Cuento
Sinfonía Ecuatoriana: el tren de Alfaro
Betty Aguirre-Maier
Número revista:
6
“Mi sueño, mi delirio, se concentra en esta sola palabra: ferrocarril”
Eloy Alfaro
Domingo (Doménico) Brescia contemplaba la Bahía de San Francisco desde la ventana de su pequeña casa victoriana en Lombard Street. Era una helada y brumosa mañana de invierno. Al medio día debía tomar el Teleférico (cable-car) para ir hasta la Oficina de Correos en la calle Séptima con Misión y enviar algunas cartas a Chile y Ecuador. Entre ellas, una a su entrañable amigo, el General Eloy Alfaro. Luego pasaría por la sastrería Norton para retirar su frac. En la noche asistiría como invitado especial a la inauguración de la Orquesta Sinfónica de la ciudad.
Domingo había llegado a San Francisco algunos meses antes debido a la violencia que se vivía en Ecuador y a raíz de la renuncia del General Alfaro a la presidencia. Los ocho años que Domingo vivió en Quito dieron sentido a su errante vida y había, incluso, pensado que moriría bajo su amplio cielo protector. Sin embargo, su amigo Ulderico “Rico” Marcelli llegó una mañana hasta su casa y le advirtió: “Debemos salir del país. Van a matar a Alfaro”. Domingo salió de ese recuerdo cuando el sastre le preguntó si el largo del pantalón era el adecuado. Asintió, tomó el frac y se dirigió al Tadich Grill a pocas cuadras donde lo esperaba Rico y su esposa para almorzar. Durante la comida intentó prestar atención a lo que le decían sobre las nuevas minas de oro que se habían descubierto cerca de Jackson y la posibilidad de invertir en ellas, pero en su mente, como casi siempre, acechaba la incertidumbre y el arrepentimiento por haber dejado atrás los Andes, sus alumnos y la amistad de Alfaro, y haberse mudado a San Francisco, ciudad ajena y lluviosa que aún no se reponía del terremoto de 1906.
Domingo llegó a su casa y fue directamente a su escritorio. Abrió uno de los cajones y entre partituras y papeles encontró el pequeño estuche de terciopelo púrpura que contenía la medalla del Orden Nacional al Mérito y la carta personal que Alfaro le había entregado aquel día después del concierto:
Quito, 26 de junio de 1908
Maestro Domingo Brescia
Director del Conservatorio de Música y Declamación
Mi digno amigo y Gran Maestro:
Su “Sinfonía Ecuatoriana” ha sido el mejor regalo en este día. Solamente un alto espíritu como el suyo puede haber atrapado en hermosas notas musicales el sueño de todo un pueblo: la Patria unida por el progreso que trae el Ferrocarril. Ecuador y yo le estamos eternamente agradecidos.
Su amigo,
General Eloy Alfaro
La “Cabalgata de las Valquirias” de Wagner lo impresionó tanto como el espléndido y nuevo edificio de la Sinfónica, pero su mente daba vueltas por las calles de Quito escuchando el rumor de campanas y vendedores. Durante el Intermezzo, Rico, su esposa y el resto de sus amigos discutían los pormenores de la segunda ópera, entre choques de copas llenas de champaña, pero Domingo permanecía extraviado en otro recuerdo. Su mente había viajado a 1908, a la Gran Velada en honor al General Alfaro como parte de las celebraciones por la inauguración del Ferrocarril Trasandino. Recordó que esa noche, antes de iniciar el concierto, tras cortinas, Domingo agradeció al General por su amistad, su visión y dedicación a la construcción de un país moderno y por haber fundado el Conservatorio y con ello, a través de Ulderico “Rico” Marcelli, quien desde una esquina lo miraba con orgullo, haber sido invitado en 1903 a mudarse a Ecuador para dirigir el Conservatorio.
“Fue una gran noche”, pensaba Domingo y recordó a Nieto, a Rosa Maldonado, a Carlos Cobo, a Esther Fabara, a Josefina Veintimilla, a Pepe Delgado, a Nela Steffor, a Juan Salcedo, a Rita Velázquez y a Jorge Bastidas, un talentoso elenco que aportó en consagrarlo, una vez más, ante la conservadora sociedad quiteña. Fueron tres días de celebraciones para vitorear y condecorar a Alfaro.
