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Cuento

Dueños de la arena

Giovanna Rivero

Número revista:

6

1


Cuando éramos chicos, metíamos los pies en los montoncitos de arena y amasábamos castillos. La lluvia se encargaba de diluir los castillos en el destino del agua. Los sabañones eran lo de menos, o el cristal finito de la arena que se convertía en mugre en las esquinas del dedo gordo. Una tarde pillamos el alacrán.


–¡Un ciempiés! –grité yo, que en mi ciencia sobre los insectos siempre fui excesiva.


–No, tonta –dijo Erland–, es un alacrán, y está bravo.


El pequeño gladiador alzó su espada a punto de cometer un sacrificio o un crimen. Erland dijo que jamás debíamos tocar la parte curva de la cola, ahí estaba toda la muerte concentrada.


Esperamos con paciencia infinita a que el alacrán recorriera el caminito que rodeaba nuestro castillo del terror y que desembocaba en un mundo de cristal. Erland insistía en que solo era un frasco de mayonesa, ¿por qué yo siempre hablaba como si fuera un dibujo?


–No lo lavaste bien, floja –dijo Erland, poniendo el frasco a contraluz mientras el alacrán resbalaba hacia el fondo, horrible como él solo, engrandecido por el grosor del vidrio. Manchas de grasa convertían el mundo de cristal en una ciudad microscópica nublada. Su único habitante apenas podría respirar. El alacrán intentó escalar hacia la boca de aquel mundo.


–Tapalo, por favor, tapalo –supliqué. Una especie de felicidad me cosquilleaba en el estómago.


Erland enroscó la tapa y luego batió un poco el frasco. El alacrán se hizo un ovillo.


–¿Tenés miedo? –preguntó Erland. Lamía el frasco como si fuera un caramelo.


–Sí… –dije, y luego, como siempre en ese entonces, las palabras empezaron a decir la verdad–. Pero no es del alacrán que tengo miedo, es de vos. Vos me das miedo.


–¿Yo te doy miedo? ¿Yo? Estás loca –dijo Erland. Pero la sonrisita de asesino no se le iba. Yo conocía bien esa sonrisita a un costado de la cara porque la había visto en todas las historietas, en todos los personajes. Cuando el agente Dennis Martin salía en misión secreta, le dibujaban esa sonrisa despedazada.


–Ya, ya. No peleemos –pedí. Sudaba. El sol estaba alto y las sombras se escurrían bajo nuestros pies, como si no tuviéramos fin. Me agaché un poco para que mi cabeza sombreara el castillo del terror. “¿No sabés si las hormigas también sudan?”, quise preguntar, pero me callé. Eso era buscar más pleito.


–Está bien, no peleemos. ¿Pero no eras acaso vos la que quería crear un mundo? ¿No eras vos la que jodía y jodía por construir una ciudad completa?


Sí, claro, era yo. Estaba enojada, pero no pensaba morirme de aburrimiento en esa tarde infinita. Construimos entonces un campo de batalla. Liberamos al alacrán dándole golpecitos a la base del frasco, pues el bicho se había quedado tieso, quizás más enojado que al principio de la aventura, como si no estuviera de acuerdo con nada. Un perfecto aguafiestas.


Erland colocó al alacrán de un lado y a un soldadito de plástico del otro. Estuvimos sin hablar toda la tarde, mientras las sombras empezaban a recogerse bajo nuestros pies, tal vez devolviéndonos una especie de espíritu.


–¿Vos sabés qué es un súcubo?


–¿Un qué?


–Un súcubo.


–Supongo que un cómic, ¿no? ¿O es una mala palabra?


–Sos un mal pensado, yo casi no digo malas palabras.


–Casi. El otro día te escuché una.


–Ah, ¿sí? ¿Cuál?


–¡Shist! Ya está, ya se acaloró, ¡ahora sí que se armó! Quedate quieta.


