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Cuento

En esta casa vive el diablo

Sandra Araya

Número revista:

3

Háblame de ti, cuéntame de tu vida. Sabes tú muy bien que yo estoy convencida de que tú no puedes, aunque intentes olvidarme. Siempre volverás, una y otra vez. Una y otra vez, siempre volverás.


Aunque ya no sientas más amor por mí, solo rencor. Yo tampoco tengo nada que sentir, y eso es peor. Pero te extraño, también te extraño. No cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor.


Sé que tú no puedes, aunque intentes olvidarme. Siempre volverás, una otra vez. Una y otra vez, siempre volverás


Aunque ya no sientas más amor por mí, solo rencor. Yo tampoco tengo nada que sentir, y eso es peor. Pero te extraño, cómo te extraño No cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor...




Rocío Durcal, Costumbres






Ella sabía, mejor que nadie en el mundo, dónde estaba el sitio del corazón en el cuerpo, ahí mismo, debajo de ese seno izquierdo, viejo. Se pasó una mano por el pecho intentando desperdigar los latidos desacompasados de su músculo herido. Tenía el corazón herido. Y no era una metáfora. Después de algunos infartos, propios y ajenos, el padecimiento del corazón era parte de su historia personal, la que había ido construyendo, a solas, en su mayoría. ¿A solas? ¿Acaso nadie más podía asomarse a eso que era ella, a esa vida, a todos los dolores, a los íntimos y los compartidos? Quizás había alguien más dando vueltas por ahí, presente desde siempre. Algo así como una costumbre que quisiera tener un rostro y un nombre.


Recordó. O se contó una historia en silencio, que era para muchos, para ella, otra forma de recordar.


La mamá de Clara había muerto, de una falla en el corazón, cuando ella tenía tres años. Ella, la niña que fue creciendo de forma rápida, la niña que una vez pudo ser Clara, no la recordaba realmente, pero le dijo al padre, durante años, hasta la muerte de aquel, incluso, que sí, que aún se acordaba de su voz, que tenía imágenes de ella frente a la ventana, borrosas, claro, agregaba, para darle verosimilitud a su relato, a su mentira piadosa, a esa forma de retribuirle al padre que la hubiera criado a solas desde tan chica, además de los hermanos, y de que de cierta forma le hubiera legado a ella, la menor, las riendas del hogar.


Aprendió a hacerse cargo de sí misma y del resto cuando ni siquiera tenía conciencia de ello. Esa era su vida. Ayudar al padre para que la casa funcionara bien, desde sus pequeñas fuerzas, hasta que estas fueron creciendo, fue cada día más dueña de su capacidad, de cocinar, de organizar, de opinar. Ella le dio la bendición a su hermano mayor cuando decidió buscar una mujer para casarse. Eran otros tiempos.


Cuando Clara se casó, el padre ya había entrado en la etapa crepuscular de la vida en que había cierta resistencia del hombre a dejarse proteger, aunque, en el fondo, supiera que ya el mundo no le pertenecía. Sus pasos eran lentos. Su costumbre de quedarse parado frente a la ventana, frente a su luz —él siempre supo que Clara mentía sobre su último recuerdo de la madre, porque la imagen de quien mira hacia afuera la tuvo él siempre en su cabeza, era la de sí mismo, esperando que su mujer volviera de la tumba, que la luz le diera respuestas para una vida que no estaba seguro de haber escogido, por lo menos de forma consciente—, hasta que Clara, quién más, llegaba luego del mediodía a llevarle una fuente con comida, recién hecha por ella, para su marido, para sus hijos, con el primero en brazos y que se desprendía de la madre dando sus primeros pasos. Él la recibía en silencio, fingía —como ella había fingido alguna vez algo de distancia, de despreocupación, como seguía fingiendo a veces, en las pocas ocasiones en que conversaban— que no reparaba en ella, que no le importaba, que estaba abstraído en sus recuerdos, cuando en realidad la miraba de reojo, con mucha más atención que la que le prestó jamás, como si la viera en el futuro: iba, en su mente, en su visión, con un traje negro, siempre ocupada, siempre con las ganas de gobernar una casa, invocando, cuando las fuerzas se le fueran agotando, al diablo. Aunque esa invocación la hacía ella en silencio.


