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Matrioshka

Este ritual se repite todas las noches. Mis dos hijos varones y yo nos paramos frente al espejo y nos sujetamos el cabello. Yo les acomodo los cintillos sobre la cabeza y hacemos espuma en nuestros dedos con jabón de caléndula y avena. Nos lavamos las narices y las frentes y desde la quijada hacia los pómulos con movimientos circulares. Nos enjuagamos y compartimos una toalla blanca con la que nos secamos ligeramente antes de ponernos una crema hidratante. Luego me piden que tengamos mimos en la cama mágica. Esto es, los tres metidos en mi cama, enroscados en mí, uno de cada lado. Les encanta sumergirse en mi cuerpo, meter sus narices en mis axilas, tocarme la barriga, preguntarme cosas sobre cuando eran bebés. Se deleitan al ser nombrados con sus apodos de niños chiquitos. Cantan, rezan, hacen respiraciones para calmarse. Es eterna la despedida. Tengo que arrancármelos de encima para que se vayan a sus camas. Se desprenden con dificultad.


Mama, Mamicha, mamorra, mamarula, te amo, te amo, descansa, te amo, por qué mejor no me dejas que me quede contigo en tu cama.


Suspiran, van y vienen dormidos, de un extremo a otro de la casa, en penumbra. En algún momento de la madrugada siempre regresan, se acurrucan como pueden, patean, descobijan, gruñen dormidos, pelean.


Empieza el día en la cama: Mamá, me encanta que tu barriga sea gordita. Me encanta que puedo amasarte como se amasa el pan. Mamá, ¿por qué eres gordita? Esa barriga tuya, ¿era mi casa? Mama, no te hagas flaca nunca, eres una ternura.


Me besan, me babean, me jalan del pelo. Yo juego a resistirme, les digo que me dejen, que se vayan, que ya es suficiente, pero en realidad no quiero que se acabe, quiero que sigamos metidos debajo de las cobijas, que no se diferencien sus piernas de las mías; sus brazos que me aferran, sus bocas que succionan mis cachetes. Gritan dentro de mis oídos, forcejean, me golpean mientras intentan desenredarse. ¡Basta, ya niños! A vestirse, a comer, a la escuela, ya…


Estiro las piernas. Tengo este dolor punzante en la rodilla. Me agacho y apenas puedo recogerme, ir hacia arriba, levantar una a una mis vértebras. Alzo los brazos, echo para atrás los hombros para estirar la joroba incorregible. Me toco la barriga, me río con el recuerdo de sus pequeñas manos estrujando toda esta piel y esta grasa que cuelga de mi centro. Nadie ama tanto mi cuerpo destartalado como esas dos criaturas que salieron de él. Yo me avergüenzo porque mi cuerpo no corre, no salta, no persigue, no sigue el ritmo, no tiene ritmo. Es estático, desapasionado, perezoso, torcido. Ellos me han dicho: la mami es vaga, la mami no sabe bailar, el trasero de la mami es flácido. Mamá, ¿por qué tus tetas son tan pequeñas? Y se ríen, y nos reímos.


Cuando son ellos quienes señalan las debilidades de mi carne, todo me parece sencillo. Leve. Me imagino sus cuerpos bellos creciendo y amando a mujeres esbeltas, sus cuerpos con espaldas rectas y senos grandes; tratando de amasar algo en sus estómagos para recordar ese, el mío, que les sirvió de casa.


Mi cuerpo de madre es el único que ha valido para algo. Es el que me ha brindado verdadero placer y orgullo. Mis hijos adoran ese cuerpo, abrazan sus imperfecciones, le brindan ternura, le regalan todas las caricias que otros le negaron.


Me aferro, entonces, al mapa que esos niños han dibujado en mí para encontrar un camino propio, un placer que sea mío, una historia de amor impregnando mis carnes suaves y sedentarias.


A través de su tacto, navego un paisaje que deja de estar desolado. Despido en cada caricia la memoria triste de los correazos en el cuerpo de niña; despido la memoria oscura de los cortes con bisturí en los brazos de la adolescente; despido la amargura de los cuerpos transitados con asco; del dolor de las pérdidas. Despido el deseo recurrente de amordazarlo, quemarlo y verlo desaparecer.


Es de noche, vuelve el ritual de la hora mágica. Nos colocamos los cintillos, nos lavamos bien la cara, nos metemos en la cama, nos contamos cuentos, se ríen de mis dientes amarillos por el café, huelen la nueva crema que me he puesto en el pelo. Mis pequeños redentores, mis tesoros. Debo jurar, antes de dormir, que no los haré míos, que no contaminaré sus vidas con mis deseos insatisfechos, que son libres de irse de mi cuerpo imperfecto. Ahora que ya saben lavarse las caras, ahora que ya saben dar ternura a una mujer. Ahora que ya me han devuelto este cuerpo que debo construir para mí.




*Texto resultado del “Taller de escrituras familiares” de Gabriela Wiener, llevado a cabo en el Centro Cultural Benjamín Carrión, en Quito, marzo de 2022.




Paulina Simon Torres (Latacunga, Ecuador, 1981)

Licenciada en Comunicación y Literatura por la Universidad Católica del Ecuador. Tiene una maestría en Literatura Infantil y Juvenil por la Universidad de Loja, y otra en Escritura de Guión Audiovisual, por la Universidad de La Rioja. Se ha desempeñado como periodista cultural y crítica de cine para varios medios. Fue directora de comunicación en cuatro festivales de cine del Ecuador. Programó las salas de cine públicas de la Cinemateca Nacional y FlacsoCine. Escribe periódicamente para la Revista Mundo Diners. Desde 2009 es docente de las cátedras de Apreciación e historia del Cine y de cine documental. En 2019 publicó el libro La madre que puedo ser con editorial Paidós.

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