz (“los perseguíamos de lejos / sin poder ni galopiar” [27]) o directamente nula (“como no los perseguían / siempre andaban sin apuro” [25]). De esta forma, la indiada puede desplegar su completa ferocidad animal, que Hernández caracteriza en clave siempre zoológica (“El Indio nunca se ríe” es el verso que certifica su cabal inhumanidad), y ejercer casi sin límites su salvajismo y su crueldad. Los indios dominan las distancias, cuentan con buenos caballos, manejan bien las bolas y las lanzas, logran la velocidad necesaria para hacerse inalcanzables, pueden invadir sin dejarse sentir pero también hacer temblar la tierra.
Se imponen inapelablemente, lo que implica al mismo tiempo que imponen su idiosincrasia: el entrevero, la mezcolanza, el desorden, el barullo, el caos. El hábito de dar gritos y alaridos, de bramar en los ataques, aumenta el efecto de turbulencia bestial: “Qué vocerío! Qué barullo! / qué apurar esa carrera / La Indiada todita entera / dando alaridos cargó” (28). Por supuesto que en este torbellino de guerra, en el que los gauchos se aturden, los indios pueden pese a todo discernir: “hicieron el entrevero, / y en aquella mezcolanza, / este quiero, este no quiero, / nos escogían con la lanza” (28). La circunstancia excepcional de poder elegir de a uno al enemigo al que atacar, habilita en pleno ataque indio el tipo de enfrentamiento en el que podrá Martín Fierro preponderar aun en la adversidad. Y es que en medio del combate general, esa chance de singularizar “este quiero, este no quiero” propicia la pelea de uno contra uno. Es un duelo, al fin de cuentas, y en el duelo Martín Fierro ya es sabido que se las arregla. Para el indio él es uno, es uno en particular: “las ganas que me tenía” (29); pero también para Fierro se vuelve posible individualizar al enemigo: “Era el hijo de un cacique / sigún yo lo averigüé” (29). Peleando así, como en un duelo, él solo contra otro, Fierro se puede llegar a imponer, y de hecho en este caso vence. Pero esta no es pelea de dioses, en la que venciendo uno todo un mundo vence con él; Fierro puede acabar con la vida de su rival, pero no por eso el combate se gana: igual se tiene que escapar.
Escapar es la opción superadora (en sentido literal: la línea de fuga) del dispositivo de invasión/persecución con que los indios imperan. Al final, como es conocido, Martín Fierro se escapa, y es la fórmula que sirve para resolver narrativamente diversas incidencias de la Ida, y aun de la Ida como un todo. Tanto que hasta es posible desglosarla en tres variantes, dado que Martín Fierro a veces escapa de los indios, a veces escapa por los indios y por fin escapa hacia los indios. Escapa de los indios porque, en medio de la carnicería brutal de las invasiones, parece ser la única manera de salvar la vida: “de la Indiada disparé, / pues si me alcanza me mata / y al fin me les escapé / con el hilo de una pata” (30). Pero Fierro, además, va a tratar de aprovechar un ataque de los indios, su disturbio y su desorden, para escapar ya no de ellos, sino gracias a ellos: para escapar de las filas y desertar:
Ya andaba desesperao,
aguardando una ocasión
que los indios un malón
nos dieran y entre el estrago
hacérmelés cimarrón
y volverme pa mi pago (34).
No obstante, como sabemos, no es a su pago adonde va a dirigirse Martín Fierro cuando por fin deserte, sino al revés: se va hacia los indios. Escapa hacia los indios junto con Cruz, en la certeza de que “allá habrá seguridad” (70), que “allá no hay que trabajar” (71), que “entre los mesmos salvajes / no puede pasarlo mal” (71); y que no habrá para ellos otra exigencia que “de cuando en cuando un malón” (71) (el malón cambia de signo, pasa de ser una amenaza a ser una ocupación posible, y esa es la expresión más consumada de que van a cambiar de lado). La permeabilidad de la frontera va a jugarle esta vez a favor. La negligencia en la preparación militar, la deficiencia en el suministro de armas y sostén, la crueldad indebida de los superiores del propio ejército, la verdad fehaciente de una guerra que, de esta forma y en estos términos, no va a ser posible ganar, se suman hasta justificar en el poema de José Hernández la deserción del combatiente abrumado. Pasarán más de cien años para que, a propósito de otra guerra, la de Malvinas, otros textos de la literatura argentina dispongan una trama semejante.
