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(fragmento de novela)

Fiebre de carnaval

Yuliana Ortiz Ruano

Número revista:

10

Cuando se apareció en Santo Domingo,

vino a la casa en un taxi abollado y de regalo nos trajo

cosas pequeñas [...] no sabía qué pensar de él. Es

difícil imaginarse a un padre. 

Así es como la pierdes, Junot Díaz. 


Sucede que a veces, ante lo que hay que

decir, las palabras se ablandan y cuelgan,

fláccidas y salivosas, como lenguas de ahorcado. 

Cocuyo, Severo Sarduy.




SACADERA DE MADRE


Se murió el ñaño Jota, se muñequeó, me dijo mi papi Manuel cuando vino a recogerme a la escuela para llevarme al velorio. Todo el día estuve nerviosa, me nacía el desvarío desde la boca del estómago hasta la lengua, una masa de babosas subiendo y bajando, anunciando algo denso. Denso como la voz de los ropavejeros que suben al barrio de vez en cuando y gritan a través de sus bocinas roncas: compramoschatarravieja, compramosneverasviejas, compramoscocinasviejas. 


Denso como mi mami Nela diciendo que cuando la ñaña Marilú falleció, ella se despertó como si le hubieran tirado un baldazo de agua helada en la jeta, así se le presenta la muerte a uno, mijita. Algo similar pasaba en mi cuerpo chico, una masa que subía anunciando una cosa que no se podía chupar de la lengua para hacerse palabra. 


Mi papi Manuel parqueó la ford vieja cerca del bordillo donde me siento siempre a esperarlo. Desde lejos podía reconocer el sonido de esa bestia acercándose, un roco roco rarísimo con fondo de Lavoe a todo volumen. A mi papi Manuel no le bastaba con ese roco roco de la máquina, que también anunciaba su muerte, sino que tenía que apagar el fuego del ruido con la voz melosa de Héctor Lavoe, su tocayo, saliendo casi a patadas de esa bocina enferma que tampoco daba para mucho. 


Mi papi estaba chupado. Casi siempre se pega sus güisquis, pero esa vez estaba chupado como solo se chupa la gente en un velorio. Chucha de ley se murió el ñaño Jota, me dijo la masa, que en ese momento era una piedra rodando loma arriba por los huesos de mi pecho. Mi papi tenía puesta una camisa negra con bolas blancas, unos pantalones negros hasta la cintura y unas lonas blancas con una mancha café, como de caca, en la parte de arriba cerca de los cordones. Las chicas mayores que estaban a mi alrededor dijeron mira ese veterano, está como sabroso. Me dio rabia y me moví hasta él para que no lo jodieran, bien dijo mi mami Nela que las niñas de ahora nacen con la arrechera desde la fábrica. 


Mijita, su ñaño Jota… mijita, su ñañito Jota se muñequeó. Del fondo de la voz enroncada por el trago que nace de la garganta de este papi nunca puede salir una noticia sin una risita idiota. Como la risa de la Lupe en la canción esa que a veces pone los domingos de noche, esa canción que dice que tener fiebre no es de ahora. Hace mucho tiempo que empezó, y de la nada se reía, como loca. Mi papi Manuel también se ríe de la nada como sus ídolos, justo cuando no tiene que hacerlo. ¿Por quésque se ríe, quésque le pasa?, me apreté contra su camisa vomitando un llanto espeso, se me metió la jedentina del trago, el tabaco y el perfume de este papi en la cabeza de golpe.


Lo sentí llorar quedito debajo de sus gafas cafés, levanté la cabeza para ver sus lágrimas rodar hasta el bigote. La cabeza de mi papi Manuel tiene la forma de un bombillo de luz invertido, pero con un afro mohíno lleno de churritos bien hechos. A mi mami Checho no le gusta el cabello de mi papi Manuel, aunque a mí me parece bonito. 


