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Narrativa
Huacos familiares

Domitila

Karla Armas

Número revista:

Huacos

Domitila Jara fue la abuela de mi madre. Sé muy poco sobre ella. Mi mamá y mis tías dicen que era guapa, porque ellas lo son. Se casó a los 39 años en un país donde a los 30 ya eras una abuela solterona. No escribía ni tomaba fotos. No dejó ningún registro sobre ella o su época. No sé si tenía una causa o soñaba con largarse para siempre del país.


Nunca sabré si se sentía a gusto en su piel, tampoco qué la encendía. No sé si su esposo, un médico italiano que migró al Ecuador, la hacía sentir menos chola o si pensaba en el lugar que ocupaba en la sociedad o si alguna vez se preguntaba alguna de esas cosas. Tampoco sé si no pudo evitar las desdichas de la vida doméstica. Sé que, a la misma edad en que ella se casó, yo tuve a mi último hijo con un grindio nacido en Chicago, de padre ruso y madre ecuatoriana.


Nunca supo eso de mí. Hasta ahora hemos vivido en dos alas extremas de un velo. Solas y en silencio.


Imagino a Domitila distraída en su jardín. Pongo un coctel de cacao en su mano, la veo en medio de una fiesta en su casa, en Balao.


Lo preparo a escondidas detrás de la ventana de la cocina. Su boca roja por el baile toma mi trago. Recorro su garganta, salgo por sus ojos solo para que ella, en medio de la nada, voltee al vacío mientras su esposo médico por vocación olvida, también, cómo la enamoró. Extasiado bajo la lluvia caliente que cae del cielo de su nueva vida, entretiene a las invitadas con canciones nostálgicas de otro tiempo, cuando soñaba con largarse de la Italia de inicios del siglo XX.


Tampoco quiso quedarse en Quito. Demasiado frío, demasiado muerto. Se vino a Guayaquil, donde conoció a su primera y segunda mujer. Fue su nieto el que regresó a la capital, décadas después, montado en un caballo con el aguardiente en la mano.


Domitila no sabrá esto nunca. Flotaba a cinco milímetros de la tierra la mayor parte del tiempo. Seguro le preocupaba ese pasadizo oscuro que recorría en las noches. Sonámbula como era, no sabía si se había ido de fiesta o si le había dado por hacerle un escándalo al médico por no tener una cura para ella. Domitila debía esperar el resplandor en su cara para saberse viva.


Una noche caminó hacia el río. Estaba dormida y con los ojos abiertos cuando sintió el veneno de la serpiente que la mató. No sabré nunca si en su delirio vio el futuro, la nueva vida de su marido Francisco, mi tatarabuelo, al lado de Maclovia Valle, una negra fabulosa que fue su segunda esposa. No sabré nunca si logró advertirme desde su ventana.

Su hijo se volvió alcohólico a los ocho años para verla de nuevo. Sé que se sintió tan solo que la buscó en cada aguardiente que encontraba en el camino, como si fuese el río en que ella se fue.


Domitila no meció la cuna de ninguno de mis hijos, no los conoció. No he visto una sola foto de ella, todo lo que sé me lo contaron mi madre y mis tías en medio de una tarde de té y pasteles.

*Texto resultado del “Taller de escrituras familiares” de Gabriela Wiener, llevado a cabo en el Centro Cultural Benjamín Carrión , en Quito, en marzo de 2022.




Karla Armas (Quito, Ecuador, 1978)

Escritora y comunicadora social. Autora del poemario Pez Amapola. Colabora con revistas nacionales e internacionales. Ha participado en varios recitales de poesía a nivel nacional e internacional. Fue invitada al Festival de la Lira 2019.

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