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Fragmento de novela inédita

Capítulo de la novela EN CLINCH, DEMASIADO CERCA

Santiago Páez

Número revista:

5

CAPÍTULO 7


Doménico, apoyando el pecho en la balaustrada de seguridad que bordea el despeñadero, mira esa hondonada hasta donde llega la noche antes que al resto de la urbe. Un ventarrón helado, violento y maloliente, subiendo desde el abismo, le golpea en la cara y agita sus cabellos. En la profundidad hierven las sombras y el viejo, sintiéndose un poco ridículo ⎯como siempre que repite los versos que memorizara en su niñez⎯, se sube el cuello de la casaca, se alisa el pelo desordenado por el viento y murmura:


⎯En el bordo de su entreabierta cima estaba tendido el monstruo…


Y el monstruo ⎯Calvachi lo sabe bien a sus años y después de todos sus afanes y derrotas⎯ es la antigua ciudad de Barranco, que está al pie de un monte enorme y por encima de unos valles extensos, áridos y cada vez más poblados; la ciudad, que se arrima atroz y ávida a la meseta y que, por tanto, está acotada por límites verticales más o menos violentos: los escarpes de la montaña, a un lado ⎯en cuyos ventisqueros se han levantado sus últimos barrios⎯ y, al otro, los barrancos que se arrojan hacia los valles que la rodean.


La oscuridad, que a esa hora de la tarde ya se ha arraigado en lo hondo de la quebrada, impide que se vea el río que corre allá abajo. Doménico sabe que es un curso de agua contaminada por los desechos de Barranco. Todos los restos, echados por los humanos a las alcantarillas, van a parar a esas aguas negras que, en realidad ⎯y vistas en la luz del mediodía⎯ son polícromas, gracias a los excrementos de las fábricas que expulsan, a las cloacas, tinturas, ácidos y resinas venenosas. La urbe es tan monstruosa como sus detritos.


Siempre estuvo maldita y sucia, pero, en otra época, esa corriente tuvo nombre y voz: cuando cruzaba la ciudad y sus habitantes escuchaban su murmullo la veían con repugnancia. Apenas pudieron, canalizaron esas aguas en unas grandes cajas de cemento armado en las que desaguan los albañales de todos los barrios, de los tugurios y de las zonas fabriles. Y los citadinos se olvidaron del río, de su nombre y de su ruido. Construyeron sobre él plazas y avenidas. Se creyeron capaces de olvidarlo. Pero sus aguas siguen corriendo en las entrañas de la ciudad y, por lo tanto, brotan siempre en los inviernos, reventando las tapas de las alcantarillas y surgiendo ⎯negras, incontenibles y atroces⎯ en las pesadillas de quienes habitan sobre ellas.


Doménico se encuentra en una intersección de avenidas desde donde parten los buses que comunican la ciudad con uno de sus valles circundantes; por esa razón, la parada se ubica allí, sobre el barranco en cuyo talud se abre ⎯como un ano descomunal⎯ el broquel por el que brota el río acanalado por la urbe, cuyas aguas negras corren entre las paredes de esa angostura y desembocan en el valle, corrompiendo su tierra y viciando su aire.


En otros tiempos, para salir de Barranco se recorrían puentes colgantes y senderos escarpados que descendían por los desfiladeros. Actualmente, los buses se descuelgan por unas carreteras casi igual de empinadas y estrechas, pavimentadas con piedras romas y resbaladizas. Quienes recorren esas calzadas son los más pobres, los que trabajando en la ciudad no pueden pagar un arriendo en sus barrios y viven lejos, en villas construidas con chapas de zinc, plásticos y cartones, sobre yermos barridos por una ventisca permanente.


Cuando Doménico teme que las tinieblas ⎯que se retuercen en el fondo del precipicio⎯ trepen por sus paredes escarpadas y se le hinquen en los ojos alucinándolo, escucha la voz calmada de Jacinto Skarsgard, quien, con su saludo, lo salva de la oscuridad y sus demonios.


⎯Vino, Calvachi. Bien.