Mi papi Manuel es un man flaco, tan flaco que a veces se le ven los huesos debajo del cuello, pero igual es fuerte, tanto como para levantar los cilindros de gas y pegarle trompadas a ladrones en la ocasión en que casi se le llevan la camioneta en peso. A mi mami Checho tampoco le gusta la camioneta, siempre le dice que venda esa matraca vieja que da vergüenza, pero pues mi papi la adora, le dice mi reina, no se puede pelear contra eso. 


Como casi toda la gente de la casa, mi papi Manuel también destaca por su buen olor. Las mujeres de mi casa huelen muy bien y son tan ordenadas que a veces yo me miro en el espejo de la cómoda de mi mami Nela y me pregunto si soy realmente una mujer. Yo apesto. Mucho. Mi mami Checho, desde que me parió, me manda a lavar de nuevo ni bien salgo de la ducha. Me rasca las axilas con rabia y desesperación, a veces entre ella y mi papi Manuel. 


Los dos le dan tanto a mis axilas que luego del baño me laten fuerte e igual empiezan a apestar. Uy la niña ¿por qué olerá tan verraco?, ¿será que está enferma o solo es que no se sabe lavar? Se preguntan y se culpan de la jedentina de mi cuerpo mientras me frotan en la ducha fría y yo a veces lloro. No porque me duela sino de vergüenza, porque mi mami Nela dice siempre que las mujeres no huelen así tan feo y que quésque le pasa a la niña. 


Y yo sigo oliendo a cebolla podrida y meado’e gato en medio de la conmoción de la mujeriza que vive en la casa de mi mami Nela, que no es mi mami la que me parió sino mi abuela, pero ella odia esa palabra. 



Mi papi Manuel me trepó a la camioneta para llevarme a la casa donde estaban velando al ñaño. Me hundí en el asiento de cuero rojo, lo único en lo que había invertido mi papi y que, en vez de devolverle la decencia al carro, como decía él, parecía un chongo de mala muerte listo pa que bailen las putas. Yo nunca había visto un chongo en la vida, pero fue lo primero que gritó mi mami Nela cuando volvió mi papi Manuel del taller, chillando de alegría con su camioneta tuneada.


Mi ñaño Jota era guapísimo, la piel negra le brillaba como si todos los días antes de salir al sol el man se la lustrara. Tenía los dientes como tajadas de coco enormes y un tono de voz distinto para hablarle a cada persona, sobre todo a las mujeres. Siempre se vestía de blanco y por eso mi mami Nela le preguntaba que si era chulo. Pero a él no le importaba mucho lo que pensaba ella. 


Todos los sábados por la mañana, cuando yo estaba lista para salir a jugar, veía al ñaño Jota con una toalla blanca amarrada a la cadera saliendo del baño del patio de mi mami Nela. Antes de ir a cambiarse, tomaba sus lonas blancas y les echaba agua, jabón o detergente, lo que hubiera a mano en la piedra donde las ñañas lavaban la ropa; se lo untaba todo a las lonas y las raspaba con un cepillo de dientes viejo, un shuasqui shuasqui tarareando alguna canción de Vicente Fernández y levantándome las cejas. Cuando ya podía verse la jeta en ellas, las dejaba sobre el techo del baño para que se secaran mientras iba a vestirse. Camiseta con estampados de flores, generalmente roja, negra o atigrada, pantalón blanco hasta la cintura con pinzas que le marcaban el paquete y el culo, y una correa blanca para ajustar más la piel de la barriga. Se raspaba el chichis de la cabeza con una peinillita chica de esas que se usan para sacar piojos, y se iba por detrás de la casa por la salida secreta, atravesando la cerca como una pantera negra. 


Yo tampoco había visto en vivo una pantera, pero era lo que pensaba cuando lo veía contonearse, ajustando su cuerpazo para atravesar sin ruido los alambres de púas. Desde el palo de guayabas, miraba asombrada la blancura de sus lonas y su pantalón sin manchas, y aunque hubiera jurado que rozaba la alambrada, nada le hacía daño al ñaño Jota, nada parecía rozarlo. 


