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Cuento

Antes de ti, un gato

José Aldás

Número revista:

7

Michel salta desde el altillo de la persiana y, felinamente, cae sin hacer ruido sobre los montones de costales que se apilan sobre el piso del laboratorio. Mira al impresor –viejo conocido suyo– temblar y lanzar cosas al aire caminando de aquí para allá, levantar envases de cristal con panza grande y papeles con símbolos que a Michel le causan atracción; busca algo pero no lo encuentra:


–Vienen por mí –se dice el impresor mientras termina con su búsqueda y se quita el delantal de trabajo percudido.


Son varias noches las que Michel lo ha visto salir irritado y casi corriendo a través de la puerta principal, arriba, en la oficina de la imprenta. Ya no deja trozos de carne seca o un poco de leche detrás del mostrador. El impresor sale y mira hacia la derecha y hacia la izquierda, cubre sus manos con los guantes pesados de lana y enciende un nuevo cigarrillo. Camina cuesta abajo y pasa por una pequeña plaza (sin gente a esas horas), luego por un gran mercado (lleno de vagabundos y borrachos) y luego por una panadería. Sale del suburbio denso de la ciudad y llega hasta el pórtico de su casa: está vacía y sucia, al igual que la oficina de la imprenta, el pequeño laboratorio y la sala de rituales acondicionados en el sótano. La calle Baker, en la que vive, no es más un lugar seguro.


*


El imprentero revisa los papeles en el estudio (un lúgubre cuarto al que a propósito bloqueó ventanas) recordando en dónde fue que Juliette, su Juliette, extravió el camino: apenas hace cuatro meses su tensión incrementó y casi se convirtió en furia maníaca (el imprentero ha leído y leído textos de psicología para poder entender a Juliette). Solo hacía dos meses que conocían a Sir Walter. Primero había llegado como un cliente más a la imprenta, solicitando vagos catálogos de novelas y revistas; luego había impreso algunos panfletos para su consultorio jurídico y al final una serie de grabados de Goya. Y, así de repente, como sin decir nada, soltó su petición: se debía completar una cuidada edición con altísimos índices de seguridad, todo en secreto. El imprentero, debajo de la luz amarillenta de la oficina, primero se reiría para después preguntar: ¿en una pobre imprenta en el suburbio más miserable de Inglaterra? ¿Cómo podría ser aún más invisible? (el imprentero sabía que grandes editores tenían su sede en Baker Street, pero no era cuestión de competencias. Seguía en el negocio con afición y porque no sabía hacer otra cosa que destripar y coagular libros: ese local era económico y le permitía seguir imprimiendo series de novelas francesas que se vendían bastante bien). Era cuestión del tema: Sir Walter le explicó que formaba parte de una logia secreta. Le invitaba a visitarlo alguno de esos días y ver por sí mismo las cosas maravillosas que hacían. Él era la prueba de cómo la riqueza y el poder habían llegado solo con la fe en la logia.


–No serán fotografías de niñas desnudas como ese indecente de Carroll, ¿verdad? –inquirió el imprentero.


–Bah, he escuchado las cosas que se dicen de ese señor y creo que esas placas fotográficas fueron debidamente eliminadas. Lo único que queda son esas monstruosidades de libros que escribió. De hecho, usted mismo tiene ejemplares de sus obras en vitrina. Es una lástima que me tenga en tan baja estima, señor. Mi propósito es mucho más humilde y más simple –respondía Sir Walter–; solo quiero un lugar en el universo. ¿Ha escuchado de la alquimia?


El imprentero había leído alusiones diversas en novelas fantásticas, todas sobre la posibilidad de transformar viles metales en oro puro; también sobre procesos inquisitoriales en los que se sentenciaba a los alquimistas a la muerte en la hoguera y casos en los que mujeres salían despedidas por la ventana, volando casi sin saber que volaban. Una pequeña y maligna conexión con la brujería y los hechizos, pura fantasía literaria.


–No creerá que eso es cierto o posible – le casi preguntó el imprentero.

Michel, dando vueltas sobre los papeles del escritorio, escuchaba: la oficina era un recuerdo pastoso.


–Mi nombre es Walter Schmidt, ocultista, para servirle. Doy pequeñas consultas en un departamento no lejos de aquí.


