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(Fragmento de novela)

Degenerado

Ariana Harwicz

Número revista:

10

Me sientan en una camilla o camastro, no totalmente de estilo médico ni tan confortable como un lobby de un cuatro estrellas, me piden que me relaje, no que cierre los ojos pero que me deje ir. Qué es eso de dejarse ir. El ejercicio custodiado por dos agentes del orden consiste en que vea imágenes y ellos constaten mis reacciones íntimas cableadas. Primero veo paisajes más o menos idílicos, los Alpes, las Maldivas, después gente caminando en una gran ciudad, mujeres y hombres apuestos, y después, yo no sé si esto es legal, púberes en ropita de playa, niñas y niños chapoteando y solo cubiertos por arena. Todo conectado con sondas ellos van comprobando ondulaciones y picos en una pantalla. Yo no sé cuánto de esto es legal, yo no sé qué quieren que muestren mis órganos, después me desconectan y me pasan un gel.


Colóquese bien delante del micrófono, prosiga. Itzhak Perlman nació en Tel Aviv en 1945 de padres polacos. No ha lugar. Decide estudiar violín a los tres años y medio y contrae polio el año posterior. No ha lugar. ¿Cómo que no ha lugar? Tendrá todo que ver si me dejan llegar, nadie sabrá nunca si eso frenó el talento o lo desarrolló, en eso me dan la razón, ¿no? ¿Por qué protesta el acusador? Ser inválido es una anormalidad como un prodigio es una anormalidad. A ciencia cierta nada es a ciencia cierta, el infortunio y la desgracia pueden engendrar un hombre excepcional. Algunos deben a su bastardía la gran obra, qué sería de ellos sin su angustia. Objeción, ha lugar. Bravo gritan los franceses en las carreras de ciclismo. Bravo gritan los españoles a los toreros. Bravo dicen los americanos a los cantantes pop. Podemos volver normal una anormalidad muy fácilmente, la prueba está en lo que les digo de esta época divinamente tiránica, supongo que me interpretan. Desde que nací me hablaron por fórmulas en los fangos, escondidos, en las noches de balaceras, subidos como gatitos sin raza a los árboles en las requisas, por repeticiones y plegarias, por movimientos lentos en dirección a Jerusalem, para encauzarme y volverme uno más, un chico normal y logrado que se escondía, ¿y de eso tengo la culpa también?


Tiempo de receso. Banco, pasillos, salas con ventanas de vitrales. Tengo la impresión de haber sido un piadoso. Ahora yerro y la luna está casi a mi altura. La puedo tocar, abalanzarme, embocarla. Estoy en la carretera sinuosa de casas de capotas irregulares, barandas y perros de raza dormidos con sedantes. Estoy sufriendo cigarrillo tras cigarrillo. Estoy maldiciendo frase a frase. Yo no podía, no podíamos papá alejarnos de ella unos kilómetros. Era algo que fallaba cada vez. Mis hermanos y yo nos subíamos a sus piernas y ella se tiraba a dormir con nosotros encima, le pesábamos tanto, nos dejaba echados alrededor suyo, a papá le estorbábamos, nos tiraba afuera. Me retiran del pasillo hacia otra sala más pequeña y custodiada, las manos con esposas.


En las mediaciones del entretiempo me miran mientras comen sándwiches los civiles convertidos en jueces de este Tribunal de provincia. Todo menos la ropa indica que estamos en el siglo anterior o incluso en el XVIII. Un reloj detenido, un crucifijo encerado y muebles pulidos. Yo sigo paseando sin calzones, sigo desnudo de la mitad para abajo, a nadie parece interesarle mi genitalidad, ponen más azúcar, discuten. Empleados judiciales, domésticos, jueces y reos me ven sin calzones sin el menor estupor. Estoy muerto delante del puerto marítimo de Dunkerque. Estoy muerto sur la Rive Nord du Lac Léman y una flemática noche, refugiado en la fachada oeste de la catedral de Koln, estaré únicamente muerto. Pagar alguien tiene que pagar. Pagar, pago disfrazado con un gorro de lana, un refugiado limosneando en los mercadeos de navidad. Yo ya no soy yo, yo ya estoy fuera de servicio en esta especie de despojo. Un paréntesis, su señoría. Un segundo, civiles jueces. Todos me estafaron, los que me querían tanto y me venían a preguntar sus cosas en medio de crisis y piñas conyugales, los que me pedían que les redactara las cartas a las amantes, los que me pedían que leyera por ellos la Biblia o les enseñara a hablar. Se hicieron humo. Ni llamaradas. Un recreo para explicarme qué pasó mientras el hongo crece y nos entierra en el cielo. Mientras el pájaro espino ofrece su vida en un canto superior. Me ven que levanto las manos y me trastean, vienen a desmembrarme por semejante cultura lasciva. Qué te pasa, mi amorcito. Qué te duele, gordita. Necesito sentir la guatita, la guatita. Degenerado. Que se pudra el escabroso. Los negros policías me meten en el penal sin chistar. Negros polizontes villeros y los blancos dilapidados. Razia total. Nosotros estamos acabados, fruncimos la pera, nos rascamos como gorilas delante de los espejos y saltamos excitados al ver porno pero el esperma es llanto, pobres hombres.


