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Narrativa

El reverso glacial de su recuerdo

Mauricio Zuleta

Número revista:

10

Sabía ya que la multa era inevitable. Al menos quería eludir los gritos desgarrados de Mariana. No había tomado la ruta habitual. Para cortar camino se metió por calles vacías y pasajes tortuosos, por los que nunca había andado. A la distancia, con el sol justo en medio de las dos hileras de edificios que flanqueaban la calle, comprobó que solo le faltaba cruzar la avenida, cambiar de vereda y seguir media cuadra para llegar a la cafetería. Apretó el paso. A pocos metros de la esquina sacó el celular para ver la hora. La reverberación del sol y la baja iluminación de la pantalla le vedaron la vista. Acercaba el celular a sus ojos con la mano libre cuando chocó con una fuerza contraria que le hizo tambalearse y soltar el aparato.


No vio la trayectoria del celular, solo escuchó un crujido y un golpe seco resonar al mismo tiempo. Con una mano en la frente se esforzó en alzar el rostro para encarar a la persona que dobló la esquina sin verlo. Quería gritarle, exigirle que levantara su celular, pero el sol lo deslumbraba. Adivinaba una silueta plantada ante él.


—¿Jorge? —dijo una voz conocida.


Jorge todavía tardó unos segundos en recomponer y acostumbrar la vista. Se quedó de una pieza cuando descubrió el rostro pálido de Adela recortado por el marco de sus cabellos rizados, resplandecientes por efecto de la luz. Ella también se frotaba la frente y tenía los ojos entrecerrados por el dolor.


El celular se había estrellado contra el filo de un cantero; al borde de la acera un libro se debatía entre permanecer en equilibrio y caer a la calle. Adela se agachó a recoger el celular, lo miró apenada y se lo devolvió. Jorge agarró el libro, registró el título y el nombre del autor y se lo extendió.


—Adela —le dijo—. Definitivamente eres tú. ¿A quién más se le ocurriría leer a Borges mientras camina? ¿Qué haces por aquí?


Tras dos años de relación y uno de encuentros y desencuentros, Jorge y Adela habían decidido terminar: cada uno borró el número del otro y bloqueó las cuentas y perfiles que los mantenían conectados en redes sociales y otras aplicaciones. Como nunca lograron estrechar lazos con las amistades del otro, no tuvieron reparo en hacer lo mismo con ellas, para así no dejar rastros de su relación ni la posibilidad de toparse con publicaciones indeseadas. No se habían visto en cinco años.


—Lamento lo de tu celular. Me dirigía al trabajo. Estaba tan metida en el cuento que no te vi.


—Planeaba cambiarlo en cualquier momento, no te preocupes. ¿Qué cuento leías?


—«El sur» —respondió Adela.


—El delirio de un hombre que luego de sufrir un golpe en la cabeza imagina que consigue lo que más desea.


—Un duelo a muerte contra un compadrito.


—El sueño de cualquiera —dijo Jorge. Los dos se rieron—. Debes andar con más cuidado la próxima. No creo que quieras terminar como el protagonista del cuento.


—No, yo no pelearía contra un compadrito. Pero conozco a más de una persona en mi trabajo a la que me gustaría arrastrar de los cabellos —volvieron a reírse.


Parecían realmente contentos de verse, aunque no sabían cómo continuar la charla. Jorge no dejó de observar el carnet que colgaba del cuello de Adela, así como no pasó desapercibido para ella el delantal que él apretaba en la mano derecha. Preguntar por sus respectivos empleos habría sido violento para ambos, sobre todo porque no les costaba imaginar en qué consistían. Jorge, en un intento por salir al paso del momento incómodo, recorrió con el pulgar de la mano izquierda la superficie agrietada del celular y le preguntó la hora a Adela. Sabía de antemano la respuesta, ya era muy tarde. Se esmeró en fingir sorpresa. Se despidieron en la esquina y cada uno reemprendió su camino.


Jorge no se salvó de la reprimenda ni mucho menos de la multa. Incluso hubo chistes malintencionados por el bulto que sobresalía de su frente como el brote de un cuerno. A él pareció no importarle. En medio de las injurias aderezadas de pequeñas partículas de saliva que salpicaban su rostro, solo podía pensar en el encuentro reciente. Una extraña sensación lo invadía. Se había obligado a olvidar su pasado con Adela; ahora los recuerdos bullían en contra de su voluntad. Los momentos de felicidad que vivieron juntos manaban como de una fuente y hacían crecer en su interior la convicción de que había perdido una parte de sí mismo.