–Pensaba que era abogado…


–Conjugo a la perfección ambas ocupaciones y, sin temor a caer en la vanidad, en las dos me desenvuelvo muy bien.


Entonces los símbolos que vio en los panfletos, esos extraños dibujos que Michel había visto por tanto tiempo concentrado como cuando veía comida, tenían un significado especial: solo las personas a las que se destinaba el mensaje comprenderían. El imprentero lo seguía tomando en chanza.


–Bien, su secreto está a salvo en estas prensas. ¿Cuál es el encargo?


Al estudio de su casa en Baker Street entran ráfagas de viento que dotan al cuarto de una esencia helada y mortuoria: Michel no ha visitado la casa del imprentero –quizá por la distancia– y se siente patéticamente solo, un bicho exiliado de la raza y la esperanza. El 696 de la calle, por fuera, es igual a todo lo demás en el barrio: casas de dos pisos y desván en el techo triangular de tejas rojas, dos ventanas arriba y dos abajo con la puerta minúscula en el medio. ¿Qué ocurrió? La vida no podía ser solo ese libro maldito: el nombre no le era extraño. Los periódicos también presentaban sus publicidades y el nombre de Sir Walter era bastante reconocido. Intuyó que sería un libro sobre quiromancia o lectura del tarot español. El término ‘ocultista’ ya no se usaba como antes; los gitanos habían llegado tantas veces y tantas veces se habían quedado vendiendo, pronosticando suerte, que la palabra perdió su fuerza casi de un día para el otro. El imprentero siguió:


–Entenderá que los costos de obras secretas son un poco más elevados –sentenció.


–Necesito un tiraje limitado, tal vez cien ejemplares. Todos con pasta dura y en cuero. Pocos saben apreciar la factura de un buen libro que no solo sea letanía y diatriba, sino objeto sensible al tacto, llave maestra, arte de la memoria…


–Mucho más caro.


–No importa el costo –dijo con una torcida sonrisa en sus labios.


–Mire –decía el imprentero, mostrándole ejemplares con encuadernaciones de cuero–. Piel de auténtico animal.


–Yo le haré llegar el manuscrito. Me satisface que haya recibido el proyecto con tanta soltura. No esperaba menos de usted. Lamento tener que dejarlo, pero mi tren sale en menos de media hora y apenas me queda tiempo para llegar a la estación.


Le extiende una mano sudorosa, se ajusta el sombrero y sale haciendo rechinar sus zapatos sobre el piso. Michel camina hacia la puerta y sale sin hacer caso al imprentero, voltea la esquina y se pierde detrás de un callejón que huele a orines. El imprentero esa tarde ordena las cuentas y, como trabaja solo, barre y limpia. El sótano, en ese entonces vacío, sirve como basurero. Sujeta las bolsas, las deja en la puerta, llena el pocillo con leche y junto deja hilachas de pollo del almuerzo que Juliette le mandó (un encierro diminuto se ejecutaba todos los días en la oficina que, minúscula y polvorienta, causa gripes constantes; no importa cuando por las tardes prueba un poco de spaghetti con bolas de carne y verduras cocidas por esas inexperimentadas manos) para salir siempre sin despedirse de Michel. Nada en particular había en la solicitud del extraño cuando habían llegado hasta su negocio hombres que decían que podían cambiar el futuro solo con perfumes y jabones, o atractivas mujeres que dejaban solo un número y una dirección, o pseudofilósofos que no decían más de lo que escribían. Un loco más a la lista de errores humanos no dependía de él, sino de la historia que los elegía para entrelazarlos. A él no le tocaba descifrar el bien o el mal de Sir Walter y, colocando un grueso candado en la puerta, salió.


Entonces, Michel saltó desde un lugar imposible: lo miró fijamente como si lo reprobara. El imprentero casi nunca lo veía cuando salía y no tomó atención en el particular. Le sonrió y se marchó. Dura era la enseñanza:


–Prr, prr –dijo Michel y saltó, una vez más, hacia el altillo de la persiana que, cerca del suelo, permitía la vista hacia el sótano sin luces.


