Narrativa
Éxodo X
Luis Carlos Barragán
Número revista:
10
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles.
Jorge Luis Borges, “La lotería de Babilonia”
Mamá me examinó de cerca el día que comenzó el cambio: me estaba acariciando la espalda, intentando hacerme olvidar las contracciones abdominales, cuando mis ojos azules se oscurecieron frente a ella, tiñéndose por una especie de gelatina oscura llena de partículas. Casi se muere del susto. La mancha que había comenzado en mi espalda creció hasta cubrir la totalidad de mi cuerpo y mi cabello rubio se achicharró en unas horas.
Era inevitable que las personas notaran los rasgos de la transformación, era obvio por cómo me trataban, por cómo me miraban. Cuando la gente cambia, todo alrededor cambia: la vida deja de ser la misma. En las noches me quejaba durante horas por el ardor de mis vértebras reacomodándose, los músculos extendiéndose más de lo imaginado; podía escuchar el cartílago y los tendones tronando, a punto de reventarse. Se me cayeron todos los dientes y fueron reemplazados por unos nuevos que se abrieron paso dolorosamente, rompiendo las encías inflamadas. Estaba creciendo. La mayor parte de mi vida medí 1,72, pero a los tres días del inicio de mi transformación ya alcanzaba 1,94. Al igual que la ropa, la cama ahora me quedaba pequeña. La agonía era prolongada y lenta; las contracciones musculares, la sensibilidad dental, el crujir de los huesos y los retortijones estomacales fueron permanentes, pero a veces la intensidad se incrementaba y sentía puntillazos súbitos en las muelas, corrientazos en las rótulas, contorsiones violentas en la espalda. Durante esos ataques mi perro me observaba con compasión, lamiéndome la mano, mientras los demás miembros de mi familia me veían con terror, incapaces de hacer algo. No podía dormir, me revolcaba toda la noche, temblando, ahogando gritos para no despertar a nadie, viendo cómo las manos se me agarrotaban y se retorcían. Mis ojos se blanqueaban, los nervios se contraían, la linfa bombeaba a borbotones; ensalivaba la almohada, sofocaba groserías. Comencé a vislumbrar algo espiritual en el dolor, casi como una epifanía. Si me paraba, tenía que sostenerme del marco de la puerta, vomitaba cada cuatro horas. Lo normal. Mierda, lo normal.
En WebMD decían que con un par de Ibuprofenos o un Panadol Extra sería suficiente; un foro de Yahoo sugería emborracharse con vodka para dormir profundamente. Los casos más severos que encontré en internet eran de un gore mórbido: me aliviaba saber que, al menos, no me estaba convirtiendo en una ballena, como le había pasado al señor Sun Guoyang, cuya espectacular metamorfosis había sido documentada por su hijo Longjie. Los artículos de Longjie, publicados después en una revista online, contaban que Guoyang vendió la mitad de lo que tenía en su casa para alquilar una grúa que lo llevaría a la costa china, desde donde se arrastró lenta y torpemente hacia las olas mientras su piel se expandía y se endurecía, adquiriendo el color grisáceo de las ballenas. Longjie lo acompañó todo el trayecto. Guoyang llamó por última vez a sus sobrinos, Siyi y Hao, para desearles feliz Navidad, con la voz humana enterrada en kilos de carne cetácea. Su nariz se había desplazado hacia la coronilla, era incapaz de sostener su enorme mandíbula en su lugar. El amor del señor Guoyang por los mariscos vació trece puestos de pescado y de camarones a lo largo de la carretera desde su casa. El resultado de su transformación se pudo ver durante una puesta de sol en la playa de Quanzhou. Algunos bañistas y curiosos ayudaron a Guoyang arrastrándolo hacia el mar, justo antes de que los cambios, acelerados, llegaran a su final: sus pies se fusionaron para convertirse en una poderosa cola, las membranas interdigitales de sus falanges se sellaron por completo para convertirse en aletas. Cuando por fin se sumergió, todos en la playa se quedaron mirando la costa en silencio hasta que una hermosa ballena azul emergió de un salto en el Océano Pacífico, salpicando alegría con su gigantesca cola. El último artículo incluía fotos, las reflexiones finales de Longjie sobre cómo el vacío que había dejado su padre en la casa le producía tanta tristeza, y una nota en la que comentaba el miedo de que su reemplazo no diera la talla. Terminaba con un poema chino antiguo sobre ballenas que es demasiado cursi como para recordarlo.