El ñaño Jota, que tampoco era mi ñaño sino el ñaño de mi mami Checho, me dijo cuando tenía tres años que tenía que aprender a bailar. Me llevó con sus manos negras y rasposas hasta el centro de la pista: la sala de todos los días, solo que con los muebles dispuestos de tal manera que había espacio para toda la familia. Para todos los rumberos. Ese año, como todos los años, el carnaval empezó desde diciembre. Porque carnaval no es solo febrero y los días que dice el calendario, sino cualquier fiesta en la que la gente se amanece, y como en Esmeraldas el calor no deja un segundo de azotar, un buen manguerazo o un balde de agua te cae y tú hasta dices gracias. 


Y entonces, mija, 

así adelante y atrás, mijita, y la cintura, 

eso y la cadera, 

Ve… ¿quésque le pasa, que tiene vergüenza? 

No pues sin vergüenza, mija


uno y dos 

y así 

y a un lado 

y para acá 

y dos. 


Mientras, de la radio grande salía la voz de Los Van Van cantando Aquí el que baila gana.

 

Mi ñaño Jota decía que bailar es escuchar con la cintura, mija, nada más, los pies a uno se le mueven solitos, vea. Esto no tiene ciencia, mija: vamos 

y dos y dos 

y dos y eso. 

Así, 

adelante, mija, 

sin vergüenza que con vergüenza no se llega es ni a la esquina. Y mueva esa cintura, mija, así, 

más duro, como yo lo hago. 

Mire, mija, no, 

así y 

para atrás 

y para adelante 

y eh eh eh eh 

eeeeeeeso. 


Un día antes de carnaval, las ñañas, que no son realmente mis ñañas sino las ñañas de mi mami Checho, pero que qué horrible la palabra tía y que ellas son jóvenes y no unas viejas de mierda, me peinaban la cabeza como arañas. Me hacían las trencitas de carnaval sentadas en las sillas del comedor de madera y yo sobre el suelo también de madera; veía los perros pasar, las horas, llegaba el sueño y ellas seguían en la tejedera. Nos echaban agua y brillantina en el pelo, lo descarmenaban entero antes de empezar a trenzar y una vez iniciada la peinada solo la podía parar el fin del mundo. 


A mi mami Checho no le gusta que me pongan bolitas de colores en el final de las trenzas porque eso se ve horrible. Mija, no va andar así como esas toscas de arriba de la loma de la Guacharaca, por eso solo me amarraban liguitas negras, para que las trenzas no se desataran. Como mi cabello es largo y tupido, a veces yo me dormía y ellas seguían tejiendo el pelo, tomaban un mechón pequeño de la parte inferior de la cabeza, lo dividían en tres patitas y entrelazaban la cosa. Todo esto con intervalos de cocoa con pan, jugos de piña y agua para refrescarnos, riendo y alabando mi pelo hasta que un poco después del amanecer culminaban la tejida en la parte de arriba de la cabeza. 


Mija, no hay nada mejor que una mujer pelona, se lo juro. Usted cuando crezca va a arrasar, si alguna vez se corta el pelo, mija, me lo da para hacerme una extensión. Sí quedaría bonito igual su pelo alisadito, pero cuando ya esté más grande, porque ese químico quema la cabeza y usted está tiernita todavía. 


Nerviosa y con las trencitas sudadas, tiré mis primeros pasos salseros ante la alegría de mi papi y la confusión de mi mami Checho. Todo el barrio se amanecía, pero yo todavía no podía amanecerme, solo escuchaba la rumba desde mi cuarto. Y mientras las horas pasaban, desde las lomas la música más subía. La canción de moda era La suegra voladora, del Sayayín, una champeta colombiana durísima que en el barrio ya estaban berreando y también dos canciones de la orquesta Saboreo: La arrechera y La vamo a tumbar. Cuando empezaba el coro de La vamo a tumbar, la gente se alocaba y eso era salta y salta sobre las tablas del suelo. Sacadera de madre. 