No denuncié el hecho cuando mis padres me abandonaron y ahora el expediente prescribió. Qué puede hacer un hijo si sus padres una mañana cambian de nombre, de ciudad, de empleo, de padrón y de corte de pelo. Zorzales de fondo en esa gruta en la campiña. Recuerdo ese día, yo caminaba con las manos abiertas como venido de cometer un acto feroz, como si me colgara un arma de cada dedo, no había hecho más que espiar a mis padres en su nueva vida, los dos de espaldas sentados en el sofá marrón de una casita modesta al otro lado de la ciudad. Ahí donde solo se ven plantaciones y arena. Dos ancianos apacibles mirando la televisión con antena satelital, ajenos ya al hijo que alguna vez tuvieron. Como los combatientes de Vietnam, pasado medio siglo, se ven en el supermercado o en el Pub Celta o Irish del centro como personas sin historia. Un dedito más de whisky y resulta que se bajaron a 80 vietnamitas en el Lago de Bambú. Dos liebres saltaban cuando me fui. Desde mi nacimiento mamá dijo haber sentido un presentimiento fatal como un ave de presa sobre nosotros cubriéndonos con su sombra. Había algo en mi voz, antes de hablar, mis hermanos, ahora todos en sus lápidas de guerra, no eran así, los otros chicos tampoco y ella quería ver en eso el signo de la genialidad. Una generación y otra, un régimen tras otro, un aborto y otro pasarán en los hospitales por la puerta angosta, todos pasaremos por ahí. Suena la alarma, al escondite, con las motas, abajo vamos todos a dejar el riego, no más cortar tarugos, abiertas las mangueras y colgadas las hachas. Ya estamos instalados en el depósito, nos miramos con mis padres y mis hermanos. Algunos comparten lo que llevan, otros se arrancan el vino con trozos de uva como si mordieran búfalos en el desierto. Los dejan caer sobre sus zapatos, la cáscara con airones, los cordones atados con yema, los dientes emplumados. Los vecinos se echan a dormir, hay tres que se tocan, se rozan, la lubricidad brota en cualquier lado, en las tuberías del alcantarillado carcelario ruso, en los llamados bebes munición. Con tres años ya podía ver los ojos cosquillosos en pleno toque de queda. Con tres años defecaba delante de todos en las guaridas y era mamá la que me limpiaba con sus pañuelitos perfumados. Agacharse a hacer las necesidades en un rincón sin que una brisa enfríe mi endurecido trasero, ahora veterano. Cada vez que me agacho la veo haciéndome una seña, tan dulce, tapate la raya hijo, tapate la raya mi bebé, con el pantalón bajo y mojado me paseaba entre las piernas de los adultos y oía; cierren las demarcaciones, volvamos a la moneda, que los metan en un carro, otros pedían escuchar la sirena. Mi infancia era un pozo lleno de reptiles enrollados. Memorias de hombres y mujeres trenzados y yo que hacía gárgaras parado de cabeza, a papá le gustaba mostrar esa gracia. Miren, miren por favor al pequeño con la cabeza en los pies, entonces me sacudía desde abajo para que meara al revés. Hacían el chiste de crucificarme, a mí, el judío, y aplaudían cuando mi chorro iba bien alto. Tirales tu lluvia bendita, bendecilos como Moisés. Otros seguían al comunismo con banderolas y silbatinas, uno, dos, marchen, Stalin era el sueño.


