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Cuento

Casa de naipes

Gisela Santibáñez

Número revista:

6

—Dame la llave, no estás en condiciones de manejar así —le digo con un residuo de audacia.


Sonríe, mueve la cabeza de lado a lado, chasquea la lengua. De sobra conozco esa expresión. Se acerca. Me apunta con el dedo índice en círculos, a centímetros de mis ojos:


—Ajá, te doy la llave a ti porque no sé manejar. Sí, cómo no —dice salpicándome la cara con su aliento a tequila—. Ahora resulta, “la doña” maneja mejor que yo… ¿Quién te crees? Estúpida.


Espinas desgarran mis hebras internas. Inútil entrar en su juego.


—Sólo dame la llave, Antonio. Recuerda, Toñito viene con nosotros.


Soltar, dejar ir. ¿Dejaré ir algún día aquello que nunca fuimos?


—Maneja tú —me dijo al oído su madre al despedirnos.


—Dígaselo a él —respondí.


La comprendo, no quiere meterse en problemas. Los demás fingieron no darse cuenta de su estado. Somos actores en una bien montada obra de teatro. Dignos aspirantes al Tony.


Insisto.


—Yo voy a manejar. No se discute.


Hablo pausado, respiro profundo entre las palabras para no vomitar el terror con restos de boloñesa. Suelta una carcajada. De un manotazo me avienta al suelo. Toñito llora detrás del cristal.


Si tan solo pudiera ver la montaña rusa desde el suelo…


—¿Estás contenta? Mira lo que consigues con tus necedades —dice.


Me levanta del cabello. Intenta meterme por la fuerza.


—¿Algún problema? —preguntan a lo lejos, en la oscuridad de la noche.

—Todo está bien —respondo.


Todo está bien. Mi letanía los siete años que fuimos novios; él en México, yo en Guatemala. Tenía quince recién cumplidos; él, dieciocho. Mi madre estaba convencida: con él tendría el mejor futuro al que podría aspirar.


Bronceado, olía a colonia Aramis, a cerveza y a Delicados sin filtro. Si lo ignoraba se encerraba en su recámara, aporreaba las paredes hasta sangrarse los puños. Pese a encenderme la sangre con luces de bengala, mi timidez extrema no daba para más que algunos monosílabos. A él parecían bastarle.


Mi mundo iniciaba en su torcida sonrisa, terminaba con algún sarcasmo y renacía en un toque cariñoso de sus dedos. Era un violín que él tocaba o desafinaba a su antojo.


El refrigerador y la alacena agradecían cada una de sus visitas a casa. Mamá lo atiborraba de embutidos, postres, toda clase de productos importados, ausentes el resto del tiempo. Se ocupaba de mantener contento al gran partido futuro-próspero-doctor.


En la puerta de la nevera colgaba la idea de que debía ser compensado por haberse fijado en alguien como yo.


Nos escribíamos a diario, nos telefoneábamos los sábados. Su llamada inminente ameritaba cuantiosos preparativos. Una niebla de angustia envolvía al aparato telefónico. La ansiedad me daba basca. Concentrada, inhalaba profundo por la nariz, exhalaba por la boca en un intento por mantenerme en calma; colocaba cerca una botella con alcohol y algún recipiente para vomitar.


A las nueve de la noche en punto el timbre cimbraba mi sistema nervioso. Su voz indicaba el inicio del examen oral que debía aprobar con nota sobresaliente.


Mi fin de semana lo planeaba en torno a la cita. Cuando se descompuso el teléfono sonó la campana en la puerta de mi casa. Eran las doce de la noche.


Un amigo suyo traía el recado: Antonio estaba muy preocupado por mí, necesitaba saber si algo malo me había ocurrido.


Años después, ya casados, debía contestar de inmediato sus llamadas.


—¿Cómo sé si no te asaltaron?


Se preocupa por mí. Me ama. Todo está bien, me repetía.


—Descansen, buenas noches. Mi boca se estremece en una mueca parecida a una sonrisa. Agito la mano. Entro al auto del lado del copiloto. Cierra mi portezuela, se pone al volante.


Soy un rompecabezas con las piezas en desorden.


—Me alegro, entraste en razón.