Pensó en decirle que la había visto así, en medio de una casa de escaleras infinitas, hablando a solas con esos peldaños. Pero el afán de ella por dejarle la comida lista, sobre la mesa, al tiempo que pasaba un trapo por aquí y por allá, no la dejaría sentarse a escuchar su futuro. Ella vivía en ese presente activo —que a él ya se le escurría entre las manos, o que más bien era un tiempo indefinido, un tiempo que siempre fue, era y sería igual, inmóvil, lleno de preguntas sin respuestas— y no se preocuparía en lo que pudiera pasar después. Lo consideraría viejo, chocho, aburrido, cuando ella tenía tanto por hacer, en su casa, en la de él, que había sido de ella también.


El padre calló. El padre habló poco hasta que murió. Y ella lo despidió, con sus cinco hijos y su hija en el vientre, al pie de la cama, como consideraba que debía despedirse a alguien querido. Ella tenía la idea en la cabeza de que así había sido la muerte de la madre, ella, junto al padre, junto a sus cinco hermanos, rodeando la cama de la mujer que había muerto súbitamente, la misma cama que su padre ocupó hasta la muerte, la misma cama que ella, ahora rodeaba con sus críos.


De su pérdida sabía solamente ella. No lloró en el velorio ni en el entierro. No quiso hablar del tema, ni con su marido ni con nadie.


Ese marido, militar, guapo, alto, de ojos claros, que la había perseguido por las fiestas de adolescentes de la época —aunque las hermanas de él siempre dirían que había sido ella quien lo cazó, prácticamente—, hacía chistes, era alegre, a diferencia de ella, siempre seria, siempre apurada, febril, ocupada en que la vida del resto funcionara al ritmo debido. Su vida era hacer que la vida del resto transcurriera. Y su corazón lo sabía. Su corazón que iba en camino a estar herido. O que siempre lo había estado, al acecho.


El corazón del esposo, sin embargo, falló antes que el de ella. En un tramo de la escalera de esa casa de subidas y bajadas infinitas, el marido se desplomó un día, sin ruido, casi, porque ella, desde arriba, escuchó claramente, quizás no con los oídos, sino con la piel, con algún órgano desconocido, el gemido mínimo, el suspiro final de un cuerpo que se sabía sin vida antes de chocar con el frío del suelo. Ninguno de los niños estaba en la casa: era una mañana, era una mañana de sol, era una mañana de sol, silenciosa, en la que sí, es cierto, cualquiera hubiera podido escuchar el pequeño estrépito de la muerte, pero Clara se había puesto en pie antes, segundos antes, como impelida por una voz que le había dicho que algo pasaba a pocos pasos de su cama, de su metro cuadrado. La muerte: eso sucedía.


Se preguntó en el funeral, una vez más abrazada a sus hijos, si la muerte no era algo que ella traía pegado a los talones. No había terminado de sacarse el luto del padre que ya tenía que volver a vestirse de negro por el marido. No volvería a vestirse con otros colores. ¿Para qué? Siempre había un luto en su vida. Había nacido para el duelo.


“Estúpida”.


Era su voz, la misma voz que la había acompañado desde que tenía uso de razón, algo cascada, voz de vieja desde siempre, voz de mando, el chillido del escándalo, del eco en las paredes. Pero le sonó distinta ese día, el día en que se vio a sí misma, veintitantos años después de que se viera viuda, embebida en vestidos negros para siempre.


Un cuervo viejo, eso parecía, pensó.


Un ave de mal agüero, se imaginaría el resto, pensó.