Podían pasar horas sin que el alacrán se aproximara al soldado. Horas o días o siglos o atardeceres larguísimos como una guerra rusa. Nosotros respirábamos veneno.



2


–¿Te acordás? –le digo ahora. Erland se acomoda el cabello ralo. Súbitamente, los hombres han sido reclutados por la calvicie. Erland no se escapa de esas traiciones de la juventud.


–Cómo no… –dice–. Pero me parece que fue hace un millón de años.


–Y sí –digo yo. Bajo un poco el vidrio de la ventanilla, por si no me atreviera, por si tuviera que huir. Un camión que pasa de frente arroja sus luces altas, Erland se cubre los ojos con el brazo–. Sí. Fue hace un millón de años.


Otra tarde, el alacrán se encrespó. Las patas se le pusieron tensas. El garfio se dobló con fuerza apuntando hacia un blanco invisible.


–Deberíamos dejarlo ir –dije esa tarde. De pronto, el alacrán empezó a producirme tristeza, o celos. No sé.


–Es nuestro –dijo Erland.


–Es nuestro –repetí como un mantra. Las cosas nuestras no podían ser tocadas por nadie más. El alacrán y el castillo del terror eran tan nuestros como el arrastrarse de las sombras cuando nos movíamos. También era nuestra la arena.


–Necesita pelear –dijo Erland con repentina furia.


El alacrán pareció responder irguiendo aún más la bandera filosa. Erland tomó un palito de picolé y retó al bicho a una batalla imaginaria. Yo aplaudía.


Luego metimos los pies en la arena, por debajo del territorio del alacrán, y nos acariciamos talón contra talón. En el fondo de la arena, debajo, sin que pudiéramos ver las chispas que nuestros talones sacaban por la sed de estrujar la piel callosa, la promesa de nuestras estaturas, las terminaciones nerviosas, nos retorcíamos. Ignorando el sismo, el alacrán avanzaba lentamente. Me hacía pensar en los mutantes que acababan de vencer a Mark en el último episodio. Había guerras en todas partes. Era fascinante.


Parece que va a llover. Nubes oscuras se remontan. Desde cualquier parte de este mundo, desde cualquier época, podríamos mirar las nubes. Y son las mismas que anunciaron lluvias. No siempre cumplieron.

Erland me mira. En un acto automático de masculinidad, aparta un mechón de mi frente.


–Yo no volví… ¿Qué significaba volver? Quiero decir… ¿Me entendés?


–Tía no te lo permitió –me anticipo. A Erland le sienta bien la furia, incluso el cinismo, pero no las disculpas.


–Sí, sí, eso. Y después me pasó esta mierda. Creeme, no es una excusa –dice, como si me estuviera adivinando el pensamiento, como hacía Dax, el de ojos de gato, allá en los desiertos de Manchuria, profetizándoles el futuro a las reinas sucias.


–Pero estás acá –digo, y quiero decir “¿en serio estás acá?” o “en el fondo no estás acá” o “por fin estás acá” o algo parecido a un reclamo. La sangre me late en las sienes.


–Estoy, pero no estoy. Y vos no deberías estar aquí.


De algún lugar, Erland consiguió otro alacrán, seguramente había nidos de alacranes entre las revistas más viejas, devorándose meticulosamente mis hojas preferidas, la parte coloreada de los dibujos, el pelo rubio de la agente Henrichsen, la boquita roja de la madre Amazonas. Por pura costumbre me puse de parte del alacrán uno. Erland sería el alacrán dos. Durante el día los entrenábamos seriamente y en la noche los guardábamos en el mundo de cristal.


–Si el mío lo mata al tuyo, te pago una promesa –dijo Erland.


–Y si el tuyo aniquila al mío, yo te la pago –pacté.


Dos días después, Erland colocó a los alacranes frente a frente. Al principio ni se miraban, quizás porque no sintonizaban la orden, tardaban en comprender que sus dueños, Erland y yo, habíamos decidido que fueran enemigos. Nerviosa, me escupí las palmas de las manos y las froté. Erland siempre decía que la saliva ácida se parecía a un olor prohibido.