Lo peor no es caerme como un veterano de las fuerzas armadas estadounidenses devenido mujer, lo peor no es ya caído, por la polio, la sarna o la tuberculosis, que me den por traidor, lo peor es a punto de caer la mirada de ellos y no poder contestar. ¿Qué dice? me pregunta el custodio. Guardianes, agarren sus armas al puesto 5, grita de pronto. Alerta máxima, se detectó un movimiento de insubordinación. El Comité evalúa suspender el juicio y devolverme a la celda por tiempo indeterminado. Mi conducta está al límite, niego toda acusación pero aunque estuviera escrito en el cielo no lo verían.

El anciano la viola mientras otros la golpean con palos y aplastan sus cigarrillos contra ella. Dos automovilistas descubrirán a la víctima a primera hora de la mañana vagando por la calle con la cara hinchada. Bajo custodia, el líder, un ciudadano turco, había dicho cuando salga, me follaré a toda Francia. Un cómplice, por su parte, admitió que había atacado a esta joven, porque era francesa y a él no le gustaban las mujeres francesas. Estos inmigrantes subsaharianos se dirigían a la vecina Libia y posiblemente a Europa cuando su vehículo se descompuso en la región norteña de Agadez. Murieron de sed. Clavar cuatro árboles a la redonda, poner un puesto de verduras bio y génial, dicen los franceses, ¿y es esa la humanidad que nos ofrecen? Comer sano, evitar el cáncer y votar a la izquierda. Mi culo es más ecológico que esos árboles clavados por ustedes los que están del lado de la ley. Y después pasan su tiempo entre México y New York, es peligroso, después todos van a querer ser como ellos, pasar seis meses en Acapulco, eso es nocivo para el planeta, no los terroristas. No, espere, si acepté no tener abogado es para defenderme con mis propias palabras, no es apología, no es apología en absoluto, ¿dónde ve la apología? Es seguir un razonamiento hasta el final. Siguiendo el razonamiento ellos son nocivos, no los que andan cargados. Quieren que me flagele, que me ponga una bolsa en la cabeza, que haga un ayuno vegano, que me declare integrante de un complot. Nadie se impone una vida. Nadie se impone el rigor de una parálisis. Los lazos familiares son un problema mental, ¿vendrían mis hermanos a verme si no fueran piedra con inscripciones ya borradas?, ¿vendrían mis padres si no fuera el hijo bobo? Lo flaco que estoy, acabar hecha una nada sin trusa en un tribunal. Acabar hecho un clavo vestido y apenas respirar. Estoy acá enclaustrado en estas paredes como murallas a escala de dios, nadie quiere verme y no quiero ver a nadie, ¿vendrían mis padres de la mano a traerme algo dulce un domingo si supieran cuán enjuto estoy? Al menos eso, el morbo por comer, comé, comé, no hago otra cosa en el día que escucharla decir comé, comé, desprecio y desperdicio.


A mí me darán cuatro mil quinientos años, más años que a Scilingo, a él cadena perpetua pero no le dijeron el número, hasta que se muera, a mí me van a precisar el cómputo. Yo me siento culpable, lo acepto si lo llega a decir la justicia, quizás hasta me den una reducción de veinte años por comportamiento ejemplar y buena fe, hay una diferencia, ellos son tan culpables como yo. En mi primera mazmorra caen las plumas y se esparcen. Noche endiablada y colorida en el pabellón. Los otros detenidos las escupen repelidos en el sueño cuando el viento se las pega. Pasa la noche correctiva, fermentada del hombre sin deseo. Del otro lado en el Este las mujeres se llevan el metal y secan la cabeza de los asiduos pero el sexo en ellas es liberación y en el hombre inmundicia y yugo. Se dicen camaradas. Se pasan el cuerpo la una a la otra, se pasan sus vaginas, se las prestan como armamento clandestino y guerrillero. Del lado Oeste hay otras víctimas, cuántos tipos de víctimas hay, cuántos puntos cardinales. Las víctimas que no se ven, las que más sufren, los bebés esparcidos en sedimentos disecados. Lloré toda la primera noche. Desde una torre del castillo a la otra, eso es llorar, la verdadera desdicha. Mi mamá hizo todo para que viva, no tendría que haber hecho semejante esfuerzo, más bien cerrar los muslos esquivándome.