A mí me poseía la risa de la Lupe cuando escuchaba la letra, porque nunca había presenciado algo tan sin pies ni cabezas como esa canción. ¿Por qué el vocalista estaba contento de que le tumbaran su casa? La casa que le había costado tanto trabajo, porque en la letra lo dice: 


esta casa que yo hice 

pasando tanto trabajo. 


La canción empieza con un ruido como de pájaros con picos larguísimos que mi papi Manuel me explicó riéndose que eran gaitas colombianas y no animales, luego la voz: 


esta casa que yo hice 

pasando tanto trabajo 

tiene piso‘e guayacán 

y paredes de chachajo 

esta casa del señor 

con amor y sacrificio 

pero el barrio está de fiesta 

y he invitado a mis amigos. 


Y entonces cambia la tonada y con toda seguridad nos grita con su vozarrón metiéndose en los espinazos: 


hoooy 

la vamo a tumbá 

hoooy 

la vamo a tumbá. 


Y la gente entraba en una especie de trance y brincadera, las paredes vibraban, la casa iba a ser tumbada sí o sí al son de Saboreo. Me sentaba en el mueble a imaginar los tablones cayendo, los cuadros de retratos de la Mama Doma y adornos cayéndose sobre la gente, que continuaba su danza enfermita bajo los escombros de esta casa grande; de cemento y madera, con doce cuartos, una verja amplia llena de plantas y un patio de palos de mangos, guayabas y chirimoyas. Imaginaba que la rumba bajo los escombros se deslizaba por el zaguán, más allá de la verja y destrozaba el aljibe. El único aljibe del barrio, construido por el papi Chelo, que no es mi papi el que me hizo sino el papi que hizo a la mami Checho y que abastece de agua al barrio entero. 


A la que más le gustaba esa canción era a la ñaña Catucha, que tampoco es mi ñaña sino la ñaña de mi mami Nela. La ñaña Catucha es una rumbera jodida, para bailar esa canción se sacaba las sandalias y sus pies negros y gordos arrastraban las tablas lustradas con creso, brillantes como el color de su piel. Y brincaba el ñañerío, la mujeriza. Las faldas se movían, las melenas, mientras los hombres caían de los muebles como muertos por la risa. 


Después de esos días de carnaval en los que aprendí a bailar duro, a sudar mi cuerpo huesudo y chiquito como un caballo chúcaro, no me paró nadie. Me bañaba bailando, escuchando salsa o la canción del Sayayín, esa canción que mi mami Checho odiaba. Mi papi Manuel me había enseñado a capturar la música de la radio en un casé para poderla oír cuando quisiera y cuando yo ponía ese casé, mi mamita decía que por favor sacara esa mierda, que sentía que la estaban elevando en peso de los pelos de las patillas. Y yo no entendía por quésque a ella no le gustaba y ni siquiera le daba risa. 


Yo adoraba esa voz lentita saliendo de la bocina y el pom pom, pom pom pom pom, pom pom que mi papi Manuel rascuñeaba, que los negros colombianos se habían sacado esa pista de los jamaiquinos. A mí me daba risa y gusto ver a la gente curtir la champeta en el suelo. Amaba ver a Noris y otras muchachas que limpiaban la casa tirarse unas sobre otras coreando el ya le cogí el maní a la suegra, le cogí el maní ní, ya le cogí el maní a la suegra, le cogí el maní. Al ñaño Jota le daba gusto también ver cómo me aprendía de memoria las canciones, mija, usted sí que tiene buen oído, a ver, cante, venga para acá, cánteme un poquito y yo desplegaba mi voz chillona para imitar al Sayayín: 


la propia nubecita 

la propia nubecita 

se montaba en su nube 

mi suegra 

en su nube voladora 


cuando estaba bien chapeta 

me la montaba a toda hora 

y por eso le digo 

ya le cogí el maní a la suegra

le cogí el maní ní 

ya le cogí el maní a la suegra 

le cogí el maní ní. 


Desayunaba bailando cuando nadie me vigilaba, me levantaba de la cama y movía los pies y las caderas. 