*


Michel era especial: en su pecho tenía una mancha blanca, blanca que sobresalía de su pelaje habitualmente negro; lo mismo en sus patas traseras: una línea negra con un final blanco absoluto. Conocía al imprentero casi como a sí mismo: un poco resentido con la vida, un poco alterado con el tiempo, un poco irritado con la comida. Estaba pendiente en la ventana de la oficina de la imprenta como si esperara la llegada de algo particular que el destino le tenía preparado, pero que no se decidía a llegar. Conocía el sabor del pan que el imprentero remojaba en infusiones de hierbas y que luego le compartía delicadamente para que su incapacidad de morder no fuera un gran problema; también conocía a Juliette, que llegaba por las tardes a la oficina y paseaba constantemente en medio de los machotes de libros que hablaban de pájaros y puentes, o sobre algas y moluscos, o sobre colibríes y detonaciones del mercado laboral. Conocía su oculto vicio de fumar la pipa del imprentero en las heladas tardes de invierno antes de que él despertase de su siesta vespertina. Y conocía, desde luego, a Robert. Solía llegar en las mañanas soleadas cuando casi nadie visitaba la oficina: llevaba coñac y cigarros de sabor fuerte para hablar con el imprentero de la última novela que había sacado a la venta (quizá el Rojo y negro de Stendhal o el Papá Goriot de Balzac) mientras le narraba los planes de su próximo escrito. Robert escribía.


–Deben ser piratas. Un tesoro y barcos enormes que buscan guerra para fortalecer su honor: un tema recurrente en los alemanes, pero con ese mismo vértigo ascendente del Frankenstein de Mary Shelley. Un tren de fuerza infinita.


–Es el coñac el que te hace delirar, Robert. Los escritores ya no escriben cosas así.


–No quiero fama, si a eso te refieres –y tomaba sorbos enteros–; además los piratas deben beber ron como en los puertos. Siempre la muerte y una botella de ron.


Robert estaba enfermo y cada día su estado empeoraba, sin embargo, cada vez que le era posible se embarcaba en algún viaje hacia Francia o España para no enmohecer los músculos. Solía hablar de una rara anécdota que escuchó en un viaje a América: un bucanero escocés del XVII, encerrado en un hospicio, afirmaba a su médico que el demonio vivía en cada botella que le ponían delante.


–Un caso para nuestro Nichols –le respondía el imprentero que ya sentía en su cerebro los efectos del coñac.


–The English poor law no podría con eso. Debe mediar la literatura.


–¿En estos tiempos de adivinos, brujos e iluminados? No, mi querido Robert. La literatura debe servir para encarar al futuro, no dejarse matar por la misma espada.


–¿Acaso piensa que es una carrera o una especie de competencia?


–¡Ja! –reía el imprentero–, mire el lugar en donde estamos: ¿piensa que puede hablar el perdedor de lo que se siente vencer en las competencias?


–No puede hacer, de una particularidad, una generalidad.


Robert cortaba la discusión empezando con la historia: si el primer libro hablaba sobre piratas, el siguiente debería contemplar la leyenda del diablo en la botella.


–La botella se quiebra y el demonio se esfuma, se desvanece…


–¿Desconfía usted de los poderes de la literatura, aun siendo editor?


Michel escuchaba detrás de los papeles mordiendo un pedazo de fiambre que había quedado del almuerzo. El imprentero no sabía que Robert llevaba siempre un trozo de queso salado en el bolsillo para dejárselo como presente a Michel. Luego Robert se subía el cuello de la gabardina para caminar apresurado, patojeando y casi convertido en otro hombre; de lejos, Michel le temía. Como si el coñac le hiciera transformarse en otro ser, uno espantoso y temible. Michel, acostumbrado a las caídas, escuchaba, escuchaba:


–Son tantos proyectos descabellados: uno termina dudando hasta de uno mismo.


–Le han servido las lecturas de Descartes, amigo.


–Qué va, nada de eso: pienso en algo llano, práctico, usted sabe. Bah, quedan tantos inconvenientes y pienso que mi vida no alcanzará para remediarlos, mucho menos escribirlos.


–Todo pesimista es un optimista que calcula sus probabilidades.


–Quizá tenga que ver con el destino…


–No me diga que usted también cree en esas patrañas, estimado Robert.


–¿También? Muchos piensan igual. No hay nada de qué asombrarse.


–Fíjese en el hombre que vino hace unos días, un profesor ocultista. Me encargó un libro: el Tratado de ciencias ocultas. Me invitó la semana próxima a una de sus reuniones.