No podía recordar el motivo por el que habían terminado. Vagas secuencias de los días que habían pasado juntos después del rompimiento, cuando se limitaban a coger y luego se despedían con frialdad, atravesaban su mente. Algo en el rostro de ella, una especie de cansancio infinito que se desprendía de sus ojeras, captaba su atención. Se había vuelto taciturna tras graduarse del colegio, como si le hubieran arrebatado un objeto muy preciado y subsistiera el dolor de la pérdida. Jorge no llegaba más lejos en su memoria. La imagen del rostro entristecido de Adela entonces era reemplazada por las tardes de paseo, las visitas a galerías y centros de arte, las compras de libros, los pequeños viajes cerca de la ciudad.


Estaba inquieto. No dejó de rememorar, ni siquiera cuando se incorporó a sus labores. Descubrió en el pasado con ella un refugio. No le costó esfuerzo convencerse de que sus mejores años los había vivido a su lado. Inventó escenarios de lo que habría ocurrido si siguieran juntos. Se disculpó con la figura de su yo adolescente por no haberla conservado ni haber cumplido con sus proyectos. Se preguntó por qué no había intentado localizarla. Llegó a calificarse de imbécil por dejarla ir. Quería revivir, así fuera por un minuto, la misma intensidad de los momentos que abrigaba como un tesoro en el recuerdo. Parecía absorbido por una fascinación que fatalmente se convertía en tristeza.


Pero Jorge tampoco llegó al punto de perder la cabeza. Se había habituado tanto al trabajo que, para evitar contratiempos, era capaz de guardar un mínimo de cordura que lo mantuviese atento a los requerimientos de la cafetería. Así podía preparar un café o servir una tarta casi sin pensarlo. Había desarrollado esa habilidad para no tener que pasar varias veces en el mismo día por el espectáculo de Mariana Castillo, la dueña del local, mesándose los cabellos y prorrumpiendo en gritos, más que nada desde que habían instalado la cámara de seguridad en el cielorraso, por encima del mostrador.


A las seis de la tarde, cuando el crepúsculo se asentaba en el horizonte y el dominio de las sombras crecía, se presentó en la cafetería, como todos los lunes, Clara Bertrand. Jorge solía disponer todo para la visita de los rondadores nocturnos, que únicamente salían en busca de café bajo el cobijo de la oscuridad. Todavía recordaba la perplejidad y el sobrecogimiento que había experimentado la primera vez que vio a Clara Bertrand sentarse a una mesa de la terraza. Ella había constituido la cima del arte pictórico a ojos de él. Incluso antes de solicitar el empleo, cuando era un estudiante como cualquier otro que visitaba la cafetería, se admiraba del tríptico pintado por ella —iluminado por varios apliques desde distintos ángulos—, que colgaba de la pared del fondo, justo al lado del pasillo que conducía a los baños. Los paneles están distribuidos verticalmente: el más grande por encima y los siguientes, que disminuyen en proporción de un tercio respecto al anterior, por debajo. Es una representación terrenal de los tres espacios reservados a las almas después de la muerte, donde una clase social en particular ocupa todo el cuadro. En el infierno, pequeño para la gran cantidad de gente pobre que se agita sin descanso en las calles, se barruntan las chimeneas de las fábricas en lontananza que llenan la atmósfera de humo y tiñen el cielo de rojo; en el purgatorio, de altos edificios y parques comunales, las personas se mueven ordenadamente entre la oficina y el hogar, en carro o a pie, sin alzar la vista nunca porque no se ve más allá de las terrazas y los techos; en el cielo, luminoso, atravesado de hermosas praderas, ríos, valles y playas, apenas hay un puñado de criaturas bellas, vestidas con lujo, que salen de sus inmensas propiedades para disfrutar del sol y el paisaje. En sus primeras semanas, Jorge se demoraba limpiando las mesas aledañas o barriendo el pasillo del baño para poder contemplar el tríptico; ahora, un malestar difuso lo embargaba cada vez que lo veía.


Jorge todavía se tomó unos segundos más en secar los platos antes de acercarse a la mesa de Bertrand. Se precavía de no cometer errores desde que, pese a que pedía siempre el mismo capuchino descafeinado con leche deslactosada, le llevara la bebida sin antes tomarle la orden y ella estallara en insultos. Salía de atrás del mostrador cuando atisbó a través de los ventanales de la fachada que una mujer delgada, pálida y de cabello rizado ingresaba en el cerco de la terraza y se sentaba en el extremo más alejado del que solían ocupar la pintora y la dueña del local para sus estruendosas reuniones. Jorge se desvió hacia la oficina de Mariana.


