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Cuento

El hombre que se robó a sí mismo

Daniel Arella

Número revista:

7

Quien robe —sin pensar en su interés, en su voluntad— elementos de su individuo es un cleptómano. Hace desaparecer los caracteres que lo alejan de la humanidad.

Tristán Tzara



Antes de comenzar por un extraño padecimiento a robarme a mí mismo, sufría de una refinada cleptomanía de objetos únicos mayormente pequeños que metía en mis bolsillos sin ser visto, mientras estaba de visita en hogares donde había sido invitado.


Entre los objetos desaparecidos por mi mano sagaz, podían contarse, en resumen, piezas de ajedrez antiguo, ovejitas de pesebre o reyes magos, una Virgen del Valle de la nevera, un lapicero extravagante, un libro misterioso cuya portada me llamaba con su poder de sortilegio. Eran robos simbólicos que hilaban una trama vinculada a mi pensamiento telepático por las cosas, muy a pesar de las posibles contradicciones con las familias que se preguntarían al cabo de los días sobre la ubicación improbable de sus pertenencias minúsculas que adornaban salas y bibliotecas.


Aclaro, no robé dinero, solo robé algunos objetos ocasionalmente, pero solo aquellos que para mí en la inmediatez anónima del encuentro significaban algo especial, o poseían, según mi percepción, cierta refulgencia mágica. Por eso mi itinerario, muchas veces, también incluía piedras preciosas, estatuillas de Buda, estampillas de Miguel Arcángel, chalecos, álbumes de fotos, cajas de fósforos, cortaplumas, navajas, cucharas pequeñas, cráneos de lagartos, mariposas disecadas, lupas, lentes de sol, brújulas, hasta cajitas de madera pequeñas llenas de pétalos secos con rosarios. Es decir, me apoderaba de objetos cuya fijeza fecundaba un aura propia a su alrededor. Así los percibía, como mínimas islas en medio de una casa ajena. Me pervertía con la ternura de estos delitos infantiles e incógnitos.


No sentía, para ser sincero, que los robaba propiamente, sino más bien que los salvaba a ellos de un silencio adverso que habitaba dentro de su casa de origen y por el cual padecían de una inmovilidad desapercibida para los demás que solo yo parecía sentir. Podía, incluso, escucharlos pedir auxilio con su manera sutil de pasar indiferentes ante las personas, por las que sentía un cierto rencor pasado, a pesar de que yo pertenecía, como es natural, al género humano también.


Pero es que a veces mi silencio era tan profundo que me sentía un objeto y deseaba aparentar estar muerto como ellos. Pienso que por eso robaba, para escapar de un silencio insoportable que contenía adentro y apenas podía liberar robando minucias de adornos en casas de familia.


Tres días antes de que mi cleptomanía me enfermera por completo y comenzara a robarme a mí mismo, recuerdo que el último de los objetos que robé fue una mantis gigante petrificada en ámbar que brillaba en la oscuridad. Al llegar a mi casa después del cumpleaños de mi tío, que era entomólogo, dejé la extraña mantis a los pies del altar de José Gregorio Hernández, cuya estatuilla me la había regalado mi madre para que me bendijera y curara mi extraña cleptomanía. Todos los pequeños objetos hurtados se los ofrecía al santo médico venezolano con la esperanza de la sanación. El altar oculto dentro del clóset había alcanzado con el tiempo proporciones monstruosas, imitando, tal vez, si mi madre lo llegara a ver, un altar santero algo extravagante, con lo que bastaría para llamar a mi psiquiatra y tener una excusa para volver a los medicamentos.


Al despertar al día siguiente, como si se tratara de una maldición por robar la mantis ambarina como sucede en culturas antiguas y sabias, como la de los Bosquimanos, en donde este insecto es considerado una deidad comencé a sentir una penetrante ausencia dentro de mí que me generaba angustia. Consistía más o menos en una sensación interna de despedazamiento, como si me estuviesen robando algo dentro del cuerpo o del alma. Un helado terror que aumentaba me consumía el pecho, estaba a punto de llamar a mi psiquiatra, pero no me creería y seguro llamaría a mis padres para aumentar la dosis al tratamiento farmacológico.


Después de haberme curado en vano, con esfuerzo mi cleptomanía, a punta de psicofármacos y terapias, hice una introyección y comencé a robarme a mí mismo; fue la respuesta que logré otorgarme en medio de una desesperación sin límites.


No sé cuántas semanas duró mi self-cleptomanía. Intenté recordar qué me faltaba con exactitud después de esas sustracciones, como si para recordar tuviese que inventarme, como si para pensar tuviese que abandonarme adentro. La sensación de que me robaba percepciones que luego me faltaban para vivir me desquiciaba por completo; es decir, que aquello que yo me robaba ese algo que no podía definir me haría falta para enfrentar, por ejemplo, la presencia de una persona u otra situación cualquiera, y luego ante esa persona o situación me desesperaba, como si ante la falta de ese algo hurtado, fuera incapaz de existir.


Una colección de cosas incorpóreas sustraídas dentro de mí (¿como un rosario?) decidían mi abismo (¿y qué era yo después de mí, ¿mí era un dónde?). El tormento asumió su señorío y me aceleré al desenlace triste de la locura. En mi cabeza sentía una presencia voluminosa vibrante, una luz vacía que reflejaba la presencia remota de un objeto ¿podría llamarse de esa forma ya?— que había robado sin darme cuenta. Era un saqueo interno muy parecido a la posesión, pero en vez de entrar un ente, me vaciaba con la ausencia. Hasta que me robé definitivamente por completo, me desmantelé hasta el último pedazo, quedé virgen de espacio, extenso, sin atributos, desapareciendo como los minúsculos objetos por mi mano sagaz dentro de las casas silenciosas que visitaba en ocasiones de forma inesperada.

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