Quizás por eso la casa había ido quedándose vacía de a pocos. Era normal, claro, que los hijos se casaran, se fueran con sus mujeres, que la mujer se fuera con un hombre, y que aparecieran solo de vez en cuando, para las fiestas, para las comilonas que ella organizaba con su mano en la cocina, en la mesa, en el orden de los puestos alrededor de esa mesa, en las conversaciones, mediadas por ella. Siempre. Se había acostumbrado, entonces, a estar sola, acompañada ocasionalmente por las amigas que iban a jugar cartas en la pequeña habitación de juego, entre tazas de té, cigarrillos blancos y galletas. Las otras, viudas o casadas aún, vestían todas con colores. Ella, tiesa, de negro, presidía las reuniones, sonriente, crítica, chismosa, parlanchina, seria a ratos, callada a ratos, enfundada en sus ropajes de luto eterno, lejana, como si escuchara algo que el resto no podía percibir. Cuando las amigas se iban, Clara apagaba las luces del caserón y subía a acostarse seguida por el recuerdo de un gato negro con blanco que había muerto cuando sus hijos eran niños aún. En el rellano, tapaba la jaula de los canarios, habitada solo por un ave sobreviviente, y se acostaba a ver una telenovela.


Esa fue su vida hasta que el hijo mayor se divorció. Y volvió a la casa. ¿Adónde más podía ir? Entonces, por alguna extraña razón, la casa se sentía más vacía, pero, al mismo tiempo, más llena de voces. De algo. Cuando el hijo salía en las noches, con los amigos, con alguna mujer, intuía ella —hombre al fin, pensaba—, la casa quedaba como habitada por sombras que se negaban a ser tales, por ruidos que pretendían mutar hacia otra forma. Ella no podía irse tranquila a su cuarto porque enseguida escuchaba pasos en el piso de abajo, escuchaba que alguien quería ocupar sus ollas, escuchaba cómo alguien se acomodaba en los sillones de terciopelo, escuchaba que alguien corría una silla o acomodaba una mesa en la sala de juegos. Bajaba, paciente, al principio asustada, luego, con la costumbre, lenta, pausada, hilvanando excusas en la boca como el rezo del rosario, razones lógicas por las cuales escuchaba un ruido u otro, pero jamás, es cierto, dejó de atender esas señales, porque no estaba loca, no. Sabía que había escuchado algo.


Se lo dijo muchas veces al hijo, pero este no le prestó atención sino una primera vez, y como ella no acogiera las sugerencias de una alarma para robos, pues se calló y pensó que serían sencillamente cosas de la madre, estaba envejeciendo a todas luces, querría censurarle las salidas, querría más atención. La madre, entonces, una de esas veces, zanjó la conversación, sabiendo que su hijo no prestaría más atención y que ella, por último, podría batirse perfectamente bien con lo que fuera que recorría su casa en las noches. Musitó, más que dijo, mientras recogía los platos de la merienda:


—En esta casa vive el diablo.


El hijo alcanzó a escucharla cuando iba de subida hacia su cuarto.


—No diga tonteras, mamá.


Pero al día siguiente el hijo sí pensó en que tal vez algo habitaba en esa casa, no el diablo, pero sí la locura, la demencia de los viejos, pensó. Creía, con temor, que la madre, la firme madre, iba en caída, por la soledad, por el peso de los años sin el padre, por el peso de una casa que se iba haciendo cada vez más grande para ella mientras sus fuerzas iban quedándose pegadas en cada escalón que conducía a su cuarto.


Se lo comentó a la hermana, por teléfono, a larga distancia. Ella gritó que no podía dejarla sola entonces. Que no se le ocurriera irse en ese momento. Que alguien debía estar con la madre. Por lo menos hasta que ella llegara, en el verano, en seis meses más.


Se lo comentó a los hermanos, un día que llegaron para un almuerzo. Ninguno escuchó más de lo que quería escuchar. Se rieron. Hasta le hicieron bromas. Y él se lo tomó entonces a broma también. Aquello del diablo. No lo de la salud de la madre. No se iría. No. Y quizás podría reducir las salidas nocturnas. Podría estar más tiempo con ella, sobre todo en las noches, que era cuando ella imaginaba la presencia de las sombras y los sonidos.