Entró temblando, como si hubiera visto una aparición. Mariana le lanzó una mirada desconfiada que rápidamente se tornó irónica.


—¿Qué pasa, ceniciento? ¿Por qué tan exaltado?


—Quería anunciarle la llegada de la señorita Bertrand y pedirle las llaves de la trastienda —respondió con voz entrecortada—. Se acabó la leche deslactosada.


—Búscalas, me parece que están debajo de los cojines del sofá. No te demores. Ya sabes que a Clara no le gusta esperar.


Jorge rescató el manojo de llaves, hizo una inclinación torpe y salió por la puerta trasera de la oficina a un jardín que acogía modelos de plantas en miniatura. Durante el primer mes en la cafetería se había maravillado de la lozanía y frescura de las plantas y le había asombrado la dedicación que parecía poner quien las tuviera a su cuidado. Disfrutaba tanto del jardín que procuraba siempre quedarse un minuto cuando tenía que encaminarse a la trastienda. El hechizo se rompió cuando aventuró un comentario elogioso sobre el jardín. Mariana aulló en lugar de reír, sacudida por el impulso vehemente de burlarse. Le confesó que solamente eran recreaciones en plástico de árboles de tamaño pequeño y el césped era sintético.


Cuando se plantó frente a la puerta de la trastienda, se dio cuenta de que sus manos no podían sujetar las llaves. Sabía que estaba en problemas. No había tomado la orden de Clara Bertrand y, por si fuera poco, Adela estaba sentada a escasos metros de la pareja de brujas. Una mujer delgada, pálida y de cabello rizado no podía ser otra que ella. Al menos así quería creerlo. El verdadero motivo de su miedo era que lo aterrorizaba ser víctima de la humillación ante la mirada compadecida de su exnovia, ningún destino le parecía más cruel. Le angustiaba saber que no tenía otra opción si deseaba conservar su empleo.


Cruzó el umbral y pisó el suelo de cemento desnudo. Encendió el interruptor. Las lámparas tardaron unos instantes, precedidos por un zumbido desasosegante, en iluminar el recinto. Levantó la tapa. Al abrirse, la heladera emitió un chirrido acompañado de volutas de aire congelado. Jorge intentó ver el fondo en penumbras, pero no se distinguía el interior. No le quedaba más remedio que agacharse. Acercó su rostro al borde. De pronto, un chisporroteo que sumió el ámbito en las tinieblas le hizo pegar un brinco. Chocó con la tapa y aterrizó de cabeza dentro de la heladera.



***



Lo acometió un cosquilleo a la altura de la ingle seguido de un temblor que recorrió todo su cuerpo. No sabía cuánto tiempo había pasado. La certeza de que alguien lo llamaba lo hizo reaccionar. No sentía dolor, solo frío. Oía su nombre. Un impulso movía su mano izquierda, que sacaba el celular del pantalón. Deslizaba el pulgar por la pantalla, como para contestar una llamada, y se llevaba el aparato a la oreja. Aló, decía. ¿Jorge? ¿Dónde estás?, preguntaba una voz conocida que le llegaba a través del auricular y se reproducía en el exterior como si hubiera producido eco en la trastienda. Dentro de la heladera, decía Jorge con un dejo de desesperación. Caí por accidente, por favor, necesito ayuda.


Al abrir los ojos lo bañaba una luz blanquecina proveniente de una linterna de celular.


—¿Quién es? —preguntaba Jorge, encogido en la misma posición en que había caído.


—¿Así es como recibes a tu salvadora?


Entonces podía ver, a pesar de la luz deslumbrante, la silueta de Adela desdibujada por las sombras.


—No puede ser. Adela, eres tú. Sabía que eras tú —exclamaba Jorge sorprendido y emocionado—. ¿Cómo me encontraste?


Jorge se enderezaba sin ayuda, como si no hubiera sentido el golpe, mientras Adela le contaba que lo había visto desaparecer por una puerta y que se había preocupado porque escuchó los planes perversos que dos viejas sentadas en la terraza tramaban para mofarse de él. Aprovechó un descuido de ellas para escabullirse a través de la oficina y colarse hasta la trastienda, siempre marcando su número y llamándolo a media voz. Jorge estaba conmovido. Semejante gesto de fidelidad probaba que su antigua complicidad jamás había sido abolida.


—¿Ya pensaste qué vamos a hacer? —inquiría Adela con picardía.