Vos mamá estabas en la sala de espera frente a una mesita ratona de mármol, había un espeso olor a incienso que no me dejaba sentirte pero sé que esperabas y controlabas la hora. El profesor dijo que podías pasar a la sala pero preferiste quedarte. No estudié piano nunca, dije mal sentado en el taburete. Me hizo poner las manos desnudas y me indicó dónde estaba el do mayor, mis manos más anchas que de costumbre sobre las teclas. El profesor tenía un gesto de desaliento, carraspeaba, se sentó en una silla baja y sin hablar me hizo seguir sus movimientos indicando una breve melodía, cada tanto me pegaba en los nudillos con una lapicera criticando el fraseo, el mecanismo de los dedos a viva voz, mi madre debajo del perchero y con la nariz en alguna revista escucharía todo, los detalles. Dejé caer las manos en la mitad de la clase y eso lo irritó. Me levantó la voz, las manos en el teclado siempre, siempre, las manos en el teclado. Solo esperaba que la hora terminara y poder salir corriendo a la calle oscura, arbolada, en decadencia fastuosa. En la sala de espera mamá dio vuelta la cabeza, puso el billete doblado en la mesa de mármol y salimos al invierno. Afuera alguien quemaba unos arbustos en alguno de los patios traseros de esas casas de otra época. Una fogata que imaginé tornasolada.


No tengo dudas de que tomé la decisión incorrecta. El valor y la verdad son extremadamente raros. Ya están al corriente, no fui un héroe ni un hombre bueno, las dos únicas opciones. Nunca tuve el mínimo arrojo. Mi vida me parece una alteza estrecha, lo que hice y escribí desapareció del horizonte como se disuelve un temporal que no se desató y los empleados levantan los vallados y señales de emergencia, las calaveras de peligro, las veces que me obligué a vivir, quién puede acordarse siquiera de un pormenor. El día que derribé, el día que me lancé de cabeza a una ribera, el día que el corazón latía fogoso, la vez que escribí cien páginas, quién podría contabilizar hechos ciertos del pasado. A los viejos les queda el presente estático, el deseo menguado, un florero sobre una mesa, el mismo cuadro oscuro durante generaciones, una calle trasera en una ciudad caliginosa. La pasión larga compartida es ahora la antesala del fin. No serás mi madre muy pronto, se deja de ser madre alguna vez aunque se haya parido, y entonces serás una mujer que compra una planta en un pueblo o es saludada por algún vecino y nunca parió. Si estás a salvo de la Corte, si no te llaman a declarar, este final del verano habrá sido el final de los últimos intentos. Ahora tenés la careta de anciana, pero yo recuerdo, como se recuerda un tapiz bordado visto en el bazar de Istambul una tarde de nieve, pero yo recuerdo, como se recuerda nítidamente la primera película que vi en el cine de adultos de La Charité, recuerdo como se recuerda haber jugado en una improvisada bañadera a los soldaditos, recuerdo el deseo que te tenía, cómo ensayaba morir por tu causa, cómo no te veía como mis compañeros veían a su progenitora. Luego se nos impondrá el sol brutal de la realidad razonable, un almuerzo sobre el heno con niños y nubes lejanas que no traen aguacero, y nos llegará a los dos el carnet de viejos por correo estatal. Y todo el declive y todas las opciones falsas.

*Cortesía de la autora. Tomado del libro Degenerado (Anagrama, 2019)




Ariana Harwicz (Buenos Aires, Argentina, 1977)

Realizó estudios de cine, dramaturgia, filosofía y literatura. Ha publicado cuatro novelas y dos libros de diálogos. En sus cuatro ficciones, a través de personajes sin nombres aborda temas como la violencia, la marginalidad, el incesto, el crimen o la pedofilia. Mientras que sus ensayos consisten en diálogos donde indaga el proceso de escritura como sucede con Tan intertextual que te desmayás (2013) escrito junto a Sol Pérez o bien el proceso de traducción tal cual se presenta en su último libro publicado, Desertar (2020) escrito en conjunto con Mikaël Gómez Guthat.

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