No había pasado un mes.


Una noche, una noche cualquiera, el hijo iba subiendo las escaleras, le había dicho a la madre que se acostara temprano, que si quería algo él se lo llevaría, había bajado a verificar que todas las puertas estuvieran bien cerradas, con cerrojos, con cadenas, y él iba llevando un té en las manos, para la madre, cuando sintió un calor extraño en el pecho, un frío extraño en el pecho, inmediatamente. No podía respirar. No alcanzó a sentir dolor. Cayó sobre un peldaño de la escalera. Luego sobre todos.


Antes de que el hijo terminara de caer, la madre se había levantado de la cama, había salido al corredor, husmeando la oscuridad, husmeando el corredor, así, a tientas, y se asomó al hueco de la escalera: alcanzó a ver el cuerpo del hijo —ya hombre— en plena caída, lo vio cuando aún no había tocado el peldaño tercero, el mismo —¿el mismo?— en el que habría apoyado la rodilla, débilmente, el marido, rindiéndose a su peso, a la muerte que lo aplastaba sobre la escalera.


Los dos, en el mismo sitio.


Los dos, heridos del corazón.


El corazón de Clara quedaría herido definitivamente.


Lanzó un gemido lastimero esta vez y se lanzó sobre el cuerpo del hijo —ya hombre, niño para siempre en su interior—, y aunque empezó a sentir el dolor en el pecho —el eco del dolor del otro, que no alcanzó a sentir aquel, el eco del dolor del otro, más allá del tiempo, que alcanzó a sentir pero no a temer, el eco de todos los dolores en el pecho, el aguijón en un músculo herido por generaciones, habitado eternamente por un escorpión— tuvo la entereza para correr al teléfono, marcar al número de emergencias, pero no gastó fuerzas en pedir ayuda a gritos. ¿Quién la escucharía? Luego pensaría en esa pregunta, insistente, ¿quién? ¿quién? ¿quién? ¿Alguien?


Clara no pudo asistir al funeral del hijo. Ella estaba en terapia intensiva. Por la impresión, dijo el doctor, por la pena de la pérdida, aventuró el doctor, por el esfuerzo hecho al recoger al hijo y correr peldaños arriba y peldaños abajo, razonó el doctor, el corazón de Clara había fallado y, a su edad, que saliera viva de la operación era una apuesta. Y luego, si es que salía del hospital, vendría la recuperación, larga.


Los hijos, los que le quedaban —menos la hermana, que estaba en otro continente— se turnaron, unos se ocuparon de los trámites mortuorios del hermano, los otros se ocuparon de los trámites hospitalarios de la madre. Unos y otros se sentían algo inútiles, sobre todo la hermana, lejos, chillando órdenes y sugerencias que nadie estaba interesado en escuchar. La cuestión era sencilla, en realidad: el hermano estaba ya muerto, la madre, quizás, estaría ya muerta en poco tiempo. A su edad, bebiendo café todos los días, fumando cada jueves en que las amigas iban a jugar barajas, con un infarto encima, el infarto del marido y del hijo a cuestas también, ¿de dónde sacaría fuerzas para seguir viviendo? Aunque esa reflexión se la hacían de forma deshilvanada, temerosa, no la hubiesen dicho en voz alta, no se hubieran atrevido a formular la inutilidad de los ritos de la muerte y de la agonía, se veían, quizás, caídos también en una escalera, en cualquier trozo de suelo, pensaban en la sangre, en la genética, pensaban en que si aquellos, y el padre —jamás había que olvidar al padre aunque hubiera muerto hacía tanto, hacía mucho, muerto en algo así como en otra vida, en otra historia—, habían muerto por ataques al corazón, seguro había una condición hereditaria, sus propios corazones eran bombas de tiempo, trozos de carne frágil, de movimiento caprichoso, azaroso.