Jorge regresaba a su puesto de trabajo. En un parpadeo preparaba el capuchino de Clara Bertrand y servía dos trozos de pastel de zanahoria; sabía que era la debilidad de las brujas. Mientras se movía de un lado para el otro, podía verse también desde afuera, como si se tratara de un sueño, y le sorprendía la agilidad con que maniobraba, como si sus movimientos fueran coordinados por la destreza de un titiritero. Al plantarse frente a ellas, se disculpaba por la tardanza: explicaba que no había encontrado leche deslactosada en la trastienda y había tenido que salir a toda prisa por atrás para conseguirla. También le pedía a Mariana que descontara de su salario las dos rebanadas de pastel y se justificaba diciendo que era la única manera de reparar el agravio por hacerlas esperar tanto.


De camino al mostrador se detenía en las mesas ocupadas. A cada persona le comunicaba que el establecimiento estaba a punto de cerrar (la dueña ha sufrido un terrible accidente, decía apenado) y le solicitaba que evacuara lo más pronto posible. Mientras fingía limpiar y ordenar los platos y cubiertos, no se le escapó que Mariana miraba desconcertada el desfile de salida de los clientes. Cuando el último hubo abandonado la cafetería, ella se levantaba de un salto y corría hacia Jorge. Se mostraba decidida a confrontarlo. Lucía amenazante. Pero al llegar parecía quedarse sin fuerzas. No era capaz de articular ni una sola palabra. Se aferraba al tablero del mostrador y lentamente se inclinaba hasta quedar tendida boca abajo. Bertrand, en la terraza, se había dormido sobre las migajas del pastel.


Adela, que había monitoreado la operación desde las cámaras de seguridad, iba al encuentro de Jorge.


—Hace mucho frío, démonos prisa —decía él frotándose los brazos.


Entre los dos cargaban a Clara Bertrand y Mariana Castillo y las depositaban al fondo del salón. Mientras él corría las persianas metálicas y aseguraba la entrada, ella maniataba y amordazaba a las brujas. Acababan al mismo tiempo, como si estuvieran sincronizados.


—Bien, ¿ahora qué hacemos? —preguntaba Jorge.


—Las rebanamos y las metemos en el horno —respondía Adela.


—¿Qué? ¿Estás loca? Esto no es un cuento infantil ni una película de terror —exclamaba Jorge.


—¿Qué tal si las desnudamos, las ponemos una sobre otra y les tomamos fotos eróticas? —proponía Adela.


—Mucho mejor, aunque debo admitir que me provoca repulsión la idea de manipular sus cuerpos desnudos —reponía Jorge.


—Ya sé, ¿por qué no las llevamos hasta el monumento al conquistador español (ya sabes, el que está a la vuelta de la esquina), y las sujetamos alrededor del pedestal con los culos al aire y les pintamos circunferencias concéntricas como en el tiro al blanco? —sugería entusiasmada.


—Demonios, Adela, ¿qué pasa contigo? ¿Qué tienes en la cabeza? —le reprochaba escandalizado.


—Solo piénsalo, con el estómago descompuesto por la leche entera, Bertrand es una caja de petardos —decía Adela y un segundo después detonaba el primer pedo.


Jorge desviaba la vista disgustado. Quería meditar mejor el siguiente paso. Daba con el tríptico. La idea acudía a su mente de inmediato, como si hubiera estado ahí aguardando todo el tiempo.



Cuando las reanimaron, poco faltaba para que los ojos de las brujas se escaparan de sus órbitas. Ninguna podía creer lo que veía. Gemidos asordinados pugnaban por salir de las mordazas, al tiempo que los cuerpos se debatían por librarse de las ataduras. Jorge podía sentir la humillación, sobre todo la de Bertrand, y se deleitaba en ella.


El orden del tríptico había sido invertido, con el resultado de que el cuadro más pequeño estaba por encima de los otros dos. Las figuras de los personajes del infierno habían sido cortadas y pegadas en otros escenarios. Y nuevos dibujos, rudimentarios como los de un niño, se añadían a la pintura original. Desde el pandemónium, los obreros y vagabundos habían descendido hacia los espacios reservados para las clases media y alta, se metían por las ventanas de los departamentos, saltaban encima de los carros que circulaban por las avenidas, le prendían fuego de llamas de marcador negro a los palacetes de la aristocracia, perseguían con cuchillos borroneados a mujeres en bikini por playas sembradas de minas y a hombres en traje deportivo con el miedo dibujado en el rostro. Lo que había sido concebido como una sátira en contra del acaparamiento ahora sí representaba con la exageración propia del género los deseos ocultos de los miembros del estrato más bajo y ajustaba cuentas con esa sociedad inicua que engendraba la miseria.