Mi metamorfosis, en comparación, era suave, indolora y soportable; el resultado era humano, y mi nueva identidad tan solo variaba en lo mismo que la mayoría de las otras transformaciones: un cambio de raza. Pan comido.
Un año después de la primera temporada de cambios, el diario de investigación científica Beijing Online publicó un artículo que rebatía lo que sabíamos de la transformación. Los seres en los que nos convertíamos no eran nuevas configuraciones de seres vivos, decía; éramos, más bien, reemplazos de otros seres que ya se habían convertido, un rompecabezas de diapositivas en el que unos dedos invisibles y caprichosos nos deslizaban una casilla para ocupar distintas identidades. En resumen, en algún lugar del océano una ballena había comenzado el horripilante proceso de convertirse en otro ser, y alguien o algo reemplazaría al señor Sun Guoyang como humano. Me aliviaba saber que en algún lugar del mundo habría una casa o un armario con todo lo que le quedaba bien a mi nuevo cuerpo: zapatos de la talla adecuada, una vida, un amor y una familia a mi medida. Para descubrir dónde estaba esa casa, ese amor y esos zapatos, fui al hospital de San Antonio para hacerme un test gratuito de T1. Cuando llegué vi que en la sala de espera había un niño que parecía estar convirtiéndose en un anciano y una señora cubierta de vello.
—Llene el formulario. Necesito una fotocopia de su identificación al 150%.
Me quedé sentado, repasando mis nuevos dientes con la lengua hasta que llegó mi turno.
Me tomaron una muestra de sangre y la vaciaron en una máquina blanca. En segundos arrojó un beep e imprimió un informe. La señorita que me atendió lo leyó con la voz queda de quien ha hecho ese trabajo por años y ya nada le sorprende:
—Felicitaciones, ahora se llama Denis y vive en Chocó, Colombia. ¡Siguiente!
—Columbia... ¿Carolina del Sur?
—Colombia, el país. ¡Siguiente!
El informe sería mi identificación provisional. Salí del hospital revisando el papel una y otra vez, intentando memorizar mi nueva identidad sin poder entender muy bien lo que implicaba. Me rasqué mi nuevo cabello áspero y miré mi reflejo en los vidrios de un carro: tenía una sonrisa blanca y bella, y no entendía muy bien qué hacía en San Antonio, Texas. En la familia nadie quiso hacer comentarios cuando les conté el resultado del examen: era como ese cuento del rey que cree que tiene un traje tan fino que es transparente y nadie en la corte se atreve a decir que está desnudo. En la noche, después de cenar y dedicarle una breve e incómoda oración a un Dios blanco, todos permanecimos en silencio. Solo Thomas, mi primo, aventuró:
—¿Estás emocionado, Patrick? ¿Quieres ir a tu nuevo hogar?
¿Me estaba echando? Sonreí, incómodo: ya no pertenecía a la familia. No era blanco, ni protestante, ni texano, y el inglés comenzaba a trabarse en mi boca. Olvidaba detalles minúsculos y, a veces, se me escapaban palabras en lo que seguramente era español.
Me busqué en Facebook y me encontré: Denis Contreras Isaacs. La foto de perfil era mi rostro sonriendo en un lugar que nunca había visto, pero que, por alguna razón, me era familiar. Intenté hablar conmigo mismo, pero no tuve respuesta; seguro el Denis original ya se había ido de su casa, transformado en alguien más. Saludé a algunos de sus amigos en Facebook, busqué rostros familiares, caras que me dijeran algo. Dos o tres respondieron, alguien decía ser la hermana de Denis, alguien decía ser el mejor amigo de Denis. Todos me preguntaban quién era yo. Les conté, les dije que llevaba una semana volviéndome él. La hermana me dijo, en un inglés roto mezclado con español, que Denis también había comenzado a sufrir los cambios de la transformación hacía una semana, pero que había desaparecido antes de que pudieran saber exactamente en qué se iba a convertir.
Usé mis últimos ahorros para comprar un pasaje a Colombia. Estaba ansioso. Adiós, mamá: se veía preocupada, se alisaba las arrugas del cuello, sudaba. Adiós, primos: sin dejar de mascar chicle y con una incómoda reverencia tiraron mentalmente a la basura nuestros recuerdos, las noches de videojuegos y las fiestas de adolescentes. Adiós, Texas: se olvidaron de mí, hicieron una bomba de chicle que estalló en sus narices y hasta nunca. Dejé una carta extensa encima de mi cama por si el siguiente Patrick decidía llegar a esa casa, para que no se sintiera tan perdido.