–Un tema que me apasiona en verdad. En este caso, aspiro a que me invite.


–No pensaba ir. Quisiera terminar el condenado libro y decirle “hasta siempre, profesor”. Pero… si insiste en el tema, iremos la semana próxima al despacho de Sir Walter.


–¿El hombre que adivina el futuro frotando una rata por el cuerpo?


–¡Qué publicidad! No sabía tanto sobre sus encantos.


–No me mal interprete –decía Robert–. Alguna vez en el muelle escuché la conversación de un par de marineros. Hablaban precisamente de este Walter. No me lo creía. Al final, decían que cada palabra del adivino había sido cierta.


–Pues iremos en busca del misterio.


Robert bebía los últimos tragos de su vaso de coñac y fumaba cigarro tras cigarro (costumbre que aprendió en su viaje a América) mientras el imprentero llenaba su pipa. El rapé ocasional. Volvían al tema del libro oculto:


–Podría usted facilitarme una copia del manuscrito para saber qué tan maldito está ese libro.


–No ha querido entregarlo hasta después de la reunión.


Pasadas tres horas al menos desde la llegada de Robert, él se calaba su sombrero y su gabardina llena de agujeros. Bebía el último trago del vaso y se limpiaba la boca con el interior del codo.


–¿Hay algo nuevo en las prensas?


–Solo la edición de Carroll. Se vende como pan caliente.


–Guarda uno para mí. Después de la reunión lo revisaré. Paso la semana próxima en la tarde.


–Preciso. La reunión empieza a las diez.


La mano extendida y la luz del farol iluminan la calle que lleva hacia el centro de la ciudad poblada de una capa densa de niebla. Tal vez uno de aquellos días Robert se decidiría a publicar las historias que traía en la mente y así, de una buena vez, purgaría ese aire negro que cargaba a todas partes. Nada comparado con Sir Walter: la energía de Robert era melancólica, parecida al fracaso (y por eso todo se llenaba de pesimismo o histeria no colérica, el cuarto de la oficina se manchaba como si alguien hubiese regado tinta sobre el aire). Sir Walter producía frío, algo similar al miedo y a la risa: una paradoja de la personalidad. Si Robert al fin se decidía, las prensas del imprentero se llenarían de viajes de piratas y demonios embotellados. Era una especie de favor: nadie leería las novelas, pero su grano de arena en el universo sería echado justo a tiempo –pensaba el imprentero.


Robert se perdía detrás de la esquina y Michel lo acompañaba unos cuantos metros, antes de que las casas le parecieran menos conocidas y las calles más pobladas; al fin, el hombre sacaba un trozo grande de queso: se lo extendía y se marchaba tambaleándose hacia el túmulo de costras que era la ciudad antes del ocaso.