Jorge seguía la mirada de Clara Bertrand, obstinada en un punto. En el nivel intermedio había un edificio alto levantado a un costado; enfrente, un parque donde se reunía un grupo de ancianos para darle de comer a las palomas. A media altura del edificio se abrían de par en par las ventanas de un departamento. En el interior había una figura diminuta de espaldas. Si se prestaba atención, se adivinaba el pie de un caballete y la esquina blanca de un lienzo. Bertrand había sucumbido a la soberbia de pintarse a sí misma, pero en lugar de retratarse en una de sus casas de campo, junto a los aristócratas del cuadro más grande, se había rebajado a convivir con la clase media, para aparentar una humildad y un compromiso que realmente no poseía. La figura, para congoja de ella, ahora era víctima de múltiples puñaladas que teñían el minúsculo lienzo de sangre negra.


Al darse vuelta para compartir su exultación, Jorge se detenía en seco. Gruesas lágrimas se derramaban por el rostro de Adela. Le preguntaba qué ocurría. La sacudía de los hombros. La envolvía en un abrazo. Intentaba hacer contacto visual. A cambio no obtenía ni siquiera un sollozo como respuesta.


Adela se desprendía del abrazo y corría al baño de mujeres. Jorge comprobaba que su delantal, también su camisa y sus pantalones, estaban mojados. No entendía cómo era posible que se hubieran empapado tanto. Como si una ventisca se desatara en el interior del local, sentía un frío penetrante. Se apresuraba a seguirla. Con los dos puños golpeaba la puerta del baño.


—Adela, sal —imploraba—. ¿Qué acaba de suceder? ¿Por qué cambiaste de humor?


—Vete —le conminaba ella—. Me mentiste. Has cambiado. ¿Qué hiciste tan mal para acabar así?


—¿Qué dices? —preguntaba extrañado—. No tenía otra opción. Solo he buscado la manera de sobrevivir.


—Entonces me mentiste —repetía ella—. Te diste por vencido. Jamás te dedicaste a la escritura.


—¿De qué hablas? Tú eras quien quería convertirse en escritora —le decía él—. Tú fallaste.


Pese a que seguía zamarreando la puerta e intentando sacarle una palabra, la voz de Adela ya no le respondía. De repente recordaba que una vez, mientras limpiaba el baño de hombres, había escuchado a una mujer hablar por teléfono en la cabina de al lado. Al entrar, la luz se encendía automáticamente. Jorge la llamaba a gritos, le rogaba que saliera. Fue tu idea drogarlas con tus somníferos, ¿acaso ya no lo recuerdas?, le reclamaba. ¡Fue tu idea! Aplicaba la oreja a la pared medianera; solo percibía un sonido brumoso e indeterminado. La luz se apagaba.


Somníferos, pensaba. No, tú no tomabas somníferos. Tú tomabas antidepresivos, por eso estabas cansada todo el tiempo. Por eso rompimos. Tuviste que dejar la universidad mediado el primer semestre porque en casa necesitaban dinero. Empezaste a trabajar de secretaria. Abandonaste tu sueño de estudiar literatura para ayudar a tu familia. Al menos no conociste la decepción de acabar una carrera para nada. Lo que más te frustraba era llegar cada día cansada y no tener siquiera ganas de escribir un párrafo. Fue peor cuando comenzaste con las pastillas. Tus pequeños desquites se daban conmigo los fines de semana en que solo nos veíamos para coger. No había nada más. Yo no pude lidiar con tu depresión.


Le extrañó que la luz no se encendiera y que el espacio de pronto le resultara tan pequeño, como si estuviera encerrado en un ataúd glacial. Cerró los ojos y trató de acompasar el ritmo de su respiración. Un aire helado le llenaba los pulmones. Golpeó con los puños lo que descubrió que eran paredes de plástico. Se llevó una mano a la frente. Palpó la protuberancia. No le dolía. Notó que estaba fría y ligeramente húmeda, aunque no tanto como sus pantalones. Su celular vibraba. La luz de la pantalla lo encandiló. Lo llamaba Mariana. No pudo contestar. La pantalla estaba agrietada.


Mauricio Zuleta (Quito, Ecuador, 1995)

Magíster en Literatura con mención en Escritura Creativa por la Universidad Andina Simón Bolívar (UASB), sede Ecuador, y licenciado en Comunicación con mención en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

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