Y sin embargo, otros versos de Martín Fierro podrán más adelante decir que “concluyó ese bandalaje” (97), que “las tribus están deshechas” (98), que “besé esta tierra bendita / que ya no pisa el salvaje” (120). ¿Cómo fue que pudo pasarse de una situación de combate tan desfavorable a un resultado de guerra victoriosa? Es justamente la parte que Martín Fierro no cuenta, es el tramo que se omite y que se salta mediante un hiato. Es lo que va de la Ida a la Vuelta y que corresponde al cambio que se verifica en Martín Fierro al cabo de sus años entre los indios. Los combates siempre perdidos de la Ida se han convertido en guerra casi ganada o ya ganada en la Vuelta. El ganarse esa guerra va a quedar narrativamente tácito, en esa brecha temporal entre sombras que hay entre la primera parte del poema (de 1872) y la segunda (de 1879). Martín Fierro regresa y sigue siendo hostil a la guerra, pero ahora hostil a la guerra en general, hostil a toda guerra, tan dispuesto a la pacificación en este rubro no menos que en todos los otros.
Los años de la vida entre los indios van a ser, no obstante, referidos por Martín Fierro. Y entre las cosas que, al retornar, recapitula y describe, hay una que puede aportar toda una revelación para el curso de la guerra contra los indios. Porque Cruz y Fierro están allá, del otro lado, entre los indios. Y entonces pueden, apenas llegan, convertirse en testigos de un episodio verdaderamente impensado: el de la preparación de un malón por parte de los indios: “estaban en parlamento / tratando de una invasión” (86). Un cacique les manda a explicar que “se trata de un malón” (87). Y Fierro amplía:
Volvieron al parlamento
a tratar de sus alianzas,
o tal vez de sus matanzas,
y conforme les detallo
hicieron cerco a caballo
recostándose en las lanzas.
Dentra al centro un indio viejo
y allí a lengüetiar se larga –
quién sabe qué les encarga,
pero toda la riunión
lo escuchó con atención
lo menos tres horas largas (87).
¿No se parece este parlamento a aquel otro, el de los civilizados? Reunión en círculo donde se habla en extenso y se escucha con toda atención. La vacilación de Fierro entre “alianza” y “matanza” es crucial, por supuesto, pero hace al secreto de una reunión a la que por prevención se ha puesto un cerco. Aquí no van a faltar bramidos, alaridos, expresiones de ferocidad. Pero la reunión de parlamento que descubren Martín Fierro y Cruz, aunque ignoren su contenido, les procura este dato decisivo: que los indios planifican las invasiones. Que ese caos incomprensible que desata cualquier malón, en realidad tiene un orden: es razonado. Que la fuerza de esos ataques, aunque parezca desatarse en confusión, ha sido prevista y calculada. Fierro vuelve del lado indio como portador sereno de ese hallazgo: que el caos no es otra cosa que el orden que tienen los otros.
Se puede entender que los indios, sin excesos de susceptibilidad, recelen de Fierro y de Cruz, que acaban de llegar del mundo enemigo, y los tomen por posibles espías: “nos tomaron por bomberos / y nos quisieron lanciar” (86). Para evitar esa posible intromisión los indios, como quedó dicho, disponen un cerco: no quieren que la información se filtre. Pero después de ese cerco montarán más tarde otro, que no va a estar en este caso destinado a preservar información, sino al revés: a obtenerla:
De noche formaban cerco
y en el centro nos ponían [...].
Nos averiguaban todo
como aquel que se previene –
porque siempre les conviene
saber las juerzas que andan,
dónde están, quiénes las mandan,
qué caballos y armas tienen (88).
Los malones, al entrar, expusieron a los indios aullando, bramando, dando alaridos. Fue preciso salir, pasarse al otro lado, para verlos también parlamentar, escuchar, proteger un secreto, interrogar, prevenir, planificar. No es tan distinto este descubrimiento que el que hiciera Lucio V. Mansilla, cruzando también él, aunque muy de otra forma, desde este lado hacia el otro. Pero ahí donde Una excursión a los indios ranqueles tiende, como informe al Ministerio de Guerra, a desalentar por equívoca la perspectiva de una pelea a muerte, Martín Fierro vuelve para besar la tierra “que ya no pisa el salvaje”. Vuelve cuando ya no la pisa y vuelve porque ya no la pisa. Él pudo atisbar, tierra adentro, la impensada verdad de ese enemigo. Pero no va a desistir por eso del encomio de la guerra ganada, aunque no sea a él a quien toque contarle a la historia cómo fue que se ganó.
Kohan, Martín. El país de la guerra (2014)
*Cortesía de la editorial Eterna Cadencia.
Referencias bibliográficas:
Capítulo “Un clásico de guerra” Las citas de Martín Fierro, de José Hernández, cuyas páginas se indican entre paréntesis, corresponden a la edición de Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1979.
La famosa conferencia de Leopoldo Lugones forma parte de El payador. Las consideraciones de Borges se encuentran en Prólogo de prólogos.