Ahora, en cambio, tomo la mano de mi primo, la izquierda, donde falta el dedo índice, y beso el muñón.


–Nunca te pedí perdón por esto. Yo sé que vas a decir que no es mi culpa, y es verdad, no es totalmente mi culpa, pero se trataba de riesgo compartido.


–Yo tampoco pedí perdón por nada. No sé por qué a la gente le gusta hablar de perdón, ¿no se cansan? –Erland suspira. Sé que el hastío no va en contra mía–. Disculpame, no quiero ser… ¿cómo es que decías antes con tu lenguaje de historietas?


–¿Un aguafiestas?


–Eso. Un aguafiestas.


–¿Te duele? A veces, digo… –el muñón es una raíz cubierta con piel tierna, la piel que se obliga a cerrar sobre las heridas.


–Sí, a veces. Cuando hace frío. A veces, incluso, siento que el dedo sigue ahí, quiero hacer cosas, ensartar un hilo en una aguja, porque no creas, he aprendido, vivo solo. Y el dedo hace falta. Estuve a punto de perder un trabajo por el dedo, porque no está, quiero decir. Pero bueno, ya no importa.


–No, no importa.


Para nada. Las nubes se deshilachan en el cielo. Un rayo podría partirnos el alma en zigzag. Pero todo en esa lejanía se contiene. No lloverá. Las luces de otros vehículos pasan raudas, iluminándonos por segundos, reventando sordas en la coronilla colorada de mi primo; pasa un tráiler, pasa un chico en bicicleta que nos mira con indiferencia. ¿Cuándo empezó la gente a mirarte con indiferencia? No son las medicinas, es la piel de la parte superior del cráneo, que va adquiriendo un brillo persistente de cuarentón. No existimos. Es lindo no existir.


El alacrán uno se acercó iracundo al alacrán dos. El alacrán dos estaba distraído, no intuía el peligro porque no había aprendido la lección sobre enemistad, pese a que Erland lo había amaestrado seriamente con el palito de picolé, hurgando en la ira natural que todo escorpión debe tener en sus espaldas de boxeador. Ocurrió en un instante: el alacrán dos ni siquiera se defendió: el alacrán uno le clavó la púa justo en la cabeza, entre los ojos; luego replegó el arma y se quedó quieto. Esperamos toda la tarde a que el alacrán uno celebrara su victoria. Erland lo azuzaba con el dedo índice, pero nada; solo de vez en cuando estiraba las pinzas asiendo el vacío, en un aplauso sordo y soberbio. Por lo menos por esa tarde, la ración de veneno se había acabado.



3


–¿Y vos? –pregunta Erland–. ¿Seguís trabajando de guía turística?


–Ahora mismo estoy haciendo eso –bromeo. A mí siempre me han salido mal las bromas. Ni siquiera fui una lectora divertida. Ninguna historieta me hacía reír. Todo era pasión lúgubre.


–Y lo hacés bien. Vos podrías mostrarme el infierno con la gracia de una azafata.


–¿La gracia, decís? ¡Ja! Igual, no soy azafata.


–Cuando eras chica querías ser azafata.


–Y vos, astronauta. Es lo que uno decía, primo, pero todo cambia, ¿no? Claro que lo mío no es muy diferente de ser azafata, la sensación debe de ser la misma. Hacés que otros disfruten del vuelo mientras vos te aguantás las ganas de vomitar, equilibrándote como podés–. Con los brazos simulo un planeo con turbulencias.


–En serio, ¿cómo serías vos de azafata, no? De avioneta, supongo… De una Draken J-35…


–Burlate. Para ser sincera, no me dio el tamaño. Las azafatas tienen que ser altas. Y luego se me ocurrió que podía ser otra cosa. En esos años uno siempre podía ser otra cosa.