Alguno pudo objetar que el padre y la madre no eran parientes. No había por qué relacionar sus patologías. Alguno pudo objetar también que la madre aún estaba viva. No había por qué cantar su fallecimiento antes de hora. Pero los trámites se cumplían en silencio, el deber se cumple en silencio, el deber de callar y esperar la muerte todos los días, pensando lo menos posible en la vida que está frente a cada uno.


Es cierto, eso sí, que todos se sorprendieron cuando la madre se recuperó. Clara abrió los ojos completamente a la semana de todo lo sucedido, después de que su sueño se transformara en una oscuridad profunda, la condición inalienable para que los médicos abrieran su cuero y hurgaran con las manos en su pecho. Completamente, porque antes había entreabierto los párpados, había boqueado sin sentido, tanteando el aire, el oxígeno que en algún momento se le había negado. ¿Por quién? ¿Para qué? Al abrir Clara los ojos, por fin, no preguntó por el hijo, sabía, no preguntó por los detalles, intuía, y solo dijo, en algún momento, que quería volver pronto a su casa. Preguntó por el canario solitario en una jaula hecha para más aves.


Su casa.


Volvió del brazo del hijo que se convirtió en el mayor de la camada, apoyándose en él, sintiendo como nueva esa debilidad en los brazos y en las piernas, algo así como una pereza, una desobediencia de los miembros frente a la orden de moverse, de caminar, rápido, de reencontrarse, rápido, con su territorio. Volvió del brazo del nuevo hijo mayor, apoyándose en él, pero en silencio: miraba a su alrededor, buscando las sombras que veía en las noches cuando el hijo muerto se iba, el antiguo mayor, aguzando el oído por si pescaba los ruidos de un intruso en su casa, en los corredores que tanto había aprendido a conocer, que eran prolongaciones de su anatomía.


Nada podría ser como antes. Lo sabían, lo sabía ella, lo dijo el doctor, este, claro, hablando sobre el campo que le competía: no más de una taza de café al día, solo en la mañana, el cigarrillo quedaría desterrado por siempre y para siempre, y si alguna amiga quería fumar, tendría que hacerlo en su casa y no en esos jueves que se reducirían al chisme, el té y las masas de turno. Incluso los hijos sugirieron, que no podían ordenar, que trasladara su cuarto a una de las habitaciones de la planta baja para que no tuviera que subir las escaleras que históricamente representaban la desgracia en esa familia.


Clara se negó de plano y no admitió más discusión al respecto. Esa casa, su casa, su tierra mínima, era un espacio que había organizado y que mantendría su orden hasta el fin de sus días, podía moverse entre las habitaciones con los ojos cerrados, aun con ese paso lento al que la obligaba su corazón debilitado. Justo frente al fin de las escaleras estaba su cuarto, el que había compartido con el marido difunto. A la izquierda, dos cuartos, para dos hijos. Un baño. A la derecha de la escalera, una pequeña biblioteca con libros olvidados de las épocas colegiales, el cuarto del hijo que había muerto recién, ya convertido en el de un hombre solitario, un baño, el cuarto de la hija que vivía en el extranjero, una habitación suspendida en el tiempo, tapizada con un papel rosado algo desteñido, por ahí andaba apoyada en una peinadora una que otra muñeca rezagada de la niñez, una radiocasetera que tal vez reproducía en las noches alguna cinta a volumen muy bajito, inaudible. El piso de abajo, en menos desuso, pero igual de antiguo, tampoco se movería: a la derecha de la puerta de entrada estaba la sala, grande, con aparadores de vidrio que exhibían muñequitas de Limonge, un abanico genuinamente sevillano, un kimono en miniatura que alguna vez le había regalado uno de sus consuegros muerto ya en otro país, en otro mundo, en otro relato. De ahí se pasaba al comedor, con una mesa enorme, maciza, que acogía comensales solo en alguna fiesta infantil que convocaba a más gente, alguna reunión formal, porque en realidad la familia se reunía en realidad alrededor de una mesa de baquelita grande, pero no tan grande como la otra, que ocupaba la primera habitación de la cocina. Tenía vista a un jardín siempre a medio marchitar donde una tortuga de edad incierta se cobijaba bajo una planta de hojas enormes. Clara no sabía qué tipo de planta era aquella y tampoco recordaba cómo le habían puesto a la tortuga. Pero no era por vejez, demencia o desinterés: alguna vez uno de los hijos llegó con la tortuga debajo del brazo, le había dado un nombre secreto y con los años, cuando se fue a formar su familia, dejó al animalito en el jardín conocido, a cargo de una madre que solo la alimentaba y le cambiaba el agua como un gesto mínimo de solidaridad hacia un ser vivo que de seguro recordaba su edad y su nombre, en su pensamiento animal, pero que ya no consideraba importantes esos datos. Tal como ella. Su relación con la tortuga y el jardín era de un entendimiento silente.


