Cuento
¡Ayuda, tengo un hijo poeta!
Francisco Carvajal
Número revista:
7
Estimados padres de familia, lamento mucho lo que están viviendo, pero no tenía otra opción. Sé que asistieron a esta reunión con el orgullo propio de cuando uno habla de sus hijos; aunque, cada vez que nos juntamos, me parece reincidente ese optimismo exacerbado al mencionar las aspiraciones profesionales de sus chicuelos. En lo que va del año, serán tres o cuatro sesiones en las que discutimos de lo mismo y no le encuentro sentido.
Por otro lado, he observado que, como yo, hay otras personas que no han hablado en una sola reunión. Pienso saber la razón, aunque les doy el beneficio de la duda. ¿Se han preguntado por qué no participo? ¿Por qué no me emociono como ustedes? ¿O se han percatado de que la profesora ni siquiera ha puesto interés en preguntarme por la vocación de mi hijo? Pues no. ¿Saben por qué? Tengo un hijo poeta.
Sí, tal como lo escuchan. Ahora podrán imaginar lo ridículo que resulta para mí venir hasta aquí y presentarme: «Hola, me llamo Raquel y mi hijo quiere ser poeta». ¿En qué universidad se estudia eso? ¿Le sirve su afamada ‘orientación vocacional’ para que cambie de parecer? Es más, ¿será posible siquiera impedir al poeta hacer poesía? O, lo que es más triste aún, ¿es mi hijo en realidad poeta? Si es así, ¿tendrá el mismo fin que su padre? Todos saben que soy viuda, ¿verdad? Pero mi esposo no murió de poeta, murió de tristeza.
Entonces, si la motivación fundamental del poeta y del artista es matar al padre —metafóricamente, por supuesto— y este hecho ocurrió sin metáforas, ¿qué le espera a mi hijo? Un desenlace trágico parece inevitable. Ahora bien, la razón de su secuestro es porque he aceptado la condición poética de mi hijo y quiero impulsarlo en su búsqueda literaria sin que su oficio de escritor, con la dedicación que esto supone, sea entorpecido por cualquier profesión o actividad que deba realizar para sobrevivir. Eso le ocurrió a su padre y, como dije, falleció de tristeza.
¡BANG! Sonó el disparo de la escopeta.
No se atreva a coger ese teléfono, señora de Aristizábal. La próxima bala irá para usted o para cualquiera que intente moverse, desamarrarse o hablar. Los quiero callados y con las manos adelante. Por ahora me desquitaré con esta bruja.
¡BANG! La bala perforó la pierna izquierda de la maestra Susi.
Sucede que, como madre, incrédula de que mi bellaco —quien no hace mucho hurgaba su nariz sin vergüenza alguna— se sintiera poeta, decidí investigar en sus cuadernos de literatura, materia dictada por la bestia que tienen ahí retorciéndose. Encontré notas de libros, leídos y releídos, muchos de ellos heredados del padre; aunque algunas citas me hicieron caer en cuenta de que también bebió de mis textos, sobre todo los de filosofía. Entre otras cosas, descubrí una prueba en la que se le pedía escribir un poema, y cuál creen que fue mi sorpresa al leer esto:
Hallé a la muerte y era del tamaño de un ojete
armoniosa, triste, apestosa
pero del tamaño infinito que supone un ojete.
Ese rostro incómodo que acaban de poner al escuchar la estrofa, ese mismo figuré al leerlo. No salía de la ingenuidad. Primero me pregunté en qué andanzas estaba involucrado mi hijo para redactar eso; después razoné que, para escribir, aunque el andar es importante, se necesita leer. Revisé sus libros y hallé a muchos de los simbolistas franceses, pero ¿qué estaba haciendo? ¿Trataba de juzgar a mi hijo por lo que escribe? Más allá del aparente contenido sexual del asunto, ¿no existía más bien una metáfora genial de la condición contemplativa del poeta? Al criticarlo por lo aparente, ¿no estaba cometiendo el mismo error de esta bruta que se dice maestra?
¡BANG! Otro balazo impactó en el hombro izquierdo de la profesora.
Ella calificó el examen de mi hijo con un cero; además lo tachó de pornográfico y maleducado. Bastaría obtener la mirada animal para no dejarse escandalizar por lo superfluo. Por supuesto, como madre, me pregunté sobre los lugares que habría frecuentado mi hijo para referirse con total desparpajo al sexo femenino; pero, como lo conozco bien, sé que no frecuenta nada. A lo sumo y sale a comprar el pan.