Luego, cuando pasaron los meses y mi ñaño Jota empezó a enflaquecer como si algo invisible le estuviera chupando la sangre, y sus mejillas se llenaron de manchas grisáceas, y sus ojos se le profundizaron como dos lagos invadidos de petróleo, supe que bailar también era su forma de curarse. Olvido en el que el cuerpo suda tanto, que deja de estar raquítico, en cama y escuálido. Que suda demasiado y se le van los males ese ratito no más, por eso hay que bailar es bastante y todos los fines de semana. Y los domingos aún más, para que lo sano se quede en el cuerpo toda la semana y lo enfermo se vaya. 


Todas las mujeres del barrio se morían por él y lo venían a buscar, incluso cuando ya estaba casado y tenía hijos. 


Venían mujeres de Pimampiro, Santa Rosa, Vuelta Larga y hasta de Quito. Mujeres de Limones y de Tumaco. Gorditas de vestidos apretados y cejas rapadas que luego se dibujaban, en el espacio vacío de la ceja destruida, una línea temblorosa con un lápiz café o negro. Flaquitas dientonas y culonas de pelo largo que me peinaban y me traían regalos. Que bailaban tan bien como él en las fiestas de carnaval, cuando su mujer se iba para el barrio de sus hermanas. 


Bailado y todo mi tío se murió joven y guapo, aunque más flaco y con esas manchas raras en toda la cara y en el cielo de la boca que yo podía ver, porque la peste que tenía no le había quitado lo alto. Cuando la fiebre no le volvió a bajar y no pudo levantarse de su cama, le pregunté a mi mami Nela que quésque tenía el ñaño, que yo tenía derecho a saber. Pero ella fingió no escucharme y siguió con sus quehaceres. 


Tenía ocho años cuando se muñequeó y aún no estaba tan alta. Por eso podía verle el cielo de la boca blanquísimo, como el interior de las pipas que trae el papi Chelo de la finca que tiene en la Tolita de los Ruano. El papi Chelo es pálido, alto y fibroso; contrasta con toda la negrantada de la casa, incluso con sus hijas, que no son pálidas pero tampoco negras, son una mezcla más cercana al manjar que al chocolate, pero pobre de cualquiera que les diga que no son negras. NEGRÍSIMAS, gritan ellas. 


El papi Chelo tiene una nariz de tucán que todas fuimos heredando, como si nos la hubieran calcado en la jeta, y decía siempre con orgullo y con su acento rarísimo venido de las islas del norte, más cerca de Colombia que de Ecuador, que era el primer hombre de su apellido que se había hecho de una negra. Siempre había risas reprimidas en la mesa del comedor después de esa frase. El papi Chelo es cariñoso conmigo, pero no quería mucho al ñaño Jota. A veces gritaban y se daban trompadas en el patio. A mí no me dejaban ver, pero yo sabía lo que estaba pasando, ni que estuviera sorda. 


Todo esto me venía a la cabeza con el rostro hundido en los asientos de cuero rojo enceguecedor de la ford vieja, yendo al velorio. Recordaba a mi ñaño Jota conversando con las muchachas del barrio en el zaguán, cuando con la excusa de venir a coger agua se besaban con él, se ponían a bailar o se hundían en el aljibe como si el aljibe fuera una piscina y bajaban la tapa. Yo a veces pensaba que iban a salir ahogados, pero salían mojados y chilladitos como si el aljibe fuera la playa de Las Palmas. 


Me empezó a entrar un miedo horrible y una gratitud interminable. Una mezcla extraña que se iba comiendo mi cuerpo, como el cuerpo de la voz que sale de los niños al declamar el poema: «Barrio Caliente se quema, se quema Barrio Caliente». Yo me estaba quemando como alguna vez se hizo cenizas ese barrio desde las uñas de los pies: los pelitos que tenía en el dedo gordo, las medias con el sello de la escuela, los zapatos de cuero cafés, la piel y los vellos largos de las pantorrillas. Las rodillas me hervían, se empezaban a desintegrar. Subían las llamas por los muslos, el espinazo y la chepa para quedarse anidada la quemazón en las caderas. Experimenté la piel que recubría mis músculos, haciéndose chicle contra el rojo encanto de fragatas, de los asientos de la bestia esa que me transportaba. Llorando de ladito en la ventana del copiloto, imaginaba al ñaño Jota pegando una rumba infernal como el incendio de Barrio Caliente en el balde de la camioneta. 