–Pero entonces terminaste de estudiar…


–No pude; me vine de La Paz, te conté, ¿no?


La tarde siguiente, el sol centelleaba sobre la arena como si un pirata de Lilliput hubiese desparramado un botín de años. Erland trajo una cajita de fósforos y retazos de cartón. Debíamos embardar el castillo con una sólida trinchera contra los enemigos. El héroe, mientras tanto, permanecía quieto. ¿En qué estaría pensando?


–Debe de estar creando veneno –dije–. Le fue bien en su primera pelea y quiere más.


–Recibirá su castigo –dijo Erland. El sol levantaba llamaradas en su cabello, bendiciendo la furia de mi primo. Yo miré mi sombra y me pareció más deforme que otras veces. En Mark, a las sombras de los mutantes las pintaban de cualquier modo, una pincelada enloquecida, un bollo de oscuridad y ya estaba.


–¿Castigarlo? ¿Por qué? No ha hecho nada malo.


–Pero tampoco ha hecho nada bueno.


–Pero prometiste, prometiste, vos lo prometiste –sollocé.


–Solo lo pondremos a prueba –dijo Erland–. Un boxeador debe ganar una, dos, tres veces. Vos misma dijiste que quiere más. Y es cierto. Si ya nadie le pega –dijo, esquivando un puñete goloso, enguantado en rojo y esponja, como hacía siempre su boxeador preferido, Cassius Clay–, si el que pega es él –prosiguió, inflando el cachete, lastimado por un rival transparente, como todos los rivales transparentes, los fantasmas y los microbios, y escupiendo sangre imaginaria a un costado–, entonces tiene el trofeo de campeón. Si alguien le saca la mierda, llora, llora como vos, como niñita. Por eso, no llorés, no le va a pasar nada. Te digo que es una prueba.


Y yo le creí.


Y yo le creo. Erland no quiere escuchar de mi boca los daños. Pretexta que ya lo sabe todo, que tía le ha contado con lujo de detalles. Yo insisto en contar; los detalles no son lujosos, son miserias astilladas por las grandes aspas de la desgracia, ¿entendés? Trizas, microbios, veneno pulverizado.


–Está bien, está bien –cede Erland–, yo leí tu carta, la he leído mil veces, mil veces, pero me cuesta escucharlo. No sé… –se rasca la nuca, la cabeza–. Son extrañas ustedes.


–¿Quiénes ustedes?


–Ustedes, vos, mamá, las mujeres. Les gusta hurgar y hurgar, les gusta ver pus. Deberían olvidarse de todo y punto.


–Pero yo quiero contártelo –exijo.



4


Cuando ya estuvo lista la trinchera, Erland empujó al alacrán héroe hasta el centro del castillo de arena. Allí reinaría como lo que era: un rey vencedor. Las hormigas que no se animaban a trepar sobre las pequeñas colinas, orillaban la parte húmeda y volvían sobre sus pasitos. Caminaban por la colina del castillo y volvían.


–No se animan, ¿te fijaste? Ellas deben de oler el veneno.


–Están llenas –dijo Erland–, ya se comieron al perdedor.


–¿Y no les va a hacer daño? Cuando vos tragás comida pasada, fija que luego vomitás.


–No, tonta, ellas también son venenosas.


–No me digás tonta –reclamé.


Erland me miró con la furia convertida en otra cosa. Ya de chica yo lo sabía. Lo supe clarito. Las cosas que se convierten, que se tallan y doblegan en la consistencia de los sueños muy deseados. “No me contés”. “Quiero contarte, dejame contarte”. “No te escucho, no te escucho, tengo orejas de pescado”. “No importa, yo quiero contarte”.