Y así había sido la relación con la casa, sobre todo con la segunda habitación de la cocina, donde estaban los grandes electrodomésticos, cocinas de varias hornillas, un horno de pan, tres refrigeradores, sacos de comida, de granos, de arroz, de azúcar. Es que ella esperaba, en silencio, que uno u otro hijo, ya luego los nietos, vinieran a comer, con esposas, hijos, niños, niñas, hasta una mascota, al final, y preparaba comida para un batallón, para comer grandes porciones de una sentada y para que se llevaran recipientes para una y dos recalentadas. Ese era, en especial, el territorio de Clara, una trinchera. La habitación donde preparaba los alimentos en enormes ollas plateadas. Y ahí fue donde empezó a escuchar los ruidos, los sonidos nocturnos de alguien que no eran ella ni su hijo, moviéndose, usando los cacharros con los que ella había construido la vida de su familia.


Pensó, de forma difusa, al principio, y luego se le convirtió en una constante, una especie de teoría: creía que si ella hubiera estado en esa cocina, en vez de en su cuarto, al momento, en los momentos, en que tanto el marido como el hijo se desplomaban sobre las primeras gradas de la escalera, habría ella alcanzado a llegar hasta sus cuerpos. Para qué: si la muerte siempre llegaría antes, estaba ahí, dentro de cada uno, de ellos, era parte de su piel. Era la muerte su piel. Pero ¿y si hubiera estado en la cocina y no en el cuarto, admirando su cuerpo, aún joven, en ropas de color luego de dejar el luto por la muerte del padre? Para qué: si el corazón del esposo se había parado antes de que el resto del cuerpo tocara el suelo, se detuvo como cuando se corta un hilo tirante, de un tajo, sin posibilidad de volver a unir dos cabos que una vez fueron una continuidad. Pero ¿y si hubiera estado en la cocina preparándose ella misma el dichoso té y no en su cuarto, distraída por un minuto de los ruidos y de las sombras, segura, absurdamente segura porque su hijo estaba en casa y no había salido a la noche entre mujeres y amigos borrachos? Para qué: si el corazón del hijo había explotado dentro del cuerpo en tantas pequeñas esquirlas de sangre y músculo que hubiera sido imposible reconstruir un órgano así de dañado. Ni siquiera el cirujano más hábil habría podido arreglar esos adoloridos trozos de carne, llenar ese vacío sangriento.


Pero y ella, ¿por qué sobrevivió al infarto que le ocasionó la impresión de ver a su hijo muerto? El miedo le había paralizado el músculo: no podría estallar así. El miedo le había paralizado el músculo, su hilo vital, lo había congelado, ahí no hubiese valido filo alguno. Su cuerpo, cuando se movió hacia el teléfono, parecía funcionar como a control remoto, dirigido por alguien más. Luego se había permitido caer, junto al hijo, casi muerta junto al muerto. Los servicios de emergencia tuvieron que tumbar la puerta para entrar a la casa, aquella vez.


