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(Fragmento de novela)

Abierta sigue la noche

Carla Badillo Coronado

Número revista:

7

Era de noche, eso lo sentían

su cuerpo y su mente.

Y aun así era de día.

¿En qué astronomías

locas había caído?

César Aira


No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo.

Para abordar la escritura hay que ser más fuerte

que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo

que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura,

lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche,

los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros.

Marguerite Duras


Si al día se lo comiera la noche,

la noche tendría panza y uno

podría abrirle y encontrarle

adentro todo lo que pasó.

Pero la noche no tiene panza.

No tiene nada. Está vacía como la luz,

como lo iluminado.

Rodolfo Fogwill



No sé cómo lo logro, por eso lo advierto. Llevo cuarenta y cinco noches sin dormir y lo primero que hago esta mañana, tras observar los primeros rayos de sol, es entrar en el baño y constatar mi reflejo. Sé que suena un tanto ingenuo —y hasta ridículo—, pero es lo que siento. Sentada sobre el inodoro, frente a un espejo de 2x2, no veo más que una abrumadora cantidad de sueño; acumulado, inducido, frustrado.


Hace poco más de un mes que mis ojeras crecen, se ahondan y acentúan la evidencia de mi insomnio, como si cada noche trajera consigo una mano invisible portando un carboncillo. No exagero. O dígame usted, querido lector, querido supuesto lector (por dirigirme a alguien), ¿ha conocido alguna vez un ser capaz de resistir tanto tiempo sin dormir y a quien —aun en el hipotético caso— le hayan quedado fuerzas para escribir?


*


Escribo la palabra nada sobre el espejo del baño. Lo hago usando únicamente el sudor de mi índice derecho; es decir, lo mancho. Estoy sola. Hace un mes y medio que vivo sola. Mi cerebro pregunta si soy yo quien escribió esas letras y enseguida respondo ¿quién más?, jalando la cadena para que el agua corra, para que algo ocurra, para que algo, finalmente, se mueva en esta casa.


*


Más que una advertencia, mi insomnio parece un vaticinio. O al menos eso diría mi abuelo cuyo nombre siempre ha estado vetado en la familia porque su vida, más que vida, fue un estigma. Quizá por eso estoy obsesionada por conocer su historia; después de todo, aquel excéntrico hombre llamado Raúl Bellatin llevaba mi sangre y fue el único que experimentó este infierno. La diferencia radica en que su caso fue, por llamarlo así, más humano, ya que luego de cuarenta y cuatro noches sin dormir, murió.


Al contrario de lo que pensé en un inicio, mi abuelo falleció en su cama, sonriente, tras haber besado a mi abuela, haberse fumado un puro y haber recitado —según cuentan— un poema de Raúl Gómez Jattin.


*


Eso de que las ojeras nos vuelven a las mujeres más atractivas —sobre todo para algunos artistas— me parece ridículo. De más joven lo creía, pero ahora estoy convencida de que el hecho de contar, una por una, las horas que pasan frente a mis ojos no tiene nada de atractivo. La angustia no seduce (en algunos casos sí, pero es un asunto más patológico), aunque debo admitir que cada vez que me visita, también los poemas suelen hacerlo. En definitiva, y a lo que quiero llegar con todo esto, es que hace mucho que el insomnio dejó de ser ese perro romántico, fiel compañero de escrituras nocturnas. Ahora el único perro que conozco se llama noche y amenaza permanentemente con abrir el hocico y devorarme.


*


Me sorprendió que mi abuelo haya conocido a Raúl Gómez Jattin. Yo lo descubrí hace algunos años, gracias a un profesor de universidad que era, digamos, la mala conciencia de mi facultad, al igual que yo; por eso nos llevábamos tan bien. Yo lo respetaba al grado de avergonzarme de mostrarle mis trabajos, pero él creía en mí, por eso mi tesis fue la única que llegó a dirigir. Solíamos tomar café con whisky, mientras él me hablaba de Faulkner y de cómo su abuela conversaba con las vacas en el campo colombiano. Fue él quien me presentó ese poema soberbio Un probable Constantino Cavafis a los 19, mucho antes de que algunos poetas de Urdimbre se jactaran de conocerlo. De hecho, mientras ellos se pajeaban los unos a los otros debatiéndose el grado de mejor poeta local, yo leía al Príncipe del Valle del Sinú con vehemencia y en silencio.


No sé de dónde mi abuelo sacó ese libro, pero según cuenta mi abuela (la única que suele pasarme datos de él), el poema que recitó en su lecho de muerte fue aquel que se titula De lo que soy:


EN este cuerpo

en el cual la vida ya anochece

vivo yo

Vientre blando y cabeza calva

Pocos dientes

Y yo adentro

como un condenado

Estoy adentro y estoy enamorado

y estoy viejo

Descifro mi dolor con la poesía

y el resultado es especialmente doloroso

voces que anuncian: ahí vienen tus angustias

Voces quebradas: pasaron ya tus días


La poesía es tu única compañera

acostúmbrate a sus cuchillos

que es la única.


*


Uno elogia la locura hasta que esta de verdad te agarra y entonces te cagas del miedo porque la sientes adentro, corriendo por tus venas, palpitando. Ayer la ansiedad me hizo rozar la huida. ¿Pero a dónde? Me di cuenta de que aun marchándome de esta casa, de esta ciudad, de este mundo, la cabeza me seguiría dando vueltas como un trompo interminable. Así que decidí no atormentarme más y en vez de perforarme el cráneo, opté por la lectura. Agarré ese librito mágico de Rodolfo Fogwill que tenía apartado desde hace varios días: Runa, una especie de reinvención de la historia de la humanidad. Las dos páginas que llegué a leer me parecieron maravillosas y no seguí, únicamente porque me animé a escribir un poema pequeñito del que ya no tenía recuerdo (últimamente me falla la memoria a corto plazo, por eso llevo esta especie de diario, pues casi todo me resulta una ensoñación) sino hasta ahora que lo veo en la última página, o, mejor dicho, que lo descifro, porque mis palabras son cada vez más jeroglíficos.


Fogwill, mucho gusto,

acabo de escuchar de tus letras

el origen del verdadero mundo


Hay un ojo en todas las cosas

que se llama invento


La imaginación no es otra cosa

que el culto a la libertad.


*


Una noche decidí caminar.


Frente a mi desesperación de no volver a contar diez, cien, mil ovejas y levantarme queriendo matar una, emprendí una ruta hacia lo desconocido.


Recordé que había leído una vez a Charles Dickens sobre un trastorno de sueño que había padecido en algún momento. El texto se llamaba Paseos Nocturnos, y en él describía un insomnio que únicamente se vio menguado por los innumerables paseos que emprendió. Su caso me llenó de esperanzas.


Hace algunos años padecí de un insomnio pasajero, atribuible a una impresión dolorosa, y ese insomnio me obligó a salir a pasear por las calles durante toda la noche y por espacio de varias noches. Esa molestia habría tardado mucho en curarse si hubiese permanecido desmayadamente en cama; pero la dominé muy pronto, gracias al brioso tratamiento de volver a levantarme en cuanto me acostaba, saliendo a la calle para no regresar a casa hasta la salida del sol y completamente rendido al cansancio. En el curso de aquellas noches completé mi educación con una experiencia de lo que es carecer de hogar por pura ficción.


Para cuando leí ese fragmento yo ya me automedicaba. Tomaba esas pastillas de libre acceso en la farmacia, conocidas como sedantes o hipnóticos (Sedorm, Neogaival), que en teoría no causan rebote —lo cual es una farsa—, pero a los pocos días me volvía inmune a sus efectos.


En el texto, Dickens continúa confesando que en su objetivo de pasar la noche caminando, llegó a trabar simpáticas relaciones con gente que durante todo el año no tenía sino esa misma finalidad.


Si Dickens pudo, por qué yo no, fue lo primero que pensé. Pero la cosa no fue tan fácil.


Mis primeras salidas fueron terribles. No solo porque en abril las madrugadas en Urdimbre suelen ser muy frías y lluviosas, sino porque la paranoia crece a grados inimaginables. Toda sombra se convierte en enemigo, incluso la propia. Pero al cabo de unos días, el cuerpo se relaja y los sitios por donde se ha pasado se tornan cada vez más familiares. La escasa gente con la que uno se cruza suele tener una complicidad silenciosa: de lado y lado nos sabemos alertas, vigilantes, y no nos queda más opción que confiar.


*


En vida, mi abuelo tuvo una extraña ocupación, y con ella —y otros trabajos modestos— sustentaba su hogar. Digamos que Raúl Bellatin era mediador entre las aves, los humanos y el destino. Para ser más claros: tenía dos pájaros que adivinaban la suerte de los transeúntes a cambio de unas pocas monedas. Por veinticinco centavos, uno de los canarios sacaba un papelito. Por un dólar: tres papelitos más un secreto. No sé cómo lo hacía, pero —según cuenta mi abuela— la gente quedaba atónita, se identificaba y casi siempre volvía.


Está claro que era mi abuelo quien escribía, arbitrariamente, en esas hojitas de colores; y he de admitir cierto orgullo: fue lo más parecido a un escritor en mi familia.


*


A Dickens los paseos nocturnos le dieron resultado: «Llegaba el día y al fin me sentía cansado y lograba conciliar el sueño». Pero mi realidad era distinta. Siempre volvía a casa y no lograba dormir.


Sin embargo, mi desgracia se disipó un poco cuando en una de esas tantas caminatas por Urdimbre comencé a encontrar personajes tan peculiares o incluso más que el mismo Dickens. Uno de ellos fue Mauricio, quien en medio de una granizada me rescató de una alcantarilla en la que por descuido caí, echando a perder mi grabadora (me había dado por registrar algunas ideas para una novela que nunca llegué a escribir). Yo estaba completamente mojada y él me prestó su abrigo. Pero lejos de parecer una escena romántica (mi cuerpo olía a aguas servidas) fue el inicio de una gran amistad.


Mauricio es apicultor autodidacta. Respetuoso de todos los insectos, pero amante acérrimo de las abejas.


Esa misma madrugada conocí su apartamento. Si bien se ofreció a acompañarme al mío, consideró que lo mejor era que fuésemos al suyo, ya que la tormenta no paraba y su piso quedaba a la vuelta de la esquina. Para entonces yo ya había recorrido algunos kilómetros a pie. Qué más da —pensé—, si sabía que al llegar a casa encontraría la misma cama de siempre; una cama burlona, desafiante, vacía.


*


Para satisfacer su morbosa curiosidad, querido lector, esa madrugada Mauricio y yo no follamos. No hubo tensión sexual —al menos de mi parte— aunque debo admitir que su sensibilidad por las abejas fue la antesala para que él cobrara mi respeto. Su cerebro me resultó una fascinante colmena: ideas brillantes y fragmentarias salían de él.


*


La mañana siguiente de haber leído esas dos páginas del libro de Fogwill, avancé con mi lectura y me encontré con un texto que me erizó por completo. La sensación se multiplicó, creo, porque el párrafo pendiente parecía una profecía:


La vieja Aúmm nunca durmió de noche y vivió siempre sentada mirando el cielo. Cuando las estrellas no se pueden ver ella sigue vigilando las nubes, la neblina, o el agua negra que derrama la luna muerta y oculta todo. Mira y escucha lo que le va diciendo la oscuridad, que habla con la misma voz de las estrellas.


*


Mi actividad cerebral es demasiado intensa, por eso me cuesta mucho descansar. Incluso cuando lograba dormir —antes de mi trastorno severo—, los sueños —que por lo general eran escenas bizarras— me dejaban más exhausta que cuando me iba a acostar. No se diga si tenía algún problema, mi mente se volvía un hervidero de ideas y paranoias. Pero al final de ese túnel, paradójicamente, siempre había luz.


*


Hace varios días superé el récord de mi abuelo. Por lo que deduzco que mi caso es más irreal que genético. Y eso —quizá— sea lo único real en esta historia.


*


Hoy no pasó nada extraordinario en mi día, pero entre medio transcurrieron las horas con esa inercia que espanta. Y siguen pasando. Leo con vehemencia El libro uruguayo de los muertos. Curiosamente, el autor lleva el apellido de mi abuelo: Bellatin. Me parece imposible un nexo entre ambos. Mario Bellatin nació en México, en 1960, y vivió su infancia en Perú, donde más tarde estudió Teología y Comunicación. Fantaseo con la idea de que algún cruce de antepasados pueda existir. Podría investigarlo, pero no quiero darle más trabajo a mi cerebro, uno que de por sí viaja a la velocidad de la luz.


*


Sigo con el libro de Fogwill y me parece que su efecto en mí es el mismo que sentían las personas que sacaban los papelitos de colores con los canarios de mi abuelo. Tras una noche más de angustia a causa de mi desvelo, leo esto:


LAS QUE NO DUERMEN: Como la vieja Aúmm hay otras que no duermen. Hay una mano entera de mujeres y algo más que nunca duermen. Son las que ya no pueden tomar marido. A Iím se le murió uno antes de tener hijos. Después fue mujer de un guerrero inmortal, que al poco tiempo murió desbarrancado en la montaña. Después fue invitada a vivir en la casa de un viejo cazador que salió al llano y nunca más volvió. Entonces ya nadie la quiso como esposa y es una de las que nunca duermen. Todas ellas tienen historias parecidas que cuentan las otras mujeres, las que duermen. Dicen que están despiertas pensando en los muertos, o esperando que lleguen sus maridos, algo que nunca ocurrirá.


Pero los jefes y los sabios como el viejo Oóm dicen que las mujeres sin hombres nunca podrán dormir porque la parte que sueña y dirige el dormir se alimenta de una leche que produce la respiración de los varones que duermen. A la mujer que pasa mucho tiempo durmiendo sola se le muere esa parte de ella y la deja para siempre sin sueño y con hambres raras.


Las que no duermen han escuchado muchas veces esta explicación y no la discuten. Tampoco intentan echarse a dormir por las noches ni conseguirse un hombre desde el momento en que los jefes anuncian que ya tuvieron demasiados muertos. Son anuncios que parecen órdenes.


*


Es sábado de noche y la maravilla del silencio lo hace parecer cualquier cosa menos un sábado por la noche. Esa es la ventaja de vivir en el fondo de una quebrada, con vista a una cadena montañosa que parece moverse al antojo de la niebla; trucos del clima y del paisaje.


Ayer casi logro dormir, pero no sucedió. Sin embargo, aluciné (no encuentro mejor palabra para describirlo). Mientras estaba con los ojos cerrados, divisé a una mujer alada que me extendía su mano y me invitaba a volar con ella; me susurraba que había muchos más lugares de los que yo podía imaginar. Fueron cuatro sitios a los que me llevó. El que más recuerdo era un jardín tridimensional en cuyo centro había un árbol gigantesco hecho de puros libros. En ese punto ella me dejó sobre la copa del árbol y mientras se alejaba gritaba: Tienes quince minutos para ser feliz.

* Esta novela fue publicada originalmente por la Campaña Nacional de Lectura Eugenio Espejo, tras obtener una mención de honor en el Premio La Linares (Ecuador, 2015). Este fragmento es cortesía de Editorial Versátiles (España, 2021).

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