Y yo le cuento:


–Cineasta. Qué locura. Eso es lo que quería ser. Me vi tres veces El ciudadano Kane solo por pasar el examen de ingreso. Pero cuando vos te fuiste, tía no pudo, o no quiso, es lo de menos, pasarme la pensión para los estudios. Al terrenito ese que heredaste lo lotearon, dijo un día. Y vos no querrás vivir de la lástima. Dijo que yo te había perjudicado, que en el fondo te fuiste por mi culpa. Raro, ¿no?, si la que más quería que te quedaras era yo; pero bueno, ella cortó todo. Entonces, lejos, confundida, o más huérfana que nunca, porque para la orfandad una nunca es muy vieja, me dediqué a ser “guía turística”. Lo hacían muchas compañeras de la facultad. ¿Captás? Pildoritas les dicen, prepago les dicen. Por las noches salía con otra compañera, una chica callada que sacaba sus dotes de actriz cuando estábamos en los bares. Ella se ocupaba de los excombatientes, hombres sordos, temblorosos. Eran muertos vivientes, pero mi amiga tenía un encanto especial con ellos. Yo fichaba oficinistas mayores, sobre todo en las quincenas y a fin de mes. Nunca me aventuraba con otros perfiles. Mi amiga y yo nos conformábamos con un poquito de esto y un poquito de lo otro. Hasta que sucedió aquello.


Erland levanta el dedo imaginario y es el muñón con la piel de glande el que suplica silencio. Cuando éramos chicos, él ya hacía ese gesto, pero con furia, y con el dedo aún intacto. A uno también le amputan la furia. Te vas resignando. Es lindo resignarse. Si llega la lluvia, la furia amputada duele por la humedad. Si los rayos te parten en zigzag, no hay mitades perfectas, solo destrozos.


–¿Qué sucedió?


–Lo peor.


–Siempre puede suceder algo peor, nena –sonríe Erland de costado, nervioso, a punto quizás de decir tonterías–. A Cassius Clay una vez lo dejaron sonriendo por un mes. El buen humor de los boxeadores.


–Te has vuelto gringo.


–No, solo que no quiero saber. Deberías respetar eso, no quiero saber.

Respeto por la verdad. Jugar a la verdad y lastimarse. Juego de chicos.

–¿Me equivoqué de vaso? ¿Me lo merecía? Vos siempre pensaste que hay que castigar los actos extremos con otro acto extremo. Es extraño que mientras eso sucedía, mientras eso me sucedía, las tenazas de aquel hombre sujetándome las muñecas, diciendo cosas, palabras que se pudrían al salir de su garganta, en el contacto con el aire, yo podía ver la luna. La luna temblaba, ¿o era yo? Cuando mordés una manzana, la carne se le oxida, se avejenta, así pasa con las chicas atenazadas. Se les oxida la piel de las piernas, la piel interior de los muslos, donde nadie ha mordido, todo se corrompe, todo está ya corrompido. Como la mano izquierda de Mark, el mutante. La piel más delicada es la del interior de los muslos. Hay gente que quisiera hacerse una cara con esa piel. También pensaba en eso, pensaba cosas locas para esconderme en algún lugar del cerebro. No estoy aquí. Miro la luna. No estoy. Tía, tu madre, decía eso: mirá la luna y no estás aquí. ¿Dónde estamos? En un futuro. En un futuro lejano como la muerte de Gilgamesh. La luna era una manzana mordida, saboreada a dentelladas, o envenenada por las carcajadas de las madrastras. Tu madre fue como una madrastra para mí. Y supe que estábamos en ese valle por el rumor del agua. Pero el sonido del agua no me consolaba, parecía una risita, ¿sabés? Después no me acuerdo, me congelé de frío, me desmayé. Me encontró un yatiri que había ido a arrojar un embrujo al riachuelo. Dijo que mi sangre, la que me escurría por entre las piernas, le servía para el trabajo. Luego me ayudó.


–Ayudalo –rogué. Mi alacrán héroe era un rey desesperado.


–Él puede –dijo Erland. El fuego de la barda del castillo masticaba los cartones en pocos segundos.


–Por favor, ayudalo…


El alacrán héroe estaba totalmente cercado por las llamaradas, ya ni se movía. Parecía resignado al siniestro final que Erland, que yo de alguna manera, habíamos dispuesto para él.