Durante el intermezzo, el General se acercó a saludarlo. El Viejo Luchador de tantas batallas, siempre estoico, se hallaba emocionado. “No me cabe el corazón en el pecho”, le dijo al oído, mientras Domingo sostenía su mano en un apretado gesto de amistad. En la intimidad y lo familiar, Alfaro era un hombre tierno y cariñoso que encontraba coraje en la ternura. Sobre el impecable uniforme Domingo vio las medallas con las que había sido condecorado esa mañana: la del Club Militar Nacional y la de El Comercio de Quito y pensó que todo aquello era poco para reconocer sus años de lucha.
Esa mañana, Quito vestía banderolas y gallardetes, flores y guirnaldas, arcos revestidos de seda unos, y otros de musgos y exuberantes plantas traídas de los cercanos bosques. Los comerciantes e industriales repartían cromos y postales a la gente que iba y venía por las estrechas y empinadas calles. Desde muy temprano, en Chimbacalle, en donde se encontraba la última estación del tren se hacían maniobras militares que duraron hasta el mediodía. En la tarde, después de las seis, los balcones y puertas de las tiendas, así como los arcos triunfales distribuidos por toda la ciudad, fueron iluminados por farolillos de colores y focos de luz incandescente. Las bandas de música habían sido repartidas por todas las plazas y paseos públicos y no faltaron los fuegos pirotécnicos. Los arcos de Carondelet fueron iluminados por más de dos mil focos de luz eléctrica y en ellos se podían leer inscripciones como “A Eloy Alfaro, el Ejército”, “Los Andes son testigos mudos de sus glorias” y “Ante el triunfo huyen despavoridos los enemigos del ferrocarril”.
Al día siguiente, recordaba Domingo, la ciudad despertó con el estruendo de los cañones y metralletas de las artillerías que desde las alturas del Itchimbía, Pichincha y Panecillo saludaban con sus focos de fuego la aurora del 25 de junio de 1908. Muy temprano, Rico vino a buscarlo en su carruaje para ir hasta Chimbacalle a donde llegaría el desfile oficial de gremios y corporaciones llevando insignias y distintivos. Poco a poco arribaron ministros y diplomáticos, jueces, militares, concejales y representantes de los municipios, el cuerpo consular, la Universidad Central, la prensa, el Instituto Nacional Mejía, la Sociedad Artística e Industrial de Pichincha, los gremios de artesanos, entre otros. El General llegó al final del desfile y se dirigió a una carpa que desplegaba banderas de Ecuador y América junto a la tribuna de los oradores. Más allá, sobre la vía férrea, se levantaba un monumental arco construido por los alumnos de la Escuela de Clases, bajo el cual debía entrar triunfante la locomotora a la estación de Chimbacalle.
Después de largos y emotivos discursos, el General regresó a la ciudad y se dirigió al Congreso en donde el Ejército ofrecía un banquete en su honor. Al fondo, en la gran pared, se leía en letras de musgo: “El Ejército a su Caudillo”. Domingo y su esposa también habían sido invitados y, aunque había una gran distancia entre él y el General, sentados en la enorme mesa en forma de herradura, pudo ver en su rostro el cansancio, pero también la serenidad y la fortaleza. La mesa lucía espléndida: rosas, altos candelabros, cristalería, finas vajillas. Domingo recordó que aún guardaba el cuadernillo del menú de esa noche: un preciosismo decorado con una viñeta del ferrocarril y el retrato del General. En el reverso de la primera página se leía una lista de los combates del Viejo Luchador, desde la batalla de Los Colorados en junio de 1864 hasta la de Chasqui en enero de 1906. Al banquete le siguió un concierto de violín interpretado por Marcelli que Domingo había preparado cuidadosamente. Apenas terminado el concierto, Alfaro y su esposa se marcharon, no sin antes despedirse de Domingo con el siempre cálido apretón de manos.