⎯Me llegó su mensaje.


⎯Tengo buenas noticias.


⎯Esas nunca sobran ⎯se alegra el viejo periodista⎯. Cuente, cuente.


⎯Ayer en la madrugada, luego de preguntar mucho, llegué a conocer al traficante que le da la droga a Fermín para su negocio. Me dijo que él la vende, sobre todo, en esta parada.


⎯Escondámonos, entonces. Si nos ve, se escapa.


⎯No ⎯gruñe Jacinto⎯, no va a escapar: a él también le mandé un recado con la gente de ese sujeto al que sirve. Vendrá.


⎯¿Y qué mensaje puede obligarlo?


⎯Yo lo conozco: aguanta cualquier cosa, menos que se le mente a Dios.


⎯¿Es tan religioso? ¡Si trafica con drogas!


⎯Carga siempre una Biblia y lee salmos y evangelios, todo el tiempo. Puede ser dos cosas y más: criminal y creyente.


⎯Como todos nosotros.


⎯Sí ⎯acepta el boxeador⎯. Como todos.


Alrededor de Skarsgard y Calvachi ⎯sobre las anchas aceras que bordean la quebrada⎯ pulula una multitud de hombres y mujeres exhaustos: vienen de barrer pasillos y pulir pisos, llegan de cargar por quintales la mierda de sus amos. A esa hora del atardecer, embrutecidos, suben en los buses traqueteantes y empiezan el viaje hacia sus covachas, hacia el valle polvoriento y frío.


Es de ese gentío silencioso que se aparta, de pronto, el otro boxeador, Fermín Villarreal, macizo y hosco. Va vestido como siempre, con su abrigo largo y suelto; lleva las manos en los bolsillos y, también como siempre, mira con descaro a quienes tiene enfrente. Cuando ubica a sus perseguidores, enfila hacia ellos de prisa, con pasos largos, y los enrostra en silencio.


Casi contento, el periodista lo saluda:


⎯Así que es verdad, si se le menciona a Dios, usted responde.


⎯¿Quién dice?


⎯Aquí, su amigo el Martillo.


⎯¡Qué Dios ni qué carajos! ⎯se exalta el Pantera⎯. Vine porque ya estoy harto de que vayan preguntando por mí. ¿Qué quieres, Skarsgard? Acabemos con esto.


⎯A ti. Te quiero a ti.


Villarreal calla, mira fijamente a Jacinto un rato y luego insiste:


⎯¿Qué quieres?


⎯Yo fui mejor boxeador que tú ⎯le responde su antiguo oponente.


⎯¿Es por eso? ¡Carajo, estás loco!


⎯Te serví de sparring.


⎯¿Y eso, qué tiene? Yo iba a pelear un campeonato.


⎯Tú me convenciste, siempre fuiste tan mañoso con las palabras.


⎯Y tú eras un menso. Siempre has sido un menso —ríe Fermín, casi listo para el enfrentamiento.


⎯Hablabas y eras más engañoso que con los amagues del box. Uno se ponía en guardia y, de algún modo, siempre metías la mano, contra el hígado, contra el cuello.


⎯De eso se trata.


Calvachi, atento, mira a los dos pugilistas, los ve parados uno frente al otro, ante la masa de viandantes exhaustos y grises. Los dos hombres se ven sólidos y pesados, privados ya del nervio que da la juventud, pero muy peligrosos. Se da cuenta de que, cuando ambos peleen, el resultado será, casi inevitablemente, la muerte de uno de ellos.


⎯Pero tú, Fermín, no te conformabas con ganar.


⎯¿No?


⎯Querías mucho más. Siempre quisiste más.


⎯Y lo que quise ⎯sonríe Villarreal, insolente⎯, lo tuve. ¿Te acuerdas?


⎯Y nunca te importaron los otros.


⎯¿Tenían que importarme? ¡Por favor!


⎯Nunca te importamos.


⎯A veces he sido boxeador ⎯dice Fermín, con la voz rasposa por la ira⎯. He sido otras cosas también, y siempre alguien ha venido con sus quejas. Como tú, Skarsgard.