Entonces Erland derrumbó un lado de la trinchera y con el índice quiso empujar al alacrán, conducirlo a la salvación, pero el alacrán había decidido su propia suerte, como lo hace un rey. Y para ir tras esa suerte tuvo que lastimar a su amo. Le clavó la púa a Erland. Yo no supe, en ese instante, que el rey había guardado un traguito para sí mismo. Ahora lo sé, beber sola es delicioso. Emborracharte con tu sombra bajo los pies, en el dominio absoluto del deseo.


–Lo siento –dijo Erland–. ¿Qué castigo me merezco?


–Ninguno. Nada. Pucha, primo, siempre el castigo. ¿Ahora sos vos el que busca perdón? Te juro que puedo vivir con eso. Pero… y vos, digo, a pesar de todo, ¿te hace bien volver acá?


–Me hace bien no estar allá. Allá te piden sangre cada semana, como si el mal pudiera largarse de una. El mal, este mal, está bien instalado.


–Debiste cuidarte, Erland. No te costaba nada usar forros, decir que no, pensar un poco. Pensar… ¿no te pusiste a pensar, vos? –reprocho. No me resisto. Soy como la petisa, la novia de Tino Espinoza, siempre refunfuñando.


–En esos momentos no pensás, ¿quién piensa? Además, ¿qué otra muerte podría esperarme?


El rey se clavó el aguijón en las espaldas. Ya nada había que hacer, solo mirar, encandilados por las lenguas de fuego que lo lamían como a un hijito, que no dejaban ya ni cenizas para las hormigas de la costa. Solo arena.


Me acerco y beso a mi primo.



5


Esa tarde, cuando éramos chicos, y éramos dueños de un alacrán y de un castillo, quise curarle el dedo a mi primo. Su dolor era mi dolor. Me pertenecía. Su rabia, ese modo de ser, me pertenecía. Yo le pertenecía. En un futuro lejanísimo como otros mundos seguiríamos perteneciéndonos. La mano entera se le había puesto roja. No se lo dijimos a nadie. Yo besaba el dedo herido, emponzoñado por la traición al rey; lo chupaba para que mi saliva lo aliviara. No se lo dijimos a tía, nadie tocaba lo nuestro. Nadie, nadie, nadie tocaría lo nuestro.


–No deberías estar aquí, no de esta manera –Erland intenta separarme.

–¿De cuál manera, vos..?


Los momentos se devoran, no hay después. Hay cosas que es mejor no saber. Otras que es mejor saber. Cuando Nippur murió bajo el sol sumerio, lloré tres días seguidos, más por incredulidad que por viudez. Erland dijo que eso era estar camote. Lo decía con celos.


–Es que estoy camote –le río en la boca.


–Podés contagiarte, nena –dice mi primo.


Le acaricio la cabeza. Me acomodo sobre sus piernas. Podés contagiarte. Podés pertenecerme para siempre. Puedo amarte para siempre. Podemos criar alacranes, ¡una granja de alacranes! Alacrancitos tiernos, alacranes tan chiquititos que nadie pueda distinguirlos. ¿Te gustaría? ¿Te gusta?


–Contagiarme. Sí… No importa, ¿qué mierda importa? –digo–. Yo quiero estar aquí, así…


La mano donde habita el fantasma del dedo índice me toma por la nuca, ahí donde otros animales clavan el aguijón. A mi primo se le han humedecido los ojos. Puedo sentir en su aliento una mezcla de cigarrillos y medicamentos. Puedo sentir su respiración.


–Total, cuando éramos chicos nos aguantamos harto, ¿no? –dice, pregunta, casi solloza, finalmente convencido.


–Sí, harto. Demasiado –contesto yo, con una alegría feroz, la alegría perfecta de los alacranes suicidas.

* Este cuento forma parte de Sangre Dulce (La Hoguera, 2006).

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