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Cuento

Ant

Rommel Manosalvas

Número revista:

6

Deja que las hormigas

Anden por la comida

Anni B Sweet



Papá pone las manos sobre mamá y me sobreviene el vértigo. Se supone que yo no debería estar ahí, solo en la noche, en medio de las luciérnagas. Del otro lado de la ventana, el resplandor de la lámpara se refleja en los azulejos y escinde los cuerpos: miembros rígidos, manos que se cierran y se agitan, estremecidas.


Conmigo nunca es así, pienso. Conmigo es el andar de las hormigas.


La piel de mamá es pálida, lechosa como agua de arroz.


Como la carne de una chirimoya.


Solamente el brillo del foco la recubre de un tenue brillo, que le aleja del territorio afantasmado de los muertos. Las venas trazan caminos azules sobre la piel de sus piernas y los dedos de papá los recorren desde el centro del pubis, dejando un sendero de sinuosa humedad, como el de la baba de un molusco.


Me alejo lentamente, pisando adrede el rosal de mamá. Pensando en esas manos. El jardín es un subir y bajar constante de pastos, un aletear de hojas que se pierden entre ondulaciones. Me recuerdo caminando por este paisaje selvático; a lo lejos un árbol de limón hunde sus raíces en la tierra negra.


Un día papá me llevó ahí para ver las hormigas.


Nos metimos entre los árboles, como exploradores sumergiéndose en el corazón de un país remoto, andando por caminos cubiertos de hojas desprendidas de cielos crepusculares, en medio de un batir de ramas. Él iba adelante, pisando la tierra con aplomo. Yo, detrás, me demoraba aplastando las flores con los pies, mientras el sonido de los tallos estallaba bajo las suelas de mis botas, reverberando en la quietud del jardín; era igual al que hacían los huesitos de mamá al romperse. Antes era ella quien se encargaba de cuidar las plantas. Rastrillaba, regaba los macizos, podaba las ramas que se asomaban como dedos. Ahora el jardín es un pequeño bosque salvaje.


Bajamos despacio entre la hierba y entonces papá se volvió y me miró como si en el mundo solo existiésemos él y yo. Como si nada pudiese ser más importante que él y yo juntos en ese momento, reunidos al pie del limonero, expectantes, con las sombras de las copas pintando nuestros rostros.


«Te quiero», me dijo con su lengua roja.


Luego señaló un lugar, donde la tierra oscurecida se convertía en montículo. Una colina ínfima en medio del bosque. Se arrodilló sobre el suelo, apoyándose en la corteza áspera del limonero, y me indicó con las manos que me acercara, que hiciera lo mismo que hacía él.


Iba a enseñarme las hormigas, me dijo. Iba a mostrarme una forma distinta de hacer familia.


La superficie del jardín estaba húmeda y los pantalones se nos mojaron enseguida. Yo aguardaba, apoyado sobre un madero que terminaba en un gancho de metal oxidado. Un madero que él usaba para tumbar fruta madura. Peinando la tierra con los ojos, vi, abajo entre piedritas y restos de detrito, las hormigas marchando en fila india, como en una procesión. Caminaban esquivando los dedos largos de papá, que se paseaban, arácnidos, por el suelo.


No me había fijado antes en ese hormiguero.


Era pequeño, achatado y oscuro como una casa.


Lleno de secretos, como una casa.


Un laberinto de pasillos y corredores, colmado de cuerpos.



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«En algún lugar, adentro, hay una reina», me dijo papá, sonriendo, y yo me imaginé una hormiga grande, gorda, de piel blanca y venas azules, inmóvil en su castillo de sombras: una reina paralizada, siendo enjuagada por las manos grandes de un zángano.


Observamos a los insectos caminar de ida y vuelta, desde la entrada del hormiguero hasta la hierba alta. Iban de prisa, casi corriendo unos tras otros. Llevaban objetos que, comparados con las dimensiones de sus cuerpos segmentados, eran enormes.


Papá tomó una hormiga entre las yemas de sus dedos, con cuidado de no aplastarla. Vi cómo se debatía; sus tres pares de patas agitándose en el aire desesperadamente, y pensé que aquello era extraño, que era extraño que ese pequeño animal pudiese mover seis patas para soltarse y mamá no fuese capaz siquiera de mover las dos que tenía.


Papá se llevó la hormiga lentamente a la boca y la masticó hasta volverla una pulpa negra. Sable sobre campo de gules.


«Saben a limón», me dijo.


Tomó otra, la puso sobre mi lengua y probé la sal de sus dedos, la tierra debajo de sus uñas. Había tanta humedad ahí que bien podríamos estar perdidos en una jungla del trópico. Tenía el cuerpo mojado cuando el pequeño insecto se reventó bajo mis dientes, manchando mis encías.


«Sí, saben a limón».


Papá sonrió.


Papá siempre sonríe cuando estamos solos.


Luego, deslizó sus dedos arácnidos sobre mi brazo, sus dedos artrópodos.


«Así caminan las hormigas», dijo, y me hizo cosquillas, me besó, me tiró del pelo. Trazó caminos erráticos sobre mi espalda, bajo mis orejas, desde mis rodillas hasta el estómago, una vez y otra hasta que me quedé sin aire y sin risa.


«Así, mira, hijo, así caminan las hormigas. Así y no de otra forma».


Me di cuenta de que sus manos se movían distinto sobre el cuerpo lívido de mamá, sobre sus extremidades inútiles. Se movían distinto cuando aclaraba el jabón con litros y litros de agua, cuando le limpiaba la baba que le chorreaba de las comisuras de la boca.


A veces, mientras espío cómo la baña, a la luz amarilla de la lámpara que se refleja en los azulejos, tengo la impresión de que toda esa humedad brota de sus ojos.

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