Apreté mi maleta entre los brazos, me quité los zapatos para pasar por el detector de metales, me senté en mi silla de avión. Estaba sudando: la transformación ya había terminado, pero no sabía nada de mí mismo. Solo estaba seguro de que me llamaba Denis y que era de Chocó, Colombia, una región de la que no sabía mucho. Mientras el avión despegaba, me di una bendición de manera automática. Mi verdadero hogar me esperaba.
Ding dung. Señores pasajeros, esta mañana me desperté convertido en piloto de avión. Ajusten sus cinturones.
Antes del despegue me paré de mi asiento, me di la vuelta y vi a muchos pasajeros escudriñando sus informes de metamorfosis, buscando algo conocido: un número, una dirección, algo que sonara familiar. Las transformaciones eran cada vez más comunes. La señora sentada a mi lado era blanca, me miraba con desprecio: tal vez, pensé, es una de esas mujeres que se cambian de asiento cuando un hombre negro se sienta junto a ellas. Intenté ver una película en español, pero no entendí casi nada; me quedé dormido y soñé con las playas de Nuquí, un nombre que me llegó a la mente, una revelación. Me despertaron los sollozos de la señora de al lado.
—¿Está bien?
—Discúlpeme, es que no estoy acostumbrada a esta mente. Me he convertido en algo horrible, tengo unos pensamientos atroces.
—¿En qué está pensando?
—Me han comenzado a surgir estas ideas... ¿Ve a esa chica de allá? Algo me dice que es musulmana y la odio, quiero que se aleje de mi país. Es una sensación visceral.
—Lo siento mucho.
—Antes de convertirme en esto, yo era un musulmán que vivía en Chicago. Ahora, cuando te miro, pienso cosas como: “Maldito negro, ojalá se pudra”. ¡Qué vergüenza! ¡Quiero que se detenga, quiero que pare! ¡No quiero ser esta mujer! ¡No paro de pensar en comprar algo de televentas!
El llanto de la mujer se hizo más fuerte y desesperado. La transformación la había convertido en una gringa horrible de ojos azules, de esas que se ponen maquillaje los domingos, de las que se embuten en una camiseta de flores y una sudadera rosada. Era una mujer del Cinturón Bíblico que viajaba a Colombia por algún negocio y odiaba ser así. Odiaba su piel blanca y pálida.
Después de calmarse, limpiándose las lágrimas con un pañuelo, me dijo que solo había una forma de abortar la transformación: anamorfina, un compuesto químico extraído de un ciempiés brasileño capaz de detener la producción de transformina. La anamorfina, además, obstaculiza la recepción de información telepática, detiene la pigmentación de la piel y la producción de quitina, y obstaculiza con gran efectividad la cangrejización, el caballiformismo, la pescadificación y, por supuesto, la tan temida transexualización que, según varias iglesias cristianas, era la ideología de género aplicada. El problema es que el compuesto es ilegal en 40 estados y su uso está condenado con pena de muerte en los otros 10. Dicen que los no-transformados, los infelices que consiguen la anamorfina y detienen el proceso por completo, viven como salvajes, en cuevas: son fugitivos sin identificaciones válidas, están metidos en penosos procesos legales por rechazar su identidad, por negarse a cambiar, a olvidarse de sus riquezas y de sus seres queridos. Viven en la carretera, comen enlatados y cazan zarigüeyas; roban lo que pueden para pagar una dosis anual.
—Y yo estoy buscando una dosis —me susurró la señora al oído, esperando que nadie la escuchara y buscando en mi rostro una señal de sorpresa.
—¿Y por eso va a Colombia?
Los traficantes de anamorfina, decía ella, son los criminales más buscados: hay mafias enteras dedicadas a la producción, al transporte y a la comercialización de la droga para aquellos que no quieren abandonar su identidad, dispuestos a pagar miles de dólares por sus dosis. No sería extraño verlos esposados en las noticias ocultando sus rostros.
—Allá tienen la mejor anamorfina. En Cali y en Popayán hay zoológicos enteros repletos de ciempiés para extraer su carne negra —dijo, relamiéndose.
Yo no podía entender esa necesidad de frenar lo inevitable. Me había hecho a la idea de cambiar de identidad con mayor facilidad, incluso con entusiasmo; era como decía Bob Marley: mejor acepta tu transformación, sin tanta preocupación, y vive en comunión con Yah.