*


La semana fue una indigestión y diez caminatas: Juliette no acertaba en sus acciones, en sus maneras al hablar. No importaba antes, cuando solo se refería a sus poemas nunca terminados, cuando se encerraba en la habitación por las madrugadas para fumar la incansable pipa del imprentero mientras este dormía, abatido por el cansancio del papel y las costuras. Juliette escribía hojas y hojas recordando la Francia de donde había venido. Nada extraño hasta el día después de que Sir Walter dejara su oficina: la mujer, quizá con más energía, le entregaba al imprentero una tarjeta con filos dorados con las señas del consultorio del ocultista. La familia d'Armain, la de Juliette, era un sencillo conglomerado de pastores y labriegos. Solo su afición por los libros y los poemas habían sido capaces de extraerla de esa somnolencia mística que la acompañaba siempre: quería estudiar filosofía o letras pero la situación económica y social no le favorecía. Cada hombre que conocía y que afirmaba ser artista esperaba acostarse con ella, aun sin importarle su opinión; la comida escaseaba y ella debía pasar los jueves, después de la feria del mercado, para recoger los desechos que echaban las vendedoras por creerlos podridos o irregulares. Y leía. Para esas alturas ya había abandonado la idea de estudiar, pero no la de escribir poesía; y, si cada hombre cobraría sus favores con sexo, ella prefirió aferrarse a uno solo. Por esos días, la conoció el imprentero: el cuarto diminuto que ella arrendaba en la ciudad quedaba cerca de las prensas de su oficina y casi siempre la veía pasar apresurada y seria, muy seria, hacia el fondo de Baker Street, directo sobre el empedrado de la calle que aumentaba en cien los cascos de los caballos y las ruedas de los coches, las voces estridentes de los vendedores y las gitanas. Nadie se aventuraba a vivir en el final de la calle, en donde a menudo ocurrían incidentes con muertos. Siempre recordaban la historia de un asesino que solía tirar, luego de sus crímenes, a sus víctimas con los vientres abiertos como puertas. Nadie. Y por eso llamaba tanto la atención del imprentero el efecto de somnolencia que la perseguía. Juliette, interesada en los libros, accedería primero a sus citas, luego a sus deseos y luego a su voluntad. Casi como en un juego de encontrar y atrapar, vivían en medio de los libros que salían de las prensas. Siempre callada, siempre ausente, Juliette no abandonó sus cuadernos mientras el imprentero notaba –quizá después del tercer año– que un cambio desastroso se producía en ella. Un sueño negro se apoderaba de sus actos y sus palabras. Al inicio fueron solo un par de errores casuales: el olvido de la tetera en la hoguera, los nombres de las cosas, la costura final en alguna edición de Carroll. Ella era quien los revisaba ilustración por ilustración y luego les grababa las letras doradas en la tapa. La niebla que le empezaba a cubrir los ojos inició casi al mismo tiempo en que el imprentero descubrió que ella conocía su secreto: el paquete minúsculo de opio que guardaba en la gaveta menos pensada y que usaba en la pipa, como otros aspiraban rapé o fumaban tabaco. De aquella vida en la universidad, de sexo y morfina y aspirar sueños y polvos y aceites y pesadillas, no quedaba más que una ligera melancolía que ella guardaba en los poemas que escribía y escribía:


–Yo podría hacerte un libro, Julie –le decía el imprentero.


Pero se negaba siempre. Y ahora le parecía imposible: en su somnolencia hablaba de los poemas y de los libros diciéndole que este hombre, Sir Walter, había pasado a dejar sus señas y la invitación especial que ya le había hecho a su esposo y a la que esperaba también fuera ella. El malestar indeciso de las manos y una repentina jaqueca le invadieron el cuerpo al imprentero, que no sabía cómo era que el condenado ocultista había dado con su casa fuera de Baker Street. A pesar de eso, no preguntó nada sino que recibió la tarjeta con filos dorados en donde resaltaba con una pluma la dirección y la hora.


–Puede curarme –dijo Juliette.


–Tú no estás enferma, honey –respondió él, acariciándole el cabello.


*


1875: Las piedras rebotan sobre las aceras poco iluminadas en el anochecer de Baker Street; han pasado meses –cuántos, se pregunta el imprentero– desde aquellos serenos ataques en donde Juliette se encerraba a solas en el baño de la casa y ya no iba en las tardes a la oficina. Michel saltaba y maullaba a los libros que no tenían una ‘r’ o una ‘w’ –importantísima–, menos a los libros de portadas y hojas casi impolutas de tinta o saliva. Jamás el imprentero afirmó que Juliette estuviese enferma: a veces cansada o irritada (el período menstrual no dejaba a la luna en paz y segmentaba esa sexualidad animal que era todo su cuerpo: en la escuela de la perversión Juliette adelantaba a sus contemporáneas, era un motor succionador… un abismo delicioso), quizá un poco aburrida de los mismos gestos en los mismos días. Poco o nada conversaba con Robert y cada vez menos con el imprentero. Los últimos ataques fueron insoportables: gritaba y ocupaba toda la casa con su alarido que no decía nada (un bisbiseo agudo que rechinaba en las ventanas y en los pisos), y mordía con brutalidad las manos y los brazos del imprentero. Lo tomaba del cabello mientras él le suplicaba que se calmara. Nada podía traerla de vuelta desde ese sueño negro que la atravesaba de lado a lado como una lanza sangrienta hasta que el propio delirio la dejaba inconsciente en una esquina del estudio, dormida entre las pilas de libros. Juliette in wonderland: qué tipo se seres oscuros habrán desfilado ante aquellos deslumbrados ojos mientras pasaban los meses sin que el imprentero supiera cómo enfrentarse a esa parte de su mujer (un sentido de propiedad irrisorio que empezaba en su cuerpo –el apetito sexual nunca saciado– y luego iba directamente hacia su voluntad –su pensamiento nadando entre poemas y poemas– para terminar en sí mismo: el imprentero parte y juez de Juliette) sin necesidad de enviarla a una casa de asistencia o a un manicomio. Alguna vez pensó en escribir a la familia de la chica, pero lo descartó de inmediato. Sabía que el padre –recio trabajador de la tierra con las manos llenas de callos por labrar una y otra vez las tierras francesas– le pediría que enviase a la hija hacia Francia, y pensaba en que ya no volvería nunca a Inglaterra. En su tierra natal había un especial interés en el tratamiento de enfermos de su clase y sería seguro que, si el imprentero deseaba verla después que se fuese, debería ir a Bicêtre o la Salpêtrière para encontrarla en medio de lunáticos y fanáticos (al trabajar como impresor conocía algunas mañas nada estéticas entre los autores: había tantos encerrados en esas casas para enfermos que decían que su literatura era el propósito mismo de la locura) desnudos e iracundos. Si ella se iba, nada se podría hacer. La distancia sería el peor pero el más efectivo de los remedios.