Su sonrisa me abofetea la cara. Volteo e intento calmar al niño.


—Todo está bien —le digo.


Enciende el auto, pisa el acelerador a fondo. Siento el pánico atrapado en el estómago. Mi reflejo en el vidrio finge normalidad.


Llegamos a casa con un espejo roto y un rayón en el costado, agradecida de poder bajar ilesa junto con mi hijo.


Mi recámara tiene dos caras: una asoleada y segura. La otra, a la intemperie, surge generalmente de noche. En ella las esquinas de los muebles cortan, las paredes raspan y las persianas esconden incisivas aristas. Ingreso sin prender la luz. Abrazo a mi hijo, me escondo entre las cobijas. Lo escucho subir las gradas. Alerto mis sentidos. Una gruesa capa de terror cubre los carbones encendidos de rabia.


Se acerca a la puerta con una mano detrás de la espalda. Temo que sea un cuchillo e intente matarme. Toñito duerme. Yo entrecierro los ojos, finjo dormir.


—Vamos a la sala, quiero hablar contigo ­—dice. Se inclina, besa al niño en la frente.


Silencio.


Me concentro en respirar. A lo lejos, un camión avanza; el sonido se pierde en sus propios problemas. Cuido mi actuación como equilibrista sobre cuchilla afilada. Sus pasos se alejan. Baja los escalones.


Oigo mi jarrón de talavera hacerse trizas contra el suelo. No debí insinuarle cuánto me gustaba. Espera que baje y le reclame. Toñito duerme, ajeno a cualquier drama.


¿Por qué a mí? ¿Qué hago mal? ¿No me empeño en cumplir bien con mi papel de madre y esposa? Espero a que Dios Padre baje en persona a responderme de frente.


Mi mundo es bastante surrealista, como caminar con las piernas de otro, como andar con zancos controlados por él. Plancho diario su ropa para que se presente impecable al hospital donde trabaja, hago las compras, realizo los pagos, me encargo de todo lo relacionado con Toñito; conservo la casa como vajilla de porcelana, cocino comida de tres tiempos; mantengo el refrigerador abarrotado de cervezas, me ejercito para estar en forma, le ofrezco de cenar con entusiasta sonrisa desde mis zapatillas de tacón. Al siguiente día, vuelta a empezar, como hámster en su rueda. En algo me estoy equivocando. ¿Por qué no puedo verlo? ¿Es que acaso lo que doy no es suficiente?


Mi vida es una casa de naipes que mantengo en pie con dos cabezas, seis manos, y ocho piernas, en un esfuerzo de cuarenta y ocho horas por día.

La madera de los escalones cruje de nuevo. Cierro los ojos. Cuento mi respiración. Uno, dos tres, cuatro…


—Estás despierta, lo sé.


…Cinco, seis, siete, ocho… Siento su presencia, inmóvil, de pie junto a mí. Dios, apiádate, que no me lastime; nueve, diez, once…


Camina al otro lado de la cama. Se deja caer. Se voltea. Echa un brazo sobre mí. Su aliento apesta a cantina barata, a cenicero al tope. Una baba blanca, espesa, cuelga de su boca abierta. Ronca. No me atrevo a moverme ni a moverlo. Miro hacia arriba, me concentro en la mancha húmeda del techo. Poco a poco, mi respiración se normaliza. Ya pasó, esto fue todo, me repito. Todo está bien. Soy experta en caminar sobre tierra minada.


Hablaré con él mañana, esta vez comprenderá. Cierro los ojos. Imagino nuestra celebración de veinticinco años de casados en un futuro no tan remoto: los dos bailamos al centro de la pista. Él me abraza. En su mirada amorosa veo que todo lo vivido para llegar a ese momento ha valido la pena. Mi madre sonríe: es cuestión de sobrellevar.


Despierto. Una frágil tranquilidad asoma con la luz del sol en las persianas. El espejo me reitera con un gesto que todo está bien. Bajo a prepararme un café.


—Buenos días, ¿desayunamos? La pasé muy a gusto en la comida ¿Y tú? —dice sonriente al tiempo que me da una suave palmada en la cadera.


Al devolverle la sonrisa una mueca de amargura escapa de mi boca.

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