Aterrizamos en Bogotá, Colombia. Estuve solo en el aeropuerto, nadie fue a recogerme. Tuve que hacer la fila para los transformados, me estamparon el papel que me habían entregado en el hospital de San Antonio, llené el formulario de migración con un bolígrafo prestado, esperé tres horas en una sala incómoda para que me cambiaran el papel por una cédula de ciudadanía. La policía me registró antes de salir, desconfiaron cuando les mostré la cédula recién impresa. ¿Cómo? ¿Es colombiano y no sabe español? Después me dejaron tranquilo: bienvenido a casa. Caminé fuera de la sección internacional, recibiendo en la mente misteriosos flashes de palabras, información lingüística de Denis que se descargaba en mi mente. Los números destellaban y algunas frases repetitivas ardieron en rojo, brillando antes de convertirse en marcas permanentes de mi neocórtex. “Hola, ¿cómo estás?”, “mi nombre es Patrick... Denis”, “mi nombre es Denis”, “uno, dos, tres, cuatro, cinco”. El aeropuerto parecía lleno de minas antipersona: gente perdida arrastrando de un lado a otro sus maletas de rodachines, buscándose una vez más. Éramos perros cuyas identidades, lanzadas como huesos, nos dirigían constantemente a lugares nuevos, sin voluntad propia, sin otra alternativa que encontrarnos. Muchos usaban las cámaras de sus celulares como espejos, mirándose con incredulidad las arrugas que no querían, las pestañas demasiado largas, grabándose para escuchar sus nuevas voces chirriantes o demasiado profundas. Mujeres que se convirtieron en hombres y ahora se tocan con curiosidad la barba áspera que les ha salido piensan dejársela crecer; hombres que se convirtieron en mujeres y ahora lloran en los baños públicos, incapaces de entender la menstruación. Las expresiones corporales salen entrecortadas; la manera en la que los hombres-mujeres abren las piernas en las sillas de las salas de espera se desnaturaliza por las faldas ajustadas. Otros creen natural aplicarse maquillaje y usar tacones, pero con barba y sin depilarse; los roles de género, entumecidos, buscan sobrevivir, perpetuados en convenciones inútiles. Al fin y al cabo, pocos conocían otra forma de ser hombre o mujer.
Tomé un Transmilenio preguntando en un español arrastrado, paupérrimo, cómo llegar a la terminal de buses, y noté con desagrado cómo las personas me miraban con miedo, titubeando antes de ayudarme, ocultando que mi color de piel y mi estatura los asustaban. En la terminal de buses compré un boleto para Quibdó. Pusieron vallenatos todo el viaje, incluso cuando intentábamos dormir. Nada me era familiar. Apenas pude descansar durante las catorce horas del viaje; nos despertaron para probar bocado en la carretera y comimos en silencio a medianoche. ¿Había más personas como yo en ese bus? ¿Negros que habían sido antes ballenas, perros, gringos, chinos, musulmanes, empresarios famosos, jugadores del fútbol profesionales, cazadores de pieles en Kenia, traficantes de armas, niños pequeños o elefantes?
Según el recibo que me dieron en Texas, mi apartamento estaba muy cerca del malecón, sobre el río Atrato, lejos de la parte bonita del centro. Era un día húmedo, de cielo oscuro, y había mucha basura en el suelo. Caminé, hipnotizado por los colores de las frutas en el mercado que se había instalado en la carrera primera; tuve que navegar entre la multitud del domingo, buscando la dirección del lugar. Mi apartamento quedaba en el segundo piso de una tienda de abarrotes fea, con manchas de humedad y afiches rasgados de candidatos a la alcaldía. El edificio tenía un tercer piso sin acabar, lleno de ropa colgada. La puerta quedaba al lado de la tienda.
Riiiiing.
Nadie respondió. Qué horror dejar mi casa en los suburbios de San Antonio por esta calle sucia, con los cables enredados en el cielo.
—¿Buenos días? —toc toc toc—. ¿Hola?
—¡Denis, mi amor! —una señora gritó desde el negocio.
—¿S...sí? —dije, titubeando. Los vestigios de mi acento gringo querían salir, farfullando y delatándome. Entré a la tienda para ver qué me quería decir. Supuse que esa mujer era una conocida de Denis y su familia, así que sonreí al verla y me sorprendió la abundancia de detergentes, margarinas y afiches vistosos de niños blancos tomando refrescos.