⎯Yo he venido ⎯murmura, serenamente, Jacinto⎯ a romperte, Fermín. A eso he venido.


En ese momento sucede algo que ausenta a los boxeadores y a Doménico, quien los observa, de sus odios y de sus deseos: el chasquido atroz de las latas de un auto, que se comprimen y despedazan, sumado al escándalo de sus vidrios que revientan. Los tres hombres, quienes antes se habían concentrado en sus gestos, en sus propias furias o en las ajenas, se vuelven para mirar ⎯pasmados por el impacto⎯ a un pequeño automóvil blanco y viejo que, tras haber perdido la dirección, sale de la calzada, rompe sus neumáticos contra el borde de la vereda y embiste, veloz, el muro de seguridad que protege del abismo a los viandantes. Al brincar del pavimento, atropella a una mujer mayor, quien, perdida en su cansancio, no ha previsto el golpe que la levanta hacia el aire, la zarandea en él y, finalmente, la estrella contra el suelo de cemento, quebrándola. El parapeto de ladrillo se derrumba y el auto salta hacia el vacío, en una parábola que quienes la observan jurarían lenta, lentísima. El choque ha pasado a tres o cuatro metros de los pugilistas, tan cerca que pudieron ser ellos los embestidos por el vehículo. La mujer atropellada ha caído a pocos pasos de Doménico, que no la ve, pues, prendido por el horror, tiene ojos solamente para ver las ventanillas del automóvil contra cuyos cristales se pega el rostro de una niña que mira impávida su desgracia.

El accidente ⎯con su estruendo y aparato⎯ rompe el letargo de los viandantes, quienes se apiñan junto al broquel derruido para escudriñar en el abismo con una curiosidad en la que se mezclan el morbo y la conmiseración: algunas mujeres, prontas para el llanto, han empezado a gimotear, mientras los hombres sueltan palabrotas con la esperanza de espantar, con ellas, el mal agüero que arrastra toda desgracia. Doménico y los dos boxeadores, acercándose también al abismo, alcanzan a ver al auto blanco, ensartado en un peñasco, a unos veinte metros de profundidad. Ochenta o cien metros más abajo, hierve ávida la oscuridad en el fondo del precipicio.


Debe pasar un tiempo largo para que se escuche una sirena; una camioneta de rescate llega, traqueteante, al lugar del choque, se detiene junto a la acera, todo lo cerca que puede del muro destruido, y de ella saltan tres bomberos, un oficial y dos paramédicos quienes, de inmediato, se aproximan a la mujer atropellada y empiezan a auscultarla. El oficial, un hombre muy joven, lampiño y fino, se mueve con vigor y actúa con eficacia: aparta a los curiosos, mira ⎯con la última luz del día⎯ al automóvil agarrado precariamente de la roca, cuyas aristas han evitado que se hunda en la profundidad, se ajusta el barboquejo del casco acerado ⎯sobre cuya visera brilla un número ocho con una intensidad extraña⎯ y pregunta:


⎯¿Alguien vio cuánta gente iba en el coche?


Doménico, que ha visto el accidente, le responde:


⎯Vi una niña, en el asiento de atrás.


⎯Yo la vi también ⎯corrobora Jacinto.


⎯O sea que hay allí al menos dos personas: el que conducía y una menor ⎯concluye el oficial y ordena⎯: cabo, deje a su compañero con la señora herida y saque los cables de la camioneta.


En menos de cinco minutos, los dos bomberos han fijado al chasis de su vehículo un par de sogas y las han soltado por el talud. El cabo, sin dudar un instante, se descuelga por el borde irregular del abismo. En unos segundos, oscilando al fin de la cuerda, logra ponerse en pie sobre el techo del automóvil. La multitud suelta, entonces, un suspiro de alivio. El hombre, trabajosamente, trata de bajar hasta el parabrisas del auto. De pronto, revienta el cabo del que se sostiene, pierde el equilibrio y se desploma hacia las sombras turbulentas de la hondonada. El grito de horror de la gente que lo ve morir acompaña su caída.