*


Robert llegó antes de que oscureciera, colgó su abrigo de marinero y se sentó en el sofá en la oficina del imprentero; había traído una botella de ron y ya se disponía a encender un cigarrillo:


–Buenas noches, Robert –decía el imprentero.


–Prr, prr –saludaba Michel.


–¿Ya almorzaste? –empezaba Robert.


–No, amigo. Juliette no pasó hoy tampoco. Comimos un poco de baguette y sidra. ¡Maldición! Olvidé comprar la leche para Michel…


–Ghhh.


–Algo intuí. Traje también unos trozos de carne seca y queso.


–¡Prr, prr!


–No debiste molestarte –mordiendo la carne y el queso–. Por suerte sobró un poco de pan –decía el imprentero–, aunque es el último pedazo. Las cosas no han ido bien, ¿sabes? Las copias de Carroll se terminan y no he podido renovar las existencias. Las medicinas son costosas y, bueno, no todo en la vida son tiempos dulces. Julie pronto mejorará y, con ella, las ventas.


–Me gustaría ayudarte de alguna forma. No sé… imprime mi texto: si se gana algo, que te sirva de apoyo.


–¿El libro del médico que se transforma? ¡Bah! Robert, no quiero ofenderte, pero eso no lo leería nadie. La gente prefiere las aventuras en los barcos, los viajes. Yo agradezco tus intenciones.


–Siempre pensé que sería un gran libro: es verdad que no es extenso, pero al escribirlo sentí una desconocida curiosidad por mi propio texto. No lo tomes a mal, pero sentía que las letras fluían por sí solas, como si alguna memoria me las dictara con una pasión irrefrenable.


–No sabría qué decirte, Robert.


Habían terminado de comer y estaban a punto de terminar la botella de ron.


–Podemos salir ya –dijo el imprentero–. Será bueno que nos abriguemos, pues la niebla ha cubierto todo…


–¿Cómo llegaremos?


–Sssss…


–No, Michel, no puedes acompañarnos esta noche. Te dejaremos lo que sobró del queso. Por la mañana traeré la leche y la compartiremos. Tomaremos un carro, llegaremos en menos tiempo y con menos fatiga. Además tengo que llevar los libros de Sir Walter.


–No me habías dicho que estaban listos. ¿Son estos? –Robert señalaba hacia un par de cajas que yacían cerca de la puerta.


–Esos mismos.


–¡¡¡Gggghhh!!!


–A Michel, no le gustan.


–Por alguna razón que desconozco, a última hora, pidió que cambiara su nombre por un pseudónimo: J. Williams Scott.


–¡Ja, ja! No es extraño: burdamente obvio. Tan de moda como sus artes ocultas. Yo mismo espero que mis textos lleven un pseudónimo: Robert Louis Stevenson, ¿qué te parece?


–¡Prr, prr!


–No le hagas caso, Michel tiene gustos bizarros. Es broma, es broma. En el camino podrás revisar la factura del libro: es una obra de arte, el encuadernado y las hojas, todo. Hoy mismo me pagará y podré renovar mis bodegas y añadir uno o dos títulos. Mira que quizá tome en cuenta tu libro. Dime, ¿cómo se llama?