—Mijo, su mamá y su hermana se fueron, pero me dejaron la llave. Mire…
Abrí la puerta y subí las escaleras cargando mi única maleta. No sentí nada. Esperaba un golpe de telepática tranquilidad, la sensación de estar en casa, pero solo me saludó el silencio de una sala-comedor familiar: cuadros de paisajes genéricos, una mesa de plástico con un mantel tejido en crochet y un equipo de sonido enorme. Busqué instintivamente las cartas que las familias suelen dejar para ayudar a recordar a los nuevos reemplazos; encontré dos en la sala del comedor, ambas con una larga serie de instrucciones que leí con mucha dificultad: formas de abrir el gas de la estufa, indicaciones de dónde se paga la luz, los nombres de los vecinos, la maña de la lavadora, a la que toca darle un golpe por el lado y esperar quince segundos mientras se llena antes de bajar la tapa, dónde está el contador eléctrico para cuando pase el muchacho de la compañía de electricidad, dónde están los restaurantes de comida casera más cercanos y mi pizzería preferida, quiénes limpian qué los días de limpieza, y dónde dejar la ropa sucia.
En cada cuarto había otra carta, la que Denis dejó para mí estaba en un sobre, en una carpeta del primer cajón, solo para mí; la encontré instintivamente, como si mis manos supieran lo que estaban haciendo. Me eché sobre mi cama y leí tres páginas antes de quedarme dormido bajo el vaivén del ventilador. Al despertar el día siguiente comencé a explorar los detalles del cuarto: Denis había dejado su billetera con el carné del club de fútbol y el de la universidad. Toda su ropa calzaba perfecto en mi cuerpo. Reconocí la ridícula colección de tapas de gaseosa con la claridad de los recuerdos que habían emergido, burbujeantes, durante la semana anterior, y encontré su celular en el cajón de la mesa de noche. La carta de Denis para el nuevo Denis estaba llena de instrucciones para que me sintiera cómodo: cepillarme los dientes de derecha a izquierda, contar casi todos mis pasos y masturbarme viendo porno mexicano. Mi comida favorita, mi posición en el equipo de fútbol, una lista de mejores amigos, una lista de peores conocidos y de gente que debo evitar, las claves del correo electrónico, Facebook e Instagram. Denis, al parecer, era cristiano: había dejado notas sobre la iglesia pentecostal y una lista de películas preferidas sobre los evangelios. Cuando mamá entró, me encontró viendo los álbumes familiares con fotos de los noventa: había dejado la puerta abierta y ella, igual que yo, estaba confundida, mirando cada detalle de la casa.
—Soy tu hijo —le dije. Era una mujer negra, de cabello corto. Acababa de verla en el álbum de fotos, cargándome cuando yo era un niño.
—Ah. Hola... Sí, me pareces familiar.
Mi hermana apareció unos días después, con cara de estar completamente perdida. Mamá entró en su rol muy pronto, pero mi hermana tuvo más problemas; sus capacidades lingüísticas eran muy pobres y todavía tenía latentes muchas mañas de quien había sido antes, como dejar la lengua afuera o intentar corretear a los ciclistas que pasaban frente a la casa, gritando e intentando morderlos.
***
Ahora, sentados en la mesa del comedor, intentamos ser quienes creemos que debemos ser. Es un espectáculo atroz, pero con el tiempo mejoraremos.
Alguien introduce la llave en la puerta. La historia de unos desconocidos que intentan parecer una familia durante el almuerzo se desdibuja de golpe y se me vuelca el corazón, siento miedo. Alguien sube las escaleras corriendo y abre la puerta, jadeando, sudando como si escapara de unos sicarios. Es un tipo igualito a mí, pero con un español perfecto. Llora, se lanza a los brazos de mamá, le susurra que no se quiere convertir, que no puede con esto de la transformación. Ella no está preparada para esa muestra de afecto, pero entrelaza sus brazos alrededor de Denis, con cobardía. Él llora frenéticamente sobre el hombro de su madre falsa.
Quinientos miligramos de anamorfina pura en las venas, un pase de coca para aliviar la somnolencia que produce la primera inyección y la reversión de la transformación. La anamorfina congela el proceso de replicación y utiliza información genética desechada antes de comenzar de nuevo, deteniendo las mutaciones indeseadas. El dolor es absurdo: los músculos se pasman, los recuerdos ajenos se queman, los retortijones estomacales pueden durar semanas. Denis se calma y me mira con desprecio, secándose las lágrimas.
—¿Ese es el gringo? Sí me habían hablado de él.
—No... Yo soy Denis Contreras —respondo, marcando el número de la policía bajo la mesa.