El oficial, sereno, se aproxima al filo del precipicio, mira el horror de la hondura y ordena, dirigiéndose a los boxeadores:


⎯Ustedes, ustedes dos tienen la fuerza que necesitamos. Agarren la soga que queda, por si se rompe. Yo voy a bajar.


La entereza del joven oficial crea una sensación de fuerza en la multitud que parece dispuesta a participar, hasta el sacrificio, en el rescate de las víctimas del siniestro. Jacinto y Fermín agarran la soga, con sus gruesas manos de luchadores, y la sostienen tensionando los tendones de sus antebrazos, afirmando sus torsos anchos sobre las piernas musculosas.

El bombero se despoja de la chaqueta de su uniforme. Su talle es delgado y, sin embargo, se ve fortísimo, como templado en metal. Atándose el cabo a la cintura, empieza el descenso: se afianza con las manos en las rocas, asegurándose de que no estén sueltas, e incrusta en la tierra blanda la punta de sus botas, cuando no halla alguna repisa mínima en la que apoyarse. A momentos, se agarra de las zarzas, hiriéndose las manos. Desciende. Baja firme y rápido. Parece, al final del cable que lo sostiene, una fina figura de hierro.


Calvachi, mirando los esfuerzos cumplidos por el joven oficial en su trabajo de rescate, se da cuenta de que él solo no podrá salvar a las personas atrapadas en el auto accidentado, pues el espacio que tiene para maniobrar es demasiado pequeño y la tarea exige una fuerza superior a la de un hombre normal: deberá doblar, con sus solas manos, el techo del vehículo que, hundido por el volcamiento, reduce las aberturas de las ventanas a un resquicio por el que no puede pasar ni siquiera el cuerpo de la niña, menos aún el del chofer del automóvil.


⎯El muchacho va a necesitar ayuda allá abajo ⎯informa el periodista, incorporándose, y continúa⎯, y el bombero que atiende a la mujer atropellada no puede moverse: está deteniéndole una hemorragia grave.


Los dos boxeadores, quienes, con sus manos enormes, sostienen el cabo del que pende el oficial, se miran en silencio un momento, midiéndose como si estuvieran de nuevo en el interior de un cuadrilátero, empezando un combate de box. Doménico, que ha visto el inicio de tantas peleas, sabe que uno y otro están evaluando resistencias, velocidades y fuerzas. Villarreal, finalmente, sonríe con sorna y se ofrece:


⎯Bajo yo.


⎯Yo también puedo ⎯protesta el otro pugilista.


⎯Si yo me quedara sosteniendo la soga, sería capaz de soltarla solo por librarme de tus pendejadas ⎯ríe Fermín y suelta las manos, gritando⎯: ¡atento!


Jacinto aguanta el jalón del cable, flexiona los brazos y las piernas y se concentra. Villarreal empieza a descender, agarrándose del cabo. El cuerpo entero de Skarsgard resiente el esfuerzo inmenso: sus piernas encogidas se nutren con la resistencia de la peña sobre la que se ha construido la calzada, su espalda se dobla como una ballesta y los músculos de sus brazos y de sus hombros se hinchan hasta reventar, casi, las costuras de su chaqueta de cuero.


El otro boxeador se descuelga por el talud, agarrándose de la soga. Es menos hábil que el bombero y demora en llegar al peñasco en donde se ha detenido el automóvil. Una vez que hace pie sobre su maletero, se acuclilla, agarra ⎯con las tenazas de sus dedos⎯ el borde retorcido de lo que fuera el parabrisas posterior y, desplegando toda la fuerza de la que son capaces sus muslos, su espalda y sus brazos, dobla el metal lentamente. Metros sobre él, Calvachi ve el enorme esfuerzo que le cuesta a Fermín arquear el hierro de la carrocería, casi escucha el crujido de sus huesos, de sus tendones.