–El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde…


–Tan largo como el título del libro de Sir Walter. Vamos, toma una caja y yo la otra. Espera en la esquina y pide un carro. Cerraré las oficinas y te alcanzaré.


*


El ritual fue el mismo que después se repetiría varias veces en el pequeño sótano del imprentero, salvo que esta vez fue en un segundo piso. La habitación cubierta con cortinas negras bloqueaba todo acceso de luz. En las esquinas se erguían candelabros con grandes grupos de gruesas velas de diferentes tamaños, todas encendidas, que permitían ver el mueblaje de la sala (antiguo y percudido) alrededor de un gran espacio vacío. El piso de madera tenía un pentagrama dibujado con tiza blanca, un cráneo de toro manchado de sangre y Juliette –¡Juliette!– sentada en una silla, lejos de los demás concurrentes (no serían más de diez contando a Robert, Juliette, Sir Walter y el imprentero), todos vestidos con sotanas negras y capuchas terminadas en puntas de tela muy largas. Sir Walter recibió los libros sin dirigirles la palabra y empezó con la ceremonia. Sobre un altar estaba dispuesto un crucifijo volteado y una daga: hablaba en latín y gesticulaba con violencia con la mano izquierda sobre un libro de proporciones descomunales. Mencionaba nombres: Fradael, Ignael, Bradoloel… hasta que levantó una hostia (la misma representación del cuerpo de Cristo –pensaba el imprentero–) que luego depositó en el centro del pentagrama cerca del cráneo iluminado apenas por el resplandor vago de las velas. Luego tomó la daga y, sin prestar atención al imprentero, extendió la mano hacia Juliette. Todos, formados en círculo, miraron cómo la mujer avanzaba con cierta somnolencia hacia Sir Walter. La daga resbaló por uno de los brazos de Juliette manchando la hostia con lentas gotas: Sir Walter lamía lujurioso la herida y levantaba la daga y el brazo de Juliette en un gesto espantosamente triunfal.


–La ceremonia se ha completado y ahora podemos dar la bienvenida a los nuevos miembros: el hombre que hace todo esto posible gracias a sus valiosísimos aportes económicos: el pastor Dean; además, un viejo conocido: el dueño de la imprenta en la que han nacido los nuevos manifiestos de la Orden. Y, finalmente, uno de nuestros autores noveles, el señor…


–Stevenson –dijo Robert–. Con tantas formalidades, me fue imposible presentarme. ¿No olvida presentar a alguien?


–Todos ya nos hemos presentado –cortó Sir Walter–. Ahora, debemos dar paso al juramento.


El iniciado, el tal Dean, debía tomar la daga y apuñalarla. Intervino Sir Walter:


–Para no enojar a Baphomet es necesario un sacrificio…


Juliette, con el brazo sangrando, extrajo desde una bolsa de tela negra a Michel. Se lo entregó a Walter sin importarle los rasguños y los gruñidos que daba. Dean debía traspasar con su daga primero a Michel.


Luego de cerrado el ritual, las despedidas fueron breves:


–Espero volver a verlos –dijo Dean, haciendo una señal con la mano.


–Delo por hecho –alegó Robert–; después de todo, la compañía es amenísima. Las diversiones, inigualables.


–La semana entrante será la ceremonia física. Vendrán más hermanas y hermanos. Siempre resulta algo… lúdico –sonriendo con sarcasmo–. Me gusta su mente, tan abierta como un buen libro.


–Mejor aún –decía Robert–, traeré uno de mis libros, así podremos intercambiar.


–Es un hecho. El tratado lo escribimos Scott y yo. Seguramente no tendrá tanta recepción como el otro libro mío…


–¿Cómo se llama? He leído un par de cosas, tal vez lo conozca.


–Estoy seguro que sí. Habla sobre el viaje de una niña –Alice– que solía venir a las reuniones. Era hija de otra hermana que la engendró en un ritual entre íncubos y súcubos. No estoy muy seguro de dónde se encuentre ahora. Desaparecieron un buen día, ella y su madre, sin dejar rastro, sin avisar a nadie…


–Ha sido un verdadero placer –se despidió Robert, disimulando.


*


El psiquiatra Samuel Tuke hace un completo análisis de cada caso en la Salpêtriere para decidir si el paciente encerrado ahí puede ser reinsertado a la sociedad o, por lo menos, puede abandonar las cadenas que lo afligen y le marcan las muñecas con llagas enormes. Uno de los casos le llama la atención: el de un hombre al que todos llaman el imprentero. No es nada violento, pero sufre de una extraña depresión melancólica que le hace ver a un demonio siempre en un lugar diferente del cuerpo. Entonces, el imprentero se rasca y se rasca hasta lastimarse y dice que el maldito diablo ha emprendido otro viaje por debajo de sus venas hasta aparecer otra vez, otro día, en otro lugar. Luego llora y llora y llama a Juliette. El médico anterior lo había apaleado mil veces sin que el enfermo mejorara un átomo; engañar a su enfermedad no era una opción. Tuke tuvo que soltarlo una tarde y él le apretó con fuerza del cuello:


–¡¿Qué sabe de Williams Scott?!


–Tranquilo, tranquilo –le tartamudeaba el célebre Tuke–, solo quiero hablar…


El imprentero lo suelta y ausculta entre los papeles que lleva el médico. Son fichas y un libro pequeño.


–Solo necesito paz –solloza.


–Todos la necesitamos, amigo –mientras se ajusta el cuello de la camisa y se compone la bata de médico interno.


–¿Sabía usted que en los rituales de magia negra se fornica a una mujer una y otra vez, diferentes hombres, para hacer que tenga un hijo o hija que prosiga la línea infernal?


–Los noticieros fueron enfáticos en eso. No se hablaba de nada más en las prensas: un tal Scott había pervertido a cientos de niñas por toda Europa. Después las mataba y se quedaba con sus propiedades. Pero eso fue hace casi veinte años…


–Y eso no es lo peor…


–¿Entonces?


–Que, la semana siguiente al ritual, Juliette faltó dos días con sus noches y Robert solo pasó para recoger el libro de Carroll, sin siquiera despedirse.


–¿De qué habla?


Y Samuel Tuke, el gran filántropo, lo dejó sin cadenas pero en paz mientras confirmaba el diagnóstico del médico anterior (delirios con períodos de violencia en donde el paciente imagina ser un personaje de novela y habla de libros que no existen –El tratado de ciencias ocultas– y ficciones no publicadas; probablemente se deba a su larga exposición a la literatura. Su profesión lo mató de tensión –una horrible parodia del Don Quijote–. Con un tratamiento de duchas frías se cura en tres meses. Firmado en 1885) y recogía su libro del piso. Era un ejemplar viejo de –cosa extraña– un escocés. Apenas había leído la mitad de la obra. En verdad este hombre, el imprentero, también se parecía al Dr. Jekyll del que leía. Y tantos Mr. Hyde como pacientes tenía la Salpêtriere.


*


Las cosas no marchan bien para la viuda octogenaria dueña del 696 en Baker Street. 1895 no es un buen año y hace tantos que nadie le renta la vieja casa. Corren rumores de que se escuchan gritos en las habitaciones y pasos en las escaleras (si alguien lo arrendaba, salía de prisa después de dos o tres meses). Así que la dueña decidió venderla a un hombre que se hacía llamar Scott Walters. Había pagado la primera parte del valor de la casa en efectivo y se instaló inmediatamente: restaban solo dos pagos –grandes– y las leyendas, al contrario de disminuir, aumentaban. La anciana octogenaria contrató a un hombre para asegurarse el pago o echar a los invasores.


–Buen día, quisiera hablar con la señora de la casa –solicita el detective.


–Murió hace tiempo –responde la sirvienta (una mujer de rasgos maléficos).


–¿Y el señor de la casa?


–Está de viaje.


–¿Cuándo podría hablar con él? Vengo en representación del ayuntamiento de la ciudad, ya que hemos recibido algunas quejas… extrañas. ¿Podría usted ayudarme?


–Si usted es de los que creen en chismes… –limpiándose las manos sucias de rojo en el delantal. Un especial anillo dorado le brilla en uno los dedos–, no seré yo quien le responda. Déjeme sus señas y cuando llegue el señor, le diré que le escriba.


–¡Claro! Este es mi ayudante, el doctor Watson, y le apuntará mis datos. Mi nombre es Holmes, Sherlock Holmes. Vivimos a tres casas de aquí, así que también es una visita de presentación. Nos veremos seguido –dijo el hombre sonriéndole.


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