Tampoco creo que haya una intención de hacerse el maldito. Más bien, encuentro que la imagen de cretino que muchos pueden imaginar al leer esta estrofa solo habla de su carencia de criterio literario y de la mediocridad insustancial de creerse mejor que los demás, propias de quienes no pueden abandonar un canon obsoleto, tal vez medieval. Veamos, ¿qué supone la muerte? Quizás el último estado de éxtasis, el momento de enfrentarse al vacío, de contemplar el abismo. Y ¿no es esa la posición que toma un poeta en la experiencia creativa? Bordear el precipicio —o la muerte, si se quiere—, hipnótico tesoro.
La fascinación natural del ser humano por la muerte es lo que nos mueve hacia el acto sexual, diría Bataille en su Erotismo. Trescientas páginas de profundidad psicológica y filosófica resumidas en tres versos de un poeta: mi hijo, a mucha honra. Y si algo sé, como filósofa que soy, es que el noventa por ciento de las motivaciones del ser humano tienen que ver con lo sexual, por más puritanos que nos asumamos. Lo siento, pero es así. Entonces llega el poeta y en lugar de dejarse llevar por la ola pasional, la contempla. Aquel abismo infinito que para él representa un ojete, es también el órgano necesario para la vida. Contemplar la vida a través de la muerte, necesario en épocas barbáricas.
¡BANG!
Le advertí que no se moviera, señora de Aristizábal.
Disculpen, pero hay que poner orden. Esta reunión acabará en un momento. De todas formas, la policía llegará pronto; en estos tiempos no fallan ni con la vigilia, ni con el castigo. Pero lo que ahora nos compete es encontrar la forma en que el poeta se revele. Sé de primera mano que ya tiene un manuscrito importante. Aquello debe publicarse, solo así hará parte del escenario poético actual. Para eso, necesita plata y perder la vergüenza.
Plata no tengo, esa es la razón de su cautiverio. En sus celulares, que amablemente me facilitaron, está abierto el crowdfunding que creé para cuando mi hijo se quede huérfano. Sí señores, ahora todo es digital. Solo deben dar un click y asegurar el pago. La cantidad está marcada. Son 600 dólares por cabeza. Lo correspondiente a las cuotas de Navidad y del paseo de fin de año. Esos gastos burdos que, creemos los padres, alegran a nuestros hijos, serán bien invertidos en la publicación de un libro. Y no se preocupen, le dejé a mi niño una nota en la cual dispongo que cada uno de sus retoños acceda a dos ejemplares gratis. Eso sí, después de agotar la primera edición.
Como les anticipé, hace poco enviudé. Una tragedia familiar que disparó el potencial artístico de mi hijo. La tragedia es fundamental en el artista, así que, al menos por eso, estoy agradecida. No así por las deudas que heredé solo porque se inculpa a mi difunto de suicida. Siendo esta la causa de la muerte ―según los abogados de la aseguradora; para mí, falleció de tristeza― perdí todo derecho de cobrar el seguro y, por esos chanchullos del Seguro Social, también me quedé sin montepío. Para sobrevivir, recurrí a un préstamo que no pude pagar y mi casa está a punto de ser embargada.
De todo eso, señores, por increíble que parezca, me enteré esta semana. Un aviso tras otro, catástrofe seguida por más catástrofe, porque lo malo siempre puede ser peor. Si quiero parar esa cadena desastrosa, no puedo dejar cabos sueltos. Moriremos todos señores. Suena egoísta de mi parte, pero no me arriesgaré a ser acusada de suicidio, así que el bidón de gasolina que ven junto a mí es para quemarlo todo. Por supuesto que algún día descubrirán que, antes del incendio, ya estaban muertos, pero es por su bien; nadie quiere perecer dentro de una hoguera, calcinado, aunque la huella que dejemos será imborrable en la misma medida que inalcanzable.
Les pido disculpas por lo que pueda ocurrir con sus familias, pero si estoy segura de algo, es que todo esto fortalecerá a sus hijos. Para que una obra vea luz, siempre se necesita de un sacrificio. Mi obra maestra, mi hijo, necesita que me sacrifique por él. Sus hijos, algún día, también comprenderán el suyo. Una vez muerta, Carlitos Andrés no tendrá que preocuparse por el dinero, no heredará mis deudas pues, aunque por su poesía aparenta más años, sigue siendo menor de edad. Podrá dedicarse a la escritura, libre, al menos por un tiempo. De aquello estoy segura por esa A invisible que tiene dibujada en la frente. El aura, le dicen. Antes de poner fin a todo, leeré otros de los versos ensombrecidos por la crítica sin argumentos de la profesora Susi:
Contemplar el centro de todo
a oscuras, en silencio absoluto
eterna reminiscencia de las cosas
delirio que se resiste a la totalidad
de la nada.
Otra vez, 400 páginas de El ser y la nada en cuatro versos, señores. Adiós.