Finalmente, el oficial, que se ha acercado al boxeador, introduce sus brazos en la abertura, saca el cuerpo desmayado de la niña y se lo entrega a Fermín, quien, abrazándola, se da modos para subir por la soga. Demora un largo, largo rato en alcanzar el nivel de la calzada. Tras él, trepando con agilidad, llega el joven oficial.


El boxeador, pálido por el esfuerzo hecho, camina unos pasos apartándose del precipicio, sin soltar a la niña; Calvachi se le acerca y la toma en sus manos justo a tiempo: Fermín cae de rodillas, luego se desmorona sobre el pavimento, inconsciente.


⎯¿Y el conductor? ⎯averigua Jacinto, con voz ronca, mientras frota sus muslos adoloridos y, lentamente, se recuesta sobre la superficie dura de la acera.


⎯El hombre está muerto ⎯aceza el oficial, inclinándose hacia adelante y apoyando las palmas de las manos en sus rodillas, exhausto⎯. Ya no importa, está muerto.


Entonces llega una ambulancia, atronando el lugar con su sirena y enrojeciendo, con las luces de su baliza, la oscuridad de la noche que ha caído de pronto.


Unos minutos más tarde, Doménico va sentado en el piso del furgón de la ambulancia, tiene la espalda apoyada contra la parte posterior del asiento que ocupan el chofer y el enfermero, y las piernas recogidas contra el pecho; va entre las dos camillas, en la una gime, suavemente, la niña rescatada de entre los fierros de la carrocería del auto accidentado. En la otra va Fermín, yerto como una gran roca.


El periodista, al ver al boxeador exánime, piensa en el esfuerzo demoledor que Jacinto y él han realizado. Ambos han abusado de sus músculos, de sus tendones y de los huesos que los sostienen, y ese despliegue de fuerza ha tenido, en uno y en el otro, un efecto diferente: Skarsgard ⎯a duras penas⎯ lo ha soportado, se ha echado en el suelo, luego del rescate de la niña, aunque ha podido levantarse, con bastante ánimo, unos minutos después; a Villarreal han tenido que ayudarlo a subir a la ambulancia y en su interior, sobre la camilla, ha quedado como muerto.


Los dos hombres, reflexiona Calvachi, vivieron, en la juventud, de sus cuerpos: los boxeadores son sus piernas, sus brazos, sus pulmones y el entramado recio de los músculos de sus torsos, de sus hombros y de sus cinturas... Y en su momento ambos ⎯Skarsgard y Villarreal⎯ conocieron exacta, categóricamente cada una de sus articulaciones, cada una de las partes de sus tórax y de sus extremidades. Vivieron de esa materia, de esas carnes, de esos nervios y de esa sangre. Y para vivir así, supieron cuál era la capacidad de su cuerpo, cuáles eran sus potencias: cuántos golpes podía resistir su plexo solar, con qué cantidad de oxígeno eran capaces sus pulmones de saturar su sangre, en los momentos de mayor fatiga, y cuántos puñetazos podía asimilar su hígado antes de que el dolor se volviera insoportable y les nublara, fatalmente, la visión. La fuerza espiritual que tuvieran solo les era útil siendo, también, fuerza física.


Pero ambos ⎯quienes fueran el Pantera y el Martillo⎯ son ya solo dos viejos pugilistas y, en su tiempo, fueron boxeadores fracasados: en alguna encrucijada optaron, conscientemente o no, por ser más que sus cuerpos. Fermín, el hombre que guarda en la memoria las Santas Escrituras y las cita, aspiró a ser, quizá, un santo. A Jacinto lo arruinó el amor: fue, sin poder aspirar a otra cosa, solo un hombre enamorado.


Por la ventanilla posterior de la ambulancia, Calvachi ve las luces de la ciudad de Barranco alejándose de él como brillos en fuga; la fatiga le enreda los pensamientos interrumpiendo su reflexión sobre el destino de los dos boxeadores, reclina la cabeza sobre sus rodillas y se duerme.


***

*La novela ‘En clinch, demasiado cerca’ se publicará este 2021 con la editorial Cactus Pink.

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