Al día siguiente, desde las 5 de la mañana se podían escuchar a las bandas de los cuarteles recorrer la ciudad tocando aires marciales, mientras los edificios públicos y las casas izaban la bandera nacional y decoraban sus puertas. A la una de la tarde, el país entero representado por delegados de los municipios llegó a Carondelet para, en presencia del Cuerpo diplomático y consular, felicitar al General. Este evento, recordaba Domingo, fue tan largo, que debió ser pospuesto para el día siguiente. Mientras esto sucedía, las escuelas realizaban un desfile de carros alegóricos que iniciaba y terminaba en la Plaza del Teatro, en donde la ciudad entera se aglomeraba con la esperanza de ver llegar a Alfaro. En la noche, la alta sociedad quiteña asistió al Teatro Sucre a la velada literario-musical organizada por el Comité Militar de Pichincha. Un imponente retrato de Alfaro había sido colocado en el centro del escenario y era custodiado por seis soldados de artillería vestidos de gran parada. Domingo, quien a pesar del cansancio y de las intransitables calles había llegado muy temprano, se dirigió al escenario para conducir a sus alumnos del Conservatorio que interpretarían, como acto inicial, el Himno Nacional. Las alumnas del Instituto Normal cantaron el himno como nunca. “Voces andinas privilegiadas”, se decía Domingo. Acto seguido hubo poesía y declamaciones. Recordó a Abelardo Moncayo, a Celiano Monge, a Esther Fabara, a Miguel Ángel Fernández de Córdova y a José Mora López, gran orador. Pero sobre todo recordó a Esther y su larga y elegante figura, sus grandes ojos negros y esa voz maravillosa que podría haberla llevado lejos, hasta la misma Italia. Esther dominaba el escenario. Inteligente y culta, había decidido posponer el matrimonio y no seguir el mismo camino que las señoritas de su clase. Domingo la admiraba y la amaba en silencio. Al final de la velada bebió un fuerte “canelazo” que Rico se lo dio con una palmada en el hombro: “¡Lúcete, Doménico!”. Domingo se situó frente a la audiencia y le dedicó su ópera Sinfonía Ecuatoriana al General y a su gran obra transformadora: el ferrocarril trasandino. Al final, el público se puso de pie y lo ovacionó por más de cinco minutos. El General soltó una lágrima y un lejano, “Gracias, Maestro”.
Febrero en San Francisco es lluvia sin pausa. La ciudad y sus calles amanecen húmedas y la gente se uniforma con gruesos abrigos. Domingo tomó el suyo y salió muy temprano hacia el Embarcadero. Se dirigió a uno de los restaurantes habituales en el Pier 33. En el camino recogió el correo y el periódico. Pidió la mesa de siempre con vista a Alcatraz. Entre los varios sobres había uno muy ligero que venía de Ecuador. Se lo enviaba Esther. Lo abrió con nerviosismo.
Quito, 5 de febrero de 1912
Mi querido Maestro:
Han matado al General Alfaro.
Tristemente, su alumna y amiga incondicional,
Esther Fabara
Domingo tembló y permaneció inmóvil. El mesero no recibió respuesta y lo dejó tranquilo. Sus opacos ojos miraban la isla y su triste edificación que en su imaginación se había convertido en una de las altas montañas por las que viajaba el tren llevando al General, el Viejo Luchador, irónicamente, hacia su propia muerte. Una muerte violenta, supo más tarde, una muerte injusta y cruel pero que había creado una hoguera permanente, una luz en medio de la niebla como aquella del faro de Alcatraz que guiaba a los marinos en tormenta.
*Doménico Brescia (1866-1939) fue un compositor italiano que vivió en Chile, Ecuador y Estados Unidos. Lideró el departamento de Teoría de la Música en Mills College. Fue director del Conservatorio de Música de Quito entre 1904 y 1911. Brescia fue el primer músico occidental en usar elementos nativos ecuatorianos en sus composiciones, incluida su magna obra Sinfonía Ecuatoriana. Además, trabajó con Enrique Marconi en la composición de ¡Salve Oh Patria!, Himno Nacional del Ecuador.
*Algunos hechos en este relato están basados en Historia del Ferrocarril Trasandino, de J. Mora López, publicado en Quito en 1908.