Parí un desespero horrible que solo me da cuando me sube la temperatura y me pongo a correr como perra en celo por toda la casa, desvariando, como me jode mi mami Nela. Ya no era mi boca sino la fiebre que no es de ahora, sino de otro tiempo, la que hablaba por mí, le dije a mi papi que parase la camioneta y que pusiese una salsa para bailar, por favor. 


Pórtese seria, mijita. 


Sida, su ñaño Jota se muñequeó de sida. Mijita, pordiós, eso no se celebra. Y soltó su risa de rata borracha, que no hizo más que subirme el brequer de la insistencia. Cuando mi papi Manuel se ríe así, sé que solo tengo que volverme loca para que haga lo que yo quiera. Grité y rogué sin respirar como una guacharaca. Finalmente cedió. 


Estacionamos la mula en la subida de la calle Montúfar, a siete cuadras de nuestro barrio. 


El barrio de la calle Montúfar estaba lleno de niños sucios que corrían sin zapatos. Los fines de semana, como en cualquier barrio esmeraldeño; los moradores sacan parlantes y se mojan de güisqui en los bordillos, cierran la calle para jugar pelota esquivando los autos, las camionetas, y el bus que ya se ha llevado por delante a varios peladitos. Paramos justo antes del cruce que nos acerca a la calle México. Mi papi Manuel abrió las puertas de la camioneta y sacó un paquete de cigarrillos de la guantera. Me bajé sin pensarlo, mientras sonaba a todo volumen la campanada que convoca la mítica pregunta de Aquí el que baila gana: 


¿Qué lo que pasa aquí, ah? 

¿Qué lo que pasa aquí, ah? 

Muévanse, muchachos, 

pero muévanse con ganas 

muévanse sabroso 

pero escuchen la campana. 


Y que sigue el movimiento 


cogido de las manos 

dime si te gusta lo que está tocando el piano. 


Bailen bien 

aquí el que baila gana

pa’ que vuelvan 

la próxima semana. 


Pero bailen bien 

aquí el que baila gana 

pa’ que vuelvan 

la próxima semana. 


Muevan la cintura 

pero muévanla hasta abajo 

dime si te gusta lo que está tocando el bajo. 


Que se baile 

que se siga 

que se gire sin parar 

pero con cuidado, que la orquesta va a apretar. 


¿Y quéra lo que pasaba? Que a mi ñaño Jota se lo había llevado algo llamado sida, que yo no sabía cómo funcionaba, como casi todo a mi alrededor; opaco para mi cabeza demasiado confundida. Me puse a bailar con el uniforme escolar y con los ojos cerrados mientras escuchaba la risita nerviosa de mi papi Manuel, que echaba humo sentado en el asiento del copiloto, y me miraba con cara de loco. 


La gente corrió hasta la ford al ritmo de la música, aplaudían como focas, en coro y zapateando como hijueputas, porque cualquier pendejada es un gran evento en ese barrio donde no pasa nada, más que un niño desmadrado, de vez en cuando, por la línea dos del bus de Las Palmas.


Yuliana Ortiz Ruano (Esmeraldas, Ecuador, 1992)

Licenciada en Literatura con mención en Artes y Escritura. Ha publicado Canciones desde el fin del mundo (Libero Editorial, Madrid, 2021) y Cuaderno del imposible retorno a Pangea (Ediciones Libros del Cardo, Valparaíso, 2021 – Recodo Press, Quito, 2021 – Amauta & Yaguar, Buenos Aires, 2022). Seleccionada en el Traslator Choice II del Festival de Literatura Latinoamericana LATINALE, organizado por el Instituto Cervantes de Berlin.

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