Sobrevivió también porque tenía que descubrir quién andaba en las noches por su casa. Sobrevivió porque necesitaba darles cuerpo a sus miedos, inconfesables. Y sobrevivió para vigilar a esos hijos que ahora, solícitos, se turnaban una vez por semana para acompañar a la madre, aunque esta se hubiera negado, en un principio. Aceptó solo porque no quería dejarle su casa a una extraña, la enfermera que contrataron para que ayudase a Clara, una presencia a la que no pudo oponerse porque en realidad las fuerzas le fallaban cada vez que quería desplazarse por la casa.


Su casa.


Aceptó, con el tiempo, la presencia de la enfermera porque mientras ella estaba en la casa, los ruidos y las sombras no se presentaban. Volvía a escuchar sonidos fuera de lugar cuando uno de los hijos andaba por ahí, incluso cuando estaba toda la familia, podía escuchar el secreto de la casa entre la algarabía de las conversaciones y los gritos de los niños que jugaban a las escondidas en los corredores.


Se le volvió costumbre ese régimen de visitas. Se le volvió costumbre escuchar y no escuchar los rastros de la presencia de alguien más en la casa.


Su casa.


Pasó el tiempo. El canario murió. La tortuga desapareció —¿había cavado un túnel y había escapado hacia otro hogar?—. Hasta los niños crecieron, de a pocos, claro. Y hasta tuvieron hijos, a su vez. Algunos empezaron a negarse a ir a la casa de la bisabuela.


Ella entendía. No quería que obligasen a los niños a visitarla. Pero los padres los llevaban y bajo la recomendación de que fueran con buena cara. Y ellos llegaban, comían, daban las gracias luego de comer, pero no se iban ya a recorrer los corredores, a hurgar en los cuartos de objetos olvidados. Se iban, con cuidado, todos juntos, a ver televisión a uno de los cuartos habilitados, se quedaban en la sala, cerca de las conversaciones de los adultos, aburriéndose con desconfianza, intentando no mirar fijamente ningún objeto, tratando de no escuchar lo que no oía el resto.


Ella entendió. No quería que forzaran a los niños a visitarla, pero a través de la sensibilidad de ellos había empezado a desentrañar sus propias ideas. Alguno le preguntó alguna vez por qué vestía de negro. Ella le dijo que recordaba así a su papá y a su hijo. Se llamaba luto. Y el niño abrió los ojos tanto que pudo ver el negro de sus vestidos en la mirada infantil.


Ese mismo niño, ya algo más crecido, se coló un día en la cocina, en la habitación de las grandes ollas donde Clara revolvía la colada que bebería la familia, toda la familia, el día de muertos. Ella, con la vista fija en la ventana, mirando el muro que daba a la calle y mirando la nada, apenas si se dio cuenta de que alguien más estaba con ella en la habitación. Se sentía ya acompañada siempre. Y había entendido sin tratar de ir más allá. El niño, a su lado, la miraba hacia arriba, pero no tan arriba, pues el cuerpo de Clara se había ido encogiendo por los años.


—Abuela. Tú también lo sientes, ¿cierto?


Ella asintió, sin necesidad de preguntar qué era aquello que también debía sentir. E hizo el gesto sin mirar al niño. Aún.


—¿Qué es?


Entonces sí bajó la vista: lo vio y no lo vio. Lo vio, muchos años después, también vestido de negro, vio los vestidos negros suyos y los de él en sus ojos. Y no había miedo ya en la mirada inocente. Podía contarle, confesarle, sus pensamientos, pero como no quería forzar su cuerpo elaborando un discurso largo, histórico, un relato de la vida, pasión y muerte de esa familia, la de ambos, optó por condensar sus ideas y conclusiones en una frase:


—En esta casa vive el diablo.


—¿Dónde, abuela, exactamente? ¿En algún cuarto?


—Aquí.


Y con un dedo viejo, torcido, se puso la mano sobre la blusa negra, el vestido negro que escondía la cicatriz que a su vez mostraba el punto exacto donde le habían abierto el pecho para llegar a su corazón.

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