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Cuento

Allanamiento

Aída López Sosa

Número revista:

6

Los rasguños en el techo de mi habitación me despertaron una mañana. No le di importancia hasta que se volvieron más intensos. Salí a ver qué era, pero no percibí nada a primera vista. A la mañana siguiente sucedió lo mismo, quería dormir, pero el ruido se intensificaba. Al tercer día descubrí a un ave negra, robusta, posada en el techo. Raspaba el concreto con su pico curvo y puntiagudo y con sus garras. Comencé a aventarle piedras que encontré en el patio y ella trató de devolvérmelas, hasta que finalmente voló. Durante varios días los rasguños me despertaron a la misma hora, como si el ave tuviera la consigna de hacerlo. Algo debía hacer para que ese pajarraco se fuera para siempre. Su aspecto amenazador me perturbaba, en un arranque podía volar hacia mí y sacarme los ojos. En las noches, mi principal preocupación era la visita matutina del espectro en forma de pájaro. En la medida que mi miedo crecía, el ave se apoderaba más del espacio. Una mañana llegó acompañada de otra y entre las dos horadaron por horas el techo. Conseguí una escalera para subir a ahuyentarlas, pero las aves incrustaron sus miradas ámbar en mi rostro y un agudo graznido se clavó en mis oídos; era el aviso de ataque. Pronto el techo de la casa quedó cubierto de cientos de aves negras que asemejaban un gigante trozo de carbón. Las aves no se iban, pasaban día y noche entre chillidos y rasguños, peleando por un espacio para acomodarse. Fueron llegando más y más. Enfurecidas, embestían los cristales de las ventanas hasta agrietarlos. No parecían resentirse por los impactos. Las paredes de la habitación se oscurecieron, formando caprichosas siluetas amorfas. Los pajarracos entraron a golpe de pico a adueñarse del lugar. Salí despavorida de la habitación y la cerré con llave mientras los graznidos y aleteos se mezclaban con el chirrido de sus garras sobre los muebles. Dormía y comía poco, el color de mi piel se volvió cenizo. Los pajarracos llenaron de cráteres las paredes, vivían en el techo y en el segundo piso; convirtieron la casa en un nido gigante. Me aterrorizaba la idea de que invadieran abajo. Me sentía débil, mis ojos se fueron hundiendo, su color café tornó en amarillo. Mi piel se oscureció con el paso de los días. Mi mayor temor era morir, ser devorada por esas bestias que pelearían por un trozo de mi carne y me sacarían los ojos. Avanzaban los días y las sombras iban cayendo en cascada por las paredes del primer piso. El techo perforado dio paso a los maléficos voladores, que se apoderaron hasta del último rincón de la casa. Volaban y caminaban junto a mí, me rozaban con su plumaje, intercambiábamos miradas como si nos entendiéramos. Me sentía acompañada al despertar, se posaban en cualquier parte de mi cuerpo, sus chillidos y aleteos se volvieron leves, sus picoteos bajaron de intensidad. Mis uñas crecieron al grado de rasguñar igual que las de ellas. Me compartieron los frutos que traían. Los vellos de mi piel oscura crecieron; fueron abriéndose hasta transformarse en plumas y cubrir todo mi cuerpo. Dejé de utilizar las escaleras para llegar a mi habitación. Bastó con levantar los brazos.


*Relato ganador del Primer Concurso Nacional de Cuento organizado por Escritoras Mexicanas (2018), y publicado en el libro Despedida a una musa y otras despedidas (